Número 62, febrero 2015

Las barras, los volteadores, los pabludos fueron algunas de las palabras del momento. La 10, La Villa, El Futuro, La Canilla fue una geografía del momento. Los bates, las manoplas, las cadenas, las pericas, los fierros, las piñas fueron las herramientas del momento. Los barrios se juntaban y los jóvenes caminaban.

 

No hay futuro que perder
Juan José Gaviria.
Ilustración: Mónica Betancourt
Fotografías: Archivo José Juan Posada

 
Ilustración Mónica Betancourt

Furia temprana gallito escolar
Canta bravero, me quiere sonar
Fina y afila en severo tropel
Crispa calles, gana piel.

Parlantes

 

La calle 10 de Medellín parece demasiado pequeña al final de la tarde. Los carros se apretujan en la estrecha subida y los transeúntes deben esquivarse para no chocar entre ellos. Los viernes la gente habla más duro que el resto de la semana y, en ese ambiente de bulliciosa ebriedad, los forasteros podrían pensar que la ciudad está de feria. Bajando, sobre el costado sur, una cantina con rocola y luz violeta ocupa el lugar en el que funcionaba la licorera Yogui y, un poco más abajo, desde la avenida, puede verse el parque de El Poblado como un bosque enano que gravita en torno a un balso.

Aquel frío viernes de octubre llegué puntual a la cita en la esquina de la buñuelería. El primero en aparecer fue Ale. Lo había entrevistado unos días atrás en su casa de amplios ventanales y pisos de madera en el municipio de El Retiro. A sus 46 años se ve muy joven. Sus rasgos cálidos están interrumpidos por una cicatriz en la mejilla y pequeñas marcas en los párpados. Cuando se ríe cierra un ojo y su expresión parece la de un pirata. Ale nació en la zona de Los Balsos, en una finca de ocho cuadras que su papá después parceló. En su memoria de chamán, El Poblado es un mapa en el que aparecen viejos nombres de los que conoce el origen. Ahora que la comuna catorce es una maraña de edificios, Ale puede recitar los nombres de las construcciones y recuerda las familias a las que pertenecían los lotes. Para él, como para el resto de las personas que entrevisté, el origen de la Barra de la 10 es confuso y difícil de explicar.

En 1985 un enorme guadual se elevaba en el lote contiguo al centro comercial Oviedo. Bajo el manto de su sombra, cuatro muchachos permanecían silenciosos y acuclillados mientras se pasaban los cigarrillos. El olor acre del bazuco se mezclaba con los sonidos del viento, las hojas y los pocos carros que transitaban la avenida. En las primeras horas de la noche, cuando los efectos empezaban a desaparecer, los jóvenes caminaban en silencio hacia el norte, veían las enormes casas que todavía quedaban a lado y lado de la calle, pasaban junto a Finale, el bar que inauguró una época en el sector y que estaba por desaparecer, atravesaban el parque de El Poblado y seguían hacia Castropol, Peña Rubia y Florida Blanca. Entre ellos iba un joven de pelo largo, ojos cafés y rasgos finos al que llamaban Ale.

Por aquel entonces, José Juan Posada caminaba desprevenido por la calle10. Tenía diecisiete años, era alto, su pelo castaño caía rizado sobre su espalda y los brazos largos y fuertes se cerraban en dos muñecas gruesas que sostenían dos manos de galeote. Vivía en Envigado, adonde había llegado después de que sus papás se separaran y vendieran su apartamento en Suramericana. El muchacho trabajaba en la agencia de publicidad de su tío en el Parque Lleras como una forma de terapia. Ya había sufrido varias adicciones y participado en rituales profanos sacados de los libros de Aleister Crowley. Para bajar desde el Lleras a la avenida, José Juan debía pasar junto a la licorera Yogui, un local enrejado que se atravesaba en el descenso por la 10. Afuera, en los muros de las casas vecinas a Yogui, un grupo de muchachos recostaba sus figuras desafiantes.

