Fotonovelas y cultura psi
Andrés Ríos Molina*
Durante el siglo XX los términos provenientes de la psiquiatría y el psicoanálisis llegaron al habla y la mente cotidiana. No solo se popularizaron los criterios para comprender la enfermedad mental, aprender a reconocer al “loco” y saber cómo tratarlo, sino también para comprendernos a nosotros mismos, nuestras emociones, sentimientos, filias y fobias a partir de referentes “científicos”. A este proceso de masificación de conceptos provenientes de la psiquiatría y el psicoanálisis se le conoce como Cultura psi. Saberes que han colonizado la vida íntima: los sueños, la vida sexual, las relaciones familiares y los roles de género al brindarnos principios para definir lo aceptable y lo reprobable, la cordura y la locura. Términos que se gestaron en la psiquiatría en la segunda mitad del siglo XIX han colonizado el lenguaje de la cultura: todos hablamos de histeria, neurosis, psicosis, manía, demencia, paranoia, alucinación, delirio…, y desde hace unos años hemos sido testigos de la paulatina desaparición de la tristeza, que ha mutado a la enfermiza depresión. Hemos psiquiatrizado nuestro lenguaje y las formas de entendernos.
También el psicoanálisis ha hecho lo suyo: trauma, narcisismo, inconsciente, Edipo o castración son términos que se han instalado como referentes habituales. Hemos incorporado todos esos conceptos como herramientas para clasificar y comprender las formas de comportamiento humano en función a una tenue frontera entre lo normal y lo anormal.
¿Cómo transitan los saberes psi del terreno científico a la vida diaria de todos los mortales? Los medios de comunicación, el arte, la literatura y el entretenimiento se han encargado del trabajo. La locura y sus saberes han estado presentes en el cine, el teatro, la literatura, las artes plásticas. El gabinete del Dr. Caligari (1920), Last Flew Over the Cukoo’s Nest (1975), Frances (1982), Sybill (1976), Spider (2002); Hitchcok, Buñuel, John Nash, Ibsen, Nordeau, Van Gogh, los surrealistas, todos los poetas malditos, José Asunción Silva, Epifanio Mejía… La lista es larga. La locura ha sido una fértil estrategia narrativa usada para representar los laberintos de la mente.
Sin embargo, la conexión entre los saberes psi y la cultura no se limitó a los sectores “cultos” de la sociedad. Por ejemplo, después de la Primera Guerra Mundial comenzó a circular en América Latina el semanario Cine Mundial, que se imprimía en Nueva York e informaba los pormenores de las películas y actores de moda. En su interior, entre 1931 y 1933, hubo una sección llamada Psicoanálisis, donde los lectores enviaban cartas describiendo sus sueños que eran interpretados por un supuesto psicoanalista. Para una mirada purista y ortodoxa, estas manifestaciones serán clasificadas como un psicoanálisis “silvestre” ergo desdeñable; pero para quienes nos interesamos en la cultura popular, estas son valiosas rutas para calibrar la apropiación masiva de términos e imaginarios del mundo psi.
Fueron numerosos los periódicos, revistas y comics donde el psicoanálisis se hizo presente, como lo ha demostrado Ely Zaretzky en su libro Secretos del alma. Historia social y cultural del psicoanálisis. En el caso latinoamericano la fotonovela hizo lo propio, y en este género México fue vanguardista y, como suele ser en este país, masivo: en las décadas del sesenta y setenta se llegaron a imprimir hasta un millón de ejemplares a la semana. Este fue un género de transición entre el cine melodramático y las telenovelas, cuya edición barata permitía el acceso de las clases populares a las “nuevas historias de siempre” en un periodo donde la asistencia a cine se redujo y la televisión todavía no llegaba a la totalidad de las familias.
En la búsqueda de las huellas de la locura en las fotonovelas encontré dos de amplia circulación en México: Manicomio y Traumas psicológicos. La primera tiene la estructura clásica del melodrama, mientras la segunda está inspirada en una fantasía sexual masculina. La primera es una lectura “sentimental” para un público femenino, y la segunda una ojeada “erótica” dirigida al público masculino. Ambas apelan a la emoción para vincular al lector: Manicomio mueve al llanto y Traumas psicológicos a la erección.
