Este tipo de películas, denominadas desaconsejables, me parecían un acierto para que, desde las páginas de ese periódico, se guiara la moral pública y ayudara a que este mundo y esta mentalidad no torciera hacia el “vicio”, a lo irredento de la “perversión”. Claro que, viéndolo bien, eran las que deseaba ver.
No quería ver Simbad y la princesa. Necesitaba emociones más fuertes, no cuentos con moraleja: educarme sentimentalmente con algo más que consejos. Necesitaba conocer la vida, que en este momento era nada menos que entrar a cine para mayores. La curiosidad es el deseo que arrecia, la curiosidad es la utopía que es necesario mantener a flote para saberme vivo. “La curiosidad mató al gato”, dice un adagio popular; ademán que lleva a ser atrevido: mirar donde no se puede mirar, husmear, mejor, meter las narices; pero esa curiosidad es la única manera de conocer, de calmar la sed, el hambre. En este caso, mi caso, la persona que buscamos.
Lo prohibido llama la atención; siempre me llamaba la atención. Era necesario saber la causa de la prohibición. Por estos pagos simplemente se ignoraba una película: no se presentaba o se la mutilaba de tal manera que era mejor no verla. Esa censura era una lejana y pálida copia de ese funesto código Hays, que llevó a la Liga de Decencia Americana a obligar para que a Robin le arreglaran la portañuela del traje ya que se le marcaba mucho el sexo; a que las revistas pornográficas regresaran a tiempos de romanos: que afeitaran los pubis angelicales y costosos de sus reinas de la pornografía con pinceles, cuando prohibieron mostrar cualquier tipo de bellos vellos. Fue fácil, como no existía el afeitólogo contaban con un antecedente: Botticelli debió pintar la rubia cabellera de Venus sobre la entrepierna para que no se viera el vello púbico prohibido desde la Roma imperial. Más tarde vendría el retocador de retratos que con su pincel fino, no sé si de pelo de marta, le quedaba fácil desvanecer los vellos de la bella como también los musulmanes que por mandato del Corán adquirieron la costumbre de afeitarse el vello de los sobacos y del pubis.
En los departamentos de efectos especiales podían jugar con espejos para dar la impresión de gran tamaño, como en el caso del gorila más glamuroso: King Kong. En King Kong apenas habían canalizado esa experiencia para retocar esos pubis tanto angelicales como maduros, como si se dijera: fuera los vellos de las bellas de la pantalla o para decirlo en otro idioma: vellos go home; o vellos de las bellas come here. Claro que para gustos personales había, en cantidad, pubis angelicales dignos de una Lolita, afeitados a lo Mario Barakus, el tipo patilla, el de estilo nido, el de la uvé, el de forma de corazón, el de un puntico de vellos solo en la primera parte de la abertura. A los muy barbados: Fidel Castro, le decían en esa jerga popular, en alguna zona donde la guerrilla tenía mucha influencia. Pero en secreto nada le veía de grato a esos pubis tersos vistos en las pinturas como La maja desnuda que deja ver su escaso vello.
Las dos familias salen de paseo a los baños de La Negra en una de esas salidas con el padrino fotógrafo Joaquín Hernández, su esposa y los primos, sus hijos, y mis padres y mis hermanos con el propósito de probar sus automóviles con los que solo viajaban a Medellín.
La Negra tenía fama como lugar de pescadores y de veraneo. Cerca, en sus orillas, había varias carpas de lona que son como la parte civil de las tiendas de campaña: paseo de personas que venían de Medellín donde la gente cercana, nosotros, molestábamos. En realidad molestaba que ambos padres miraran tanto a las bañistas que vestían bikini, esa versión primaria de la tanga.
Como doña Celina no quería que don Joaquín se quedara allí, y nadie la seguía, ordenó: "Es mejor que nos vamos para el otro lado de la carretera, al charco del puente, este está profundo y los muchachos de pronto se ahogan". Como esa indirecta era para don Joaquín, fuimos privándonos de mirar a esas muchachas con sus amigos que se magreaban y se reían seguro como aún se ríen de sus afectos y de la mentira que dijeron para salir de paseo.
Doña Celina se había cambiado su ropa recatada por un vestido de baño entero, azul marino, por más señas, Catalina, el vestido de las reinas, pero ella nunca fue reina, salvo en ese lugar anónimo: el hogar. Ese era el vestido de las reinas de belleza en Cartagena, esos del pez volador en la boca de la manga izquierda. Los muchachos, es decir, los primos y las primas, mis hermanas, se arrojaban al agua que ahorcaba sus rodillas porque ese charco de La Negra en la mitad, como todos los charcos, son traicioneros, tienen remolinos ocultos, sargazos en el lecho que halan a los bañistas, cavernas oscuras que succionan también a los bañistas y un pantano que sepulta a los bañistas. Doña Celina, con su vestido azul marino, tenía un detalle, y ahí estaba el detalle, se le salían los pelos por las bocas del vestido. Podría decir, con admiración: ¡Ah tiempos aquellos!, pero no tenía tiempo para derramar lágrimas sino para mirar estos vellos o pendejos. Se veían charros y churros, sublimes, entre su carne blanca y blanda. Eran una revelación, mi revelación. Debía aceptarlos así, negros, ensortijados y gruesos, saliendo al aire libre de esa tarde que aún se iniciaba: ella como si nada y yo como si todo. Madre diciendo que me vaya a jugar con los muchachos, a chapotear en el agua. Ni por el diablo quería perderme ese espectáculo inusitado, pues sabía que esa parte oculta se hacía más oculta por el follaje de los pelos.