José Juan llegó un poco después a nuestra cita en el parque de El Poblado. Se veía fuerte. Llevaba la cabeza rapada en los costados y una línea de pelo desde la frente hasta el cuello. La leñadora de mangas cortas dejaba ver dos amplios tatuajes. Uno representa un pentagrama esotérico rodeado por una circunferencia cuyo centro era su codo. En el otro brazo, en la parte interna, una cara de ultratumba parece animarse con cada movimiento del brazo. También una especie de alambre de púas envuelve una de sus pesadas muñecas en un trazo casi inacabado. Ale y José Juan se saludaron con efusividad. Aunque se habían visto en algún encuentro accidental en un centro comercial, nunca se habían reunido desde aquellos años. José Juan tomó su cerveza y miró al parque atestado de jóvenes que conversaban sobre los muros y las aceras. Se siente un fundador de esa forma de ocupar la ciudad. “Esto ya no parece mi parche… Ni una peleíta ni nada…”, dijo antes de reírse.

Roque era un joven robusto, rubio y de mediana estatura que José Juan ya conocía desde la Barra de Sura, llamada así por las torres de Suramericana. Fue él quien lo invitó a quedarse en Yogui. Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, la acepción número veintiuno de la palabra “barra”, de uso limitado en algunos países suramericanos, se refiere a un “grupo duradero de amigos que comparten intereses comunes y suelen frecuentar los mismos lugares”. La de Sura era una barra de niños dispuestos a defender su territorio, una actitud generalizada por aquel entonces en los barrios de clase media de Medellín y que se materializaba en la expulsión de cualquiera que consideraran un intruso. Los niños de las barras sabían pelear y eran expertos en ignorar el miedo. Los de Sura se habían enfrentado a los de Naranjal, Conquistadores, Carlos E. y La Iguaná.

Además de Roque, en Yogui también estaban ‘Conejo’, Freddy, Germán, Rúa, ‘El Mono’, Tomás, ‘Ari’ y ‘Yiyo’. Los rostros eran familiares entre ellos. Todos se habían visto alguna vez, todos conocían la reputación de José Juan, todos sabían que era un buen peleador y que cargaba rabia. El Poblado era ahora una amalgama representada de manera precisa por lo que ocurría en esa esquina. Medellín había ganado quinientos mil habitantes en la última década y El Poblado se había convertido en uno de los sectores de mayor crecimiento. Familias de todos los rincones de la ciudad llegaron a la Comuna 14 y ahora la minoría la formaban los viejos apellidos que le daban nombre a las lomas surorientales de Medellín. José Juan recuerda que Ale y sus amigos, los habitantes originales de El Poblado, lo “habían hecho correr un par de veces”. Ahora que se encontraban en Yogui, el respaldo de la barra era una garantía. Ale, por su parte, solo recuerda que vio a los muchachos en la licorera y se quedó con ellos.

La barra se consolidó a partir de 1985. Muchachos de Provenza, Manila, el Lleras, El Frito y otras zonas de clase media de El Poblado llegaron a Yogui. También aparecieron jóvenes de sectores como Patio Bonito, Astorga y Santa María de los Ángeles. El magnetismo del grupo tenía que ver con una fuerza que parecía dominar la ciudad. En botellas, termos y galones se disolvían en alcohol pastillas de toda clase, particularmente Rohypnol; sobres y paquetes con marihuana, cocaína y bazuco se cargaban en los bolsillos como si fueran chicles. Varios de los muchachos eran huérfanos de padre o madre, algunos vivían con sus abuelas, otros eran hijos de nuevos ricos, ninguno tenía derecho a ser un simple curioso: el que se sentaba en Yogui tenía que estar dispuesto a actuar. La ciudad era el epicentro de un terremoto que resquebrajaría al país y las alcaldías no entendían lo que ocurría en la calle. Entre 1980 y 1988, año en el que se implementó la elección popular de alcaldes, Medellín tuvo siete mandatarios. Algunos gobernaron apenas por unos meses. La buena fama de ciudad responsable en la prestación de servicios públicos y espacios urbanos tenía el factor estabilizante de las Empresas Públicas de Medellín, una especie de monarquía institucional. Pero en cuanto a lo que pasaba en la calle, las cosas parecían de competencia nacional. En la práctica, de nadie.