Manicomio formó parte de una triada de publicaciones que entraron en circulación de manera simultánea bajo la producción editorial de Vicente Ortega Colunga (1917-1985): Monstruos e Islas Marías. Este hombre fue de los primeros editores en llevar mujeres semidesnudas a revistas que alcanzaron una alta popularidad como Latin Señoritas, Yo y Caballero; la primera fue la versión de Playboy en México. Además, Ortega Colunga publicó dos fotonovelas de alto impacto: La vida deslumbrante de María Félix y Vida y Amores de Pedro Infante, con las que rompió récords editoriales al tirar doscientos cincuenta mil ejemplares por semana. Ortega Colunga fue director de una de las más conocidas revistas erótico-culturales de mediados de los setenta Su Otro Yo, donde se publicaban escritos de Renato Leduc, Gustavo Sainz y Carlos Monsivais.
En Manicomio, la “locura” era la principal protagonista. El encierro y el mundo de la psiquiatría aparecían como telón de fondo de historias con las características propias del melodrama, presentes en todas las narrativas populares, desde las canciones y el cine hasta la historieta y la radionovela. El aroma de la narrativa melodramática es fácilmente perceptible en Manicomio, tanto en los temas como en los personajes: hombres y mujeres cuyo destino promisorio y feliz termina en tragedia y sufrimiento debido a la irrupción de la locura.
En un mundo donde el rico es malo y el pobre bueno, el camino a la felicidad se ve obstaculizado por las drogas, el alcohol, las mujeres malas y el sexo fuera del matrimonio; trampas interpuestas por el fatídico “destino”. Pero, además, en esta fotonovela es constante la presencia del psiquiatra, del manicomio y del lenguaje científico para comprender la locura. Como muestra un botón de la camisa de fuerza:
“Hay seres predestinados a sufrir un destino trágico; todos los acontecimientos de su vida se ven envueltos en sucesos llenos de dramatismo; es como si su sino les negara, toda posibilidad de ser felices. Así fue la historia de Luisa Pardo. Triste y desolada. Cuando tenía 15 años sufrió el primer golpe: ¡su madre perdió la razón!”.
Mientras la joven es llevada a la fuerza por dos trabajadores del manicomio, lo que deducimos por sus batas blancas, dos vecinas que vemos de espaldas nos dan su punto de vista, a manera de opinión pública: “¿Se la llevan al manicomio?”, “Sí, pobre muchacha, lo que estará sufriendo”. En este tono las dos mujeres, como una voz colectiva y anónima, predisponen al lector y le dan la bienvenida al mundo del sufrimiento, elemento propio del melodrama: la locura como sinónimo de sufrimiento y el manicomio como escenario del mismo.
El número titulado Tengo un hijo anormal es una típica tragedia donde el destino se encarga de que si las cosas salieron mal, salgan aún peor. Es la historia de un hombre que creció en un hospicio para huérfanos, espacio asociado a una infancia triste y, en consecuencia, cuna de “un complejo de inferioridad que le impedía tener una vida social normal”, y origen de un pasado oscuro como misterio a desentrañar.
La noche en la que fue abandonado un canasto con un niño frente al orfelinato definió el fatídico rumbo de Salvador. Creció, se convirtió en hombre de bien, trabajador, sin vicios, conoció una buena mujer con la candidez, la ternura, abnegación y belleza que la convertían en la esposa ideal. Pareja ideal, matrimonio idílico, tuvieron un hijo y eran muy felices, la vida les sonreía, pero después de unos años notaron que el niño no era “normal”… No hablaba, tenía un retraso mental. El culpable: la herencia nefasta por el lado paterno, la familia desconocida, ya que del lado materno todos eran “limpios y decentes”. Pero eso no fue suficiente. El padre guardaba el arma de dotación que le daban en su trabajo y una noche el niño la tomó y se disparó en la cabeza. La pareja envejeció cargando la culpa, llorando a solas en el cuarto del niño muerto y entre lágrimas y sufrimiento pedían disculpas a su hijo por haber sido malos padres.
