Número 62, febrero 2015

Los Resguardos fueron la policía más brava de comienzos del siglo XX.
Cuidaban las rentas del alcohol y perseguían los alambiques como ahora se buscan los laboratorios. La garganta oficial de los departamentos era implacable. Pero el “chirrinche” se convirtió en “exquisito burbujeante de cereza”. La receta: maracuyá, agua y azúcar.

 
 
 

Fiesta y maracuyá
Tatiana Acevedo. Ilustraciones: Verónica Velásquez.

 

Brígida Maldonado hacía un chirrinche muy fuerte en Ocaña pero con el tiempo los clientes y los chismes atrajeron al Resguardo. El chirrinche es un licor hecho con panela y agua. Los Resguardos eran grupos de hombres armados que defendían el monopolio del gobierno sobre la fabricación y comercio de trago. Mientras la cuadrilla cruzaba el zaguán (y consciente de la agresividad con que se realizaban estos decomisos) empujó la tinaja al piso y el chirrinche cayó en los zapatos del Resguardo. Luego del decomiso siguió haciendo trago, pero para ella. Para condimentar su malgenio porque como los señores del resguardo, Brígida era agresiva. Se casó con Rito y tuvo a Eliécer.

Por pereza del marido, que no quiso trabajar para comprarle unos uniformes, el niño creció sin ir al colegio. Aprendió a manejar para trabajar como camionero y luego como contrabandista de whisky, yendo y viniendo de Venezuela. Eliécer hizo plata en los cincuenta. Compró vacas, hizo fiestas y tuvo hijos. Era tan mala persona que nadie se puso triste cuando murió de cáncer a los cuarenta y cuatro.

Con la plata del camión y de las vacas, su viuda (mi abuela Geno) mandó a cinco hijos y dos hijas a estudiar a la universidad. Entre los que acabaron primero la carrera estaba mi tío Emilio, que estudió química farmacéutica en la Universidad de Antioquia y se convirtió en el primer profesional de la familia. Recién graduado fue profesor de un colegio en Medellín, enamoró a una alumna de once grado y viajó con ella a Bucaramanga. Al comienzo y en la olla tuvo que arrimarse a vivir con la mamá, que le prestó una pieza en la que se acomodó con la exalumna y un bebé nuevo. No sé si pensó en Brígida, el chirrinche, en Eliécer, en el whisky. O en que el trago y el goce de los demás empujaba a la familia para arriba. Pero llegó con la idea de montar una fábrica de vino.

No un viñedo, una fábrica. Arrendó una casa en el barrio Alfonso López y diseñó varias máquinas y procedimientos. Había tanques grandes de plástico azul y olía todo muy fuerte como cuando cualquier cosa se fermenta. Se trabajaba siempre con maracuyá. “Nuevo Caprichio, aperitivo de manzana” o “vino Caprichio, exquisito burbujeante de cereza”: todo era maracuyá, agua y azúcar. El misterio y el éxito dependían de una fórmula secreta del sabor que mi tío preparaba en la oficina. Había que deshacerse de cualquier recuerdo del maracuyá y darle gusto y color artificial, como a un chicle.

Se empezaron a vender muchas cajas y