El Mono venía del Centro y se había mudado a una enorme casa ubicada en la transversal superior con la loma de Los Balsos, la zona en la que creció Ale. A diferencia de Roque, quien era nervioso y explosivo, este tenía el don de la empatía. Era alto, delgado, rubio y bien parecido. Su mamá había trasladado La Whiskería, su negocio, a la zona de El Poblado. Era una mansión de amplios salones a donde llegaban José Juan y los demás para ver a las muchachas. También iban políticos, empresarios, mafiosos, policías, militares y toda clase de ciudadanos. Las ciudadanas, por su parte, eran jovencitas universitarias, hermosas contrataciones traídas del otro lado de la ciudad o putas comunes y corrientes como las de cualquier otra casa de citas.

Todos decían que El Mono era un buen piloto de motocicletas. José Juan lo esperaba en la portería de su casa (ya para aquel entonces vivía en la transversal inferior, unas cuadras abajo de La Whiskería) y se montaba sin miedo. Los parrilleros como él no abrazaban al chofer y nadie usaba casco por esa época. José Juan se echaba hacia atrás y cruzaba los brazos o los extendía a lado y lado de la motocicleta. El ruido del motor acompañaba la conversación esporádica de los dos amigos mientras zigzagueaban entre los carros. Cuando parqueaban, el parrillero veía en los ojos rojos de El Mono las horas de trasnocho en el negocio de Los Balsos.

Por aquel entonces, José Juan sentía que había dejado de tener un hogar cuando sus papás se divorciaron, pero se reconfortaba con la familia que había encontrado en la 10. Si uno de los muchachos peleaba, todos lo seguían y formaban una trifulca que terminaba con brazos y piernas rotas, hematomas y rostros deformes. En los bares, sillas y mesas volaban por los aires, las botellas se quebraban en los cráneos. La 10 sabía pelear, eso estaba claro. En la esquina superior de Yogui todavía hay una pequeña carpa roja que hace las veces de pérgola. Sobre ese plástico templado, José Juan y sus amigos escondían bates, cadenas, chacos, manoplas, pericas, patecabras, varillas y cualquier cosa que hiciera daño. A José Juan le quedaba fácil estirarse, levantar el brazo y empujar la lona. Las armas caían al suelo y cada uno recogía la suya.

Se decía que los de la 10 eran “volteadores”, la palabra que hizo carrera en Medellín para referirse a alguien que sabe pelear. Los policías de la estación de El Poblado llamaban por su nombre a los muchachos cuando los llevaban presos al calabozo. Si los agentes pretendían llevarse solo a uno de ellos, al menos otro de la barra hacía méritos para acompañarlo. La manera más eficaz era pelear con un policía.

Esta orilla ya tiene dueño

Al otro lado del río, en el suroccidente de la ciudad, un ambicioso proyecto había cambiado la geografía. La Nueva Villa del Valle de Aburrá se fundó en 1985 en medio de Belén Las Mercedes, Miravalle, Los Alpes y Laureles. Unas dos mil personas llegaron al nuevo centro residencial. Parejas jóvenes y trabajadores de todas las industrias, en general miembros de una clase media en ascenso, encontraron en La Villa un buen lugar para vivir. Las plazoletas comerciales se convirtieron en sitios de encuentro para jóvenes y niños que habitaban los apartamentos, pero también para muchachos de los barrios circundantes. Al igual que en la otra banda del río, un grupo de jóvenes ya era conocido como la Barra de la Villa: Escobar, ‘Pulga’, ‘Chino’, Uriel, ‘Mantequilla’, René, ‘Breaking’, ‘Cuca’, ‘Yiyo’. Al igual que en El Poblado, la zona atravesada por la carrera 80 se convirtió en un polvorín de jóvenes sin miedo. Aunque no tenía el carácter monolítico de la Barra de la 10, La Villa centralizaba la acción de grupos como La Canilla, La 84, Miravalle, El Emperador, El Pinocho, Los Colores, Conquistadores e Higos.