Pasemos del melodrama a la sexualidad incontrolada. El subtítulo de Traumas psicológicos era una invitación a deslizarnos hacia las intimidades resguardadas por el especialista en los laberintos de la mente: Del archivo secreto de un siquiatra. El principal argumento de esta serie es que las mujeres tienden a la locura. En los doce fascículos que pude consultar solo hay casos de locura femenina. Lisa de Liz, actuando como Laura, tenía un “terrible complejo de inferioridad sexual”. Rosario, la esposa del señor Cabrera, enloqueció por las llamadas de Daria, la mujer que le quiere quitar al marido. Carmen era una sonámbula por culpa de la represión sexual a la que ella misma se sometió por años, hasta el día en que llegó su sobrino de visita y su deseo sexual la llevó a caminar, sin tener conciencia de ello, hasta la cama del sobrino para tener sexo con él, regresar a su cama y al otro día no recordar nada.
Un argumento constante en esta fotonovela es que la locura aparece como consecuencia de un trauma del pasado. El concepto “trauma” es entendido como un suceso tan impactante emocionalmente, que genera un “complejo” que, a su vez, se traduce en conducta “anormal”. Veamos un caso. La sensual Cristina no confiaba en los hombres. Atendía un almacén de ropa en un centro comercial y veía el coqueteo entre los jefes y las vendedoras. Ella les hacía ver a sus compañeras que la amabilidad de los hombres ocultaba intenciones perversas. Pese a su desconfianza llevaba tres meses con Juan, quien la veía pasar de la amabilidad al enojo en cuestión de segundos. El problema radicaba en que a ella solo lograba erotizarla el recuerdo de Alberto, su amor de adolescencia. Mientras tenían sexo fueron sorprendidos por el padre de ella quien la maltrató verbal y físicamente. “Las palabras del brutal hombre se quedaron como parte de su memoria”. Este fue el suceso traumático que la llevó a tener conductas anormales. Cuando Cristina comenzaba a besarse con el novio los recuerdos y temores que le llegaban a su mente la paralizaban. De repente, se armó un problema terrible cuando el novio de una compañera le tocó la mano a Cristina por accidente y ella se convenció de que él quería seducirla para después aprovecharse. Estalló en una crisis neurótica en el almacén frente a sus compañeros de trabajo. El narrador nos dice: “Cristina se fue desquiciando a medida que hablaba y la gente la miraba con miedo y lástima”. Y continúa “Al fin afloraban sus instintos mal encaminados y carcomidos en el fondo de su subconsciente”. En cuestión de segundos llegaron los enfermeros y se la llevaron al manicomio.
En la última escena la vemos con una camisa de fuerza y aterrorizada por el recuerdo traumático: el castigo del padre. Traumas psicológicos presenta pues historias construidas en la lógica de las fantasías sexuales masculinas: que la esposa enloquezca y le deje a la sobrina en reemplazo; que después de irse con la amante, la mujer enloquezca y muera en un manicomio; que la esposa del tío llegue a la cama todas las noches a tener sexo y al siguiente día se levante como si nada; además, en medio de la crisis de pareja la recomendación terapéutica del psiquiatra es el divorcio.
Siguiéndole los rastros a la cultura psi, llegué a estas fotonovelas. La figura del psiquiatra, la génesis de la locura, los síntomas y los tratamientos que se plasman en estas series fueron adaptados a su propia lógica: el melodrama y la literatura roja. Una desde la tragedia y la otra desde la fantasía sexual masculina. En una la locura era un designio del destino, y en otra los traumas aparecían en las mujeres sexualmente reprimidas. En ambas publicaciones aparece el psiquiatra y la psiquiatría para validar patrones de exclusión, el niño de orfelinato tiene un pasado peligroso, que lo convierte en una amenaza genética. Los prejuicios se basan en un estereotipo de la mujer buena, recatada y reprimida, versus la mujer mala, erotizada y sin traumas; lo cual pone a la locura del lado de la mujer recatada. Los hombres aparecen como sujetos buenos dispuestos a tener sexo y víctimas de la locura de las mujeres. Mitos que transitan por los miedos, las fantasías, las filias y las fobias que estructuraron los modos de sentir y pensar. Mitos que se han etiquetado con términos científicos que se han hecho habituales, pero que al fin de la historia son remasterizados con la complicidad de la cultura machista y el omnipresente melodrama.
*Profesor Universidad Nacional Autónoma de México