Leonel regresó corriendo y gritando. Nada más conmovedor que un niño asustado. Había ocurrido lo impensable, don Joaquín, fotógrafo, nunca de ocasión, había sido descubierto por una de las paseantes que al vestirse en ese vestier verde: detrás de un árbol, Eva al desnudo, lo sorprendió en una pequeña colina espiándola con un telescopio. Y Leonel decía y le gritaba: “¡Están insultando a mi papá: viejo marica, si quiere ver viejas, mírelas de frente!”. La mujer en su corola de la tarde, doña Celina, habla con mi padre y recrimina a su esposo, y luego hacen el almuerzo en ollas y con leña como si nada y nada que obedezco, pues en esta tarde, nunca gris sino luminosa, caí en cuenta que allí también existían los pelos, vellos, pendejos. Maldición eterna a esa curiosidad por los pelos o como se llamen que eran, que son, fueron, serán causa de ruptura. La mujer fue detrás de un árbol y regresó con los pelos ocultos y se acabó la tarde y debí irme a jugar con los muchachos, pendiente de que esos pelos salieran otra vez de ese lugar, su lugar. Esa era otra forma de censura, que ella fuera a arreglarse los pelos, y dejarme con tantas preguntas en la punta de la lengua.
Me preguntaba si todos los pelos conducen a Roma, cuando al regreso doña Celina preguntó: “¿Dónde está Joaco?”. Palabra que le decía Joaco. Así a secas: Joaco. Y de una mandó al mayor, a Leonel, a que buscara a su papá. Su papá había regresado al charco de carretera para mirar las bañistas y chapotear lleno de gozo junto a ellas. A lo mejor suponía que los pelos, pendejos, de doña Celina, nos entretuvieran un buen rato. Cierto, don Joaquín, se convirtió en una suerte de héroe. No solo era un enamorado empedernido, amigo de padre en aventuras de fundar periódicos, poetas, y fotógrafo él, sino el dueño del misterio de revelar las fotos: quien tenía el archivo, es decir la memoria de nosotros, habitantes del pueblo. De una parte dejaba ver el otro rostro de las personas mayores que también tienen malicia, es decir no son tan serios, sino que ocultan a los niños su mundo. Don Joaquín proyectaba las películas de 16 milímetros, en el zaguán, a un costado de su cacharrería, a los invitados a la primera comunión de cada uno de sus hijos. Eran las películas sobre un corredor de autos. Iluso lo busqué varias veces, varios días para mi foto de primera comunión que demoró unos seis meses.
Vuelvo a la página del cine de El Colombiano, miro los anuncios del Sinfonía, del Bolivia, del Guadalupe con cine pornográfico; sociedad decadente que comercia con el cuerpo de la mujer, que la vuelve no un ser sagrado sino un objeto público, me decía, en el colmo de mi crítica: así nunca serán libres, nunca mostrarán ese aspecto materno, bello, de quien da a luz. Sociedad decadente que solo piensa en la mujer como objeto de deseo. Esas eran mis diatribas de un cineasta desprogramado que no quería mirar películas pornográficas sino buen cine que tuviera enseñanzas, moralejas, que fuera culto o, en caso contrario, cine de terror o películas de vaqueros. Era el colmo que dieran ese tipo de cine morboso, lúbrico, lujurioso.
Claro que venció la curiosidad. Si por la boca muere el pez por los ojos muere el señor de la mirada y se extravía el vago del cine. Iba por un teatro en medio de una fosca noche, hubiera escrito Dante, si hubieran inventado el cine en su época y obvio que él también hubiera asistido. ¿Sí o no? ¿Quién muere por los ojos? ¿El lince? Hablo de un animal que no conozco por el tacto sino visualmente: en láminas. Venció mi curiosidad espoleada, disfrazada por el deseo. Allá iría en la tarde.
No quería saber nada de Pelota de trapo, la película sobre fútbol en blanco y negro, ya que existían esos dulces y sonoros y luminosos títulos que eran una provocación y una invitación: Las casadas engañan de cuatro a seis, que daba la impresión de ser algo soberbiamente lujurioso. Esas sí eran las aconsejables. Existía el inconveniente mayor: no me permitían entrar, por lo que resolví seguir leyendo el diario. Mejor busqué las aventuras, las travesuras de esos gánsteres locales: el Mono Trejos, Toñilas, el Pote Zapata, Petra Moneo y Ramón Cachaco, quienes merecían titulares en los diarios debido a sus asaltos a joyerías y bancos.
Luego esa página se hizo más inflexible. Malas: Problemas amorosos de tres colegiales; Adultos: Julia, El boxeador espiritista; Adolescentes: Led Zeppelin, Lo que el viento se llevó, Bilitis; Todos: El niño biónico, Tarzán, Hércules contra Roma. Publicidad indirecta. Lo prohibido empezaba a llamarme la atención. Eran las primeras películas que iría a ver, luego seguía la recomendación de las películas para adultos, adolescentes y niños. Estaba jarto de El conejo de la suerte en la tele. Quería acción y para ello debía arriesgarme.
En los teatros se puede entrar a soñar despierto toda clase de sueños colectivos que nunca interpretó Freud, el de las sombras luminosas del cine, porque Medellín no solo es un lema: "La ciudad de la eterna primavera", sino que es la ciudad de las sombras eternas en los teatros, del cual el espectador de cine se apropia. Si en el teatro griego los actores escondían el rostro detrás de sus máscaras, los otros teatros no tienen sino una máscara total: su noche perenne para esculpir y esconder el rostro de los cinéfagos.