Desde que los de la 10 supieron de la existencia de La Villa, la rivalidad fue inmediata. José Juan, Roque, el Mono y los demás se habían obsesionado con defender su territorio de los foráneos y El Poblado se convirtió en un espacio vedado para ‘los villosos’. Fiestas de quince, inauguraciones de centros comerciales, el Festival de la Cerveza que se realizaba en el Palacio de Exposiciones, eran los lugares en los que estallaba el taco. Uno de los villosos recuerda una fiesta de quince en el Mueso El Castillo en la que José Juan irrumpió en el salón con un grito: “¡Dónde están los villosos para darles a esos hijueputas!”. Las peleas era monumentales y la violencia entre los dos bandos llegó a niveles que sobraban el código penal. Entre algunos de los miembros de las diferentes barras de adolescentes, los bates y las cadenas dieron paso a pistolas, revólveres y armas de mayor alcance.

Por aquel entonces, los lugartenientes del Cartel de Medellín habían emprendido la labor de unificar su control sobre los combos de la ciudad. Personajes como ‘Pinina’ y ‘Enchufle’ empezaron a aparecer también en los barrios de estratos altos y ganaban simpatías con pequeñas dádivas o con su evidente despliegue de poder. Así mismo, aparecieron personajes de ese entorno en otros niveles. En Yogui, por ejemplo, era común ver a ‘Gustavito’, el hijo del más importante socio de Pablo Escobar, su primo Gustavo Gaviria. Algunos recuerdan también la llegada a la ciudad de la familia de Griselda Blanco, entre ellos dos de sus hijos que serían asesinados en una discoteca y en presencia de uno de los villosos que pude entrevistar. Pequeños guiños empezaban a verse como alianzas de poder y entre los jóvenes de las barras se empezó a hablar de respaldos de ‘pabludos’ y otros grupos. Medellín era una olla a presión.

En 1986 José Juan fundó la banda de punk I.R.A. Sus canciones tronaban contra el poder. Maldita autoridad, Payasos de acero, Barquizidio, Publicidad política kagada, eran algunos de los títulos. La rabia se vertía ahora sobre las guitarras y los micrófonos, y logró un rápido reconocimiento entre algunos jóvenes de la ciudad. Pero no abandonaba su amistad con su gente de la 10 y con quienes parecían destinados a sucederlos, los de la Barra de El Futuro. Esta última debía su nombre a una urbanización construida en el extremo sur de Patio Bonito, al occidente del parque de El Poblado y a las orillas de la avenida de Las Vegas.

José Juan y Ale me dijeron que en un momento llegaron a ser más de cuarenta sintiéndose parte de las barras de El Poblado. “Vamos a patrullar”, recuerdan que decían cuando salían a hacer un recorrido en el que una parte subía por la 10 y otros caminaban a la avenida El Poblado para subir por Zúñiga. Los dos bandos se encontraban en algún lugar en la transversal superior y seguían juntos su recorrido.

Nadie sabe cuándo o cómo la Barra de la 10 dejó de ser un grupo compacto. Tal vez nunca lo fue y solo los unía la adrenalina gregaria de las peleas y el descontrol de las fiestas. José Juan solo recuerda que cada vez estaba más inmerso en el mundo underground. Ale, por su parte, sabe que su precoz matrimonio lo alejó de la calle y del grupo. Caminamos hacia la esquina superior del parque y nos adentramos en el corredor que bordea el Multicentro Aliadas, sobre la avenida El Poblado. Ale señaló un local al otro lado de la vía donde se encuentra Drogas La Rebaja. “Ahí quedaba primero Finale y después Arrecife, dos barcitos donde nos hacíamos mucho”, me dijo.

Muchos dicen que El Poblado cambió ahí, en el casi olvidado, y para muchos inolvidable, Finale. Hasta ese momento, mediados de la década del setenta, el centro de la Comuna 14 era una zona residencial y pacata que se concentraba alrededor de la iglesia con ladrillo a la vista inaugurada a principios del siglo XX. Con Finale, la vocación del barrio mutó imperceptiblemente. El plato estrella era el steak pimienta. Un grupo de artistas condimentaban el lugar, Óscar Jaramillo, Félix Ángel, Ethel Gilmour y Martha Elena Vélez. Cada tanto se exhibían los trabajos de alguno de los “once antioqueños”, como llamarían después a esa generación de pintores y dibujantes.



