Una ciudad. Cincuenta escritores debutantes. Cuatro puntos cardinales: Santa Cruz, El Poblado, Doce de Octubre, Guayabal. El resultado: veinte historias seleccionadas para compartir con nuestros lectores en una separata que publicaremos en la Fiesta del Libro. Después de dos meses de un taller de escritura, realizado por Universo Centro y el Plan Municipal de Lectura de la Alcaldía de Medellín, presentamos la historia de uno de los pupilos con afición por el teclado.
Castigados por un minuto
Yolima Monsalve Carvajal. Ilustración: ZATÉLITE
Una noche, a mitad de semana, cuando todo el mundo se acuesta temprano porque no hay nada que celebrar, mis amigos Danny, Carlos, Natalia y yo nos reunimos en una de las esquinas del barrio, en el límite entre La Maruchenga y París, a tomar vino, escuchar música, hablar y relajarnos en la acera de la panadería, sobre todo a relajarnos, porque cuando uno es adolescente solo quiere distraerse de las situaciones que le suscitan cualquier tipo de tensión.
—¡Tanta soledad la de París! —dice Danny que está sentado en el rincón de la acera.
—París a estas horas es como la Kelly a diario —agrega Carlos refiriéndose a mí mientras se levanta de la acera con una garrafa de vino en la mano.
—Ningún “la Kelly a diario” —digo yo siguiendo a Carlos con la mirada—. Una no sabe qué peligro esconde tanta soledad visible.
Carlos se pone frente a nosotros, dispuesto a servirnos un trago de vino en un vaso plástico. —Sí o qué, parce. Más con esos pirobos
de allá abajo —agrega Natalia.
—¡Qué miedo marica! Uno que no es de por acá —remata Danny, preocupado.
—Ay güeva, relájese que por acá no pasa nada. Es más, pa que no se agobie, yo invito a que amanezcamos todos en mi casa. Así no se va solo —le dice Carlos a Danny para tranquilizarlo.
—¿Y adónde vamos a dormir? ¿En el camarote, la doble-cama o la matrimonial? —le digo a Carlos en modo sarcástico.
—Este man como es, ¡nos pone a dormir con el perro! —comenta Natalia mientras juguetea con una sombrilla que tiene al lado.
—Por mí que duerman todas con el perro, en el suelo o en ese catre que tiene Carlos por cama, ¡con tal de que me dé a mí la habitación principal! —dice Danny en broma.
—No, sí, la de huéspedes es la que le voy a dar marica… ¡Mentiras que ahí miramos cómo nos acomodamos! ¡Vamos a caber en el cielo! —concluye Carlos y se sienta.
Entretanto, notamos la diferencia de precios que hay en los carteles de minutos a celular, colgados en el muro de la panadería, la reja de la zapatería y el poste de un café internet, negocios ubicados en la esquina del cruce de la calle 21A entre las carreras 69 y 70. Entonces se nos ocurre la gran idea de intercambiarlos.
Como el cartel de la panadería está muy alto, Natalia le hace patagallina a Danny, que es el más flaco del grupo. El de la zapatería lo quito yo, breve. Pero el del café internet está más amarrado que trasteo de pobre, por lo que toca echarle una mano a Carlos.
Mientras el desamarre, a mí me parece escuchar un silbido que viene de más abajo y también gritos que suenan como “¡ey, ey!”, pero no creo que sea con nosotros, entonces sigo en nuestro cuento. ¡Listo! ¡A cambiarlos! El del café internet va pa la panadería, el de la panadería pa la zapatería y el de la zapatería pal café internet. ¡Bien!
Logrado el objetivo, volvemos muertos de la risa a nuestro puesto en la acera, nos servimos nuevamente de a vaso de vino, ponemos El baile de los que sobran en un bafle pequeño que carga Natalia y seguimos en plan relajo porque la noche es joven y nosotros también.
Minutos después, una moto con dos tipos raros pasa frente a nosotros. Los tipos miran curiosos el lugar en el que estamos, como buscando algo. Nadie dice nada hasta que yo empiezo a notar que no dejan de darnos vuelta.
—Oíste, ¿estos qué? —le digo a Natalia. —¿Cierto?, meros visajosos —me responde sin dejar de mirarlos.
Los tipos como que escuchan, porque paran y uno de ellos pregunta:
—¿Ustedes vieron a los que se estaban robando los carteles?
A mí se me baja todo y sin pensarlo de a mucho, le respondo con voz temblorosa: —No, nosotros no hemos visto a nadie.
—Cómo que no, si hace nada estaban ahí… ¡tuvieron que verlos! En esas cae una recua de tipos, ya no en moto sino a pie.
—Que ellos no vieron a los que se robaron los carteles —les anuncia el que había preguntado antes.
A ninguno de nosotros, puede ser por falta de iniciativa o por susto, se nos ocurre enseñarles los carteles que están visibles en cada negocio; ellos no parecen percatarse tampoco.
—Cuál que no, si fueron ellos, yo vi a esta malparida —dice uno de los que llegaron a pie.
No comprendo si se está refiriendo a Natalia o a mí, pero por su cara, prefiero no preguntarle. En lo que me parecen minutos de silencio, recuerdo varios sucesos de los que alguna vez llegué a ser testigo.
El primero de ellos sucedió un día en que un duro traía arriada a una pelada desde no sé dónde mientras le gritaba muy fuerte: “¡esta vez sí se los vamos a mochar pa que aprenda!”, y ella que no, que por favor los dedos no, que ella no lo volvía a hacer o que no lo había hecho —no recuerdo muy bien—. El caso es que en vez de eso, la pararon como monumento de museo en medio de la calle principal, amarrada de manos con cabuyas y par letreros encintados adelante y atrás de su torso que decían por un lado: “Soy ladrona” y por el otro algo como: “Me gusta robar plata y juguetes en las casas ajenas”. Un chorrero de lágrimas se veía caer vergonzoso por su rostro. La gente, reunida a su alrededor, la miraba, cuchicheaba, hacía caras y hasta se reía, pero nadie reprochaba ese cuadro que a mí, la verdad, me producía un poco de pena.
Otro fue cuando a un grupito de peludos, que no superaban los doce o trece años, les dio por meterse al supermercado La Estrella a robarse dizque unas gominas; pero para su mala suerte, salieron estrellados de allá porque una cámara los delató y cayeron en manos de esta misma organización de muchachos que, de castigo, los raparon.