 

Una década más tarde Finale desapareció. Al otro lado de la cuadra, el bar y restaurante Anclar empezó a funcionar con cierto éxito. Los jóvenes de la 10, ahora más adultos, entraban para tomarse un trago o comer alguno. Ale era uno de los más constantes. En Anclar aparecieron mujeres que venían de lugares desconocidos, criaturas misteriosas que habían llegado con los hombres que ahora ocupaban las mesas. Allí se sentaban ‘Chirusa’, ‘Choza’, ‘Enchufle’ o el mismo Pablo Escobar, quien había llegado por primera vez a El Poblado en 1977 cuando compró una casa cerca del Club Campestre.

Fue por esa época cuando el centro comercial Monterrey abrió sus puertas. Los de la 10, y sus sucesores de El Futuro decidieron conquistar el lugar. Se libraron batallas con la gente de La Villa, quienes habían aceptado el reto y se mostraban cada vez más provocadores. En una ocasión irrumpieron en la 10. Iban en dos carros, patrullando. José Juan estaba con sus amigos no muy lejos de allí. “Llegaron los de La Villa, nos van a levantar”, le dijeron desde una camioneta. Se montó de un brinco al platón junto a otros amigos. Dos motos los acompañaban. Pararon en la esquina de Yogui para bajar los bates y las cadenas que tenían en la pérgola. El sonido del metal, el ruido de las llantas y los insultos debieron asustar a los vecinos. Uno de los carros de La Villa se volcó en el cruce de Vizcaya, y José Juan y los demás saltaron de la camioneta para bajar a los intrusos. La golpiza fue brutal. Uno de los de la 10 perdió un dedo de un navajazo.

A finales de 1988 la barra se había atomizado. La tragedia de Medellín se vivía también en las calles de las clases privilegiadas. Yiyo, Rúa y Capeto, tres miembros de la 10, aparecieron asesinados en el norte de la ciudad. Un rumor recorrió las calles. Se decía que había grupos de limpieza interesados en eliminarlos, pero ninguna versión fue confirmada. Después murió Ari también sin explicaciones. Por La Villa cayó El Chino, le dispararon en la cabeza cuando estaba en el mall de La Fe. El Apocalípsur del que se hablaría más tarde, los más de seis mil asesinatos en 1991, podía ya sentirse desde aquel entonces. Los muchachos de la 10 sufrieron varios atentados. José Juan recuerda que alguna vez les hicieron una redada en el bar La 21, en Zúñiga. Le rompieron la cara con un tubo mientras lo interrogaban. Querían saber para quién trabajaban los muchachos de El Poblado.

A finales de la década a José Juan se le veía por las calles con una cresta que se hacía con jabón para lavar ropa. Había perdido un ojo al caer de un carro en una persecución policial y, tras regresar de México, a donde sus papás lo enviaron para tratar de salvarlo, solo quería saber de punk. En las madrugadas, después de sus excursiones a lo que por aquel entonces empezaron a llamar las comunas, donde se vivía con mayor fuerza el mundo underground, el líder de I.R.A. llegaba al parque para terminar la jornada. Allí se encontraba con los de la 10, con quienes ya no compartía muchos gustos, pero seguían siendo sus amigos. Después de sus noches de farra en las discotecas de moda —Kevin’s, San Mateo, La Baviera o Acuarius— era normal que alguno de los antiguos visitantes de Yogui se apareciera para rematar.

Aquella noche, El Mono llegó enfiestado. Los punkeros estaban recostados en la puerta de la nave izquierda de la iglesia de El Poblado. La vieja plaza estaba casi desierta a las dos y media de la mañana y El Mono parqueó su moto junto al atrio. José Juan celebró la llegada de su amigo con abrazos y apretones de manos. El Mono dijo que tenía que orinar y caminó hacia el callejón que forman el muro del costado norte de la iglesia y la construcción vecina. Fue cuando José Juan y los demás oyeron los disparos. El Mono estaba en el piso y la sangre brotaba de su cabeza. Algunos lo arrastraron para montarlo a un carro mientras los últimos reflejos electrizaban el cuerpo. José Juan detuvo la turba que gritaba y su voz se oyó bronca y definitiva: “Déjenlo tranquilo”. Se agachó y le cerró los ojos a su amigo de la 10, lo abrazó y lo acompañó a morir. “Andate fresco, Monito”, le repetía, en una letanía insistente.

Han pasado veinticinco años desde la muerte de El Mono. Ese frío viernes de octubre, José Juan, Ale y yo bordeamos el parque, atravesamos la avenida y pasamos junto a los Perros de Lucho para subir al atrio. En esa venta callejera fue donde comenzó la persecución en la que José Juan se sumió en un coma del que despertó sin un ojo. Ale recordó que una vez, en medio de su desenfreno, subió un Suzuki hasta el atrio y golpeó la puerta principal del templo. La iglesia de San José de El Poblado estaba abierta y con un carro estacionado en el vestíbulo.

Arriba, en el atrio, José Juan contó cómo habían matado a El Mono y dramatizó el momento en que cargó el cadáver de su amigo para decirle que se fuera tranquilo. Cuando le pregunté algo más, quiso que no me fijara en el quiebre de su voz y tomó fuerzas para que las palabras salieran sin fisuras. A José Juan todavía no le gusta que lo vean débil. Después nos llevó al túnel que forma el muro norte de la iglesia con el edificio contiguo y señaló dos agujeros casi imperceptibles. “Esos son los disparos”, dijo.

La noche estaba todavía muy joven, pero ya ellos no son los muchachos de la 10. Ale iba a recorrer más de cien kilómetros en bicicleta al día siguiente y José Juan estaba esperando a su mujer para tomarse una cerveza y guardarse temprano. Los dos hombres se alejaron y la fugaz resurrección de la barra volvió a desvanecerse en el asfalto. A medida que se alejaba, varios músicos que estaban por ahí saludaron con respeto a José Juan.

La Barra de la 10 se extinguió sin firmas ni actos de clausura, tal como había surgido. Uno de sus últimos muertos fue Roque. Lo asesinaron algunos años después que a El Mono. Estaba en la calle 10 cuando recibió el balazo. Hubiera sobrevivido, pero era nervioso y sufrió un paro cardíaco cuando lo llevaban al hospital. Poco tiempo después, José Juan se fue a vivir a Estados Unidos, donde tocó en bares míticos del punk, como CBGB’S y Coney Island High, en Nueva York, y varios más en Orlando, Fort Lauderdale y Miami. Regresó a Medellín en 2009 y todavía hace música, pero su actividad principal es el comercio de ropa en los pueblos del oriente. Vive en Santa Elena con su mujer y su hijo, y procura no ir a Medellín. Ahora que mira atrás, tiene claro que sin el amor y la persistencia de su mamá y su hermano jamás habría sobrevivido a aquellos años. “Ellos se merecen todo el crédito”, insiste. En un cajón de su casa tiene un guión cinematográfico que se inspira en lo que ocurrió durante aquellos años. Quiere enviarlo a la convocatoria de estímulos del Ministerio de Cultura. José Juan trabajó en el staff de La vendedora de rosas. El director le propuso que actuara pero él no quiso y se conformó con hacer parte del equipo de producción. Desde entonces se enganchó con el cine. Ale, por su parte, logró consolidar hace más de una década una empresa de manejo de residuos sólidos. Es un hombre próspero y se ha convertido en un ciclista consumado.

Es domingo en la noche y llueve apenas. La calle 10 y el parque de El Poblado están desiertos. En un bar de la esquina dos mujeres se besan y un hombre viejo las mira con lascivia. El enorme balso del centro del parque se mece por encima de los carboneros y demás árboles. El de El Poblado es un parque como cualquiera. Entonces recordé lo que respondió uno de los villosos cuando le pregunté por qué intentaban entrar a El Poblado si sabían que habría problemas: “¿Ah, y por qué no?”, dijo. Tenía razón. ¿Por qué no? UC

Fotografía: Archivo José Juan Posada

Fotografía: Archivo José Juan Posada

Fotografía: Archivo José Juan Posada

Fotografía: Archivo José Juan Posada

 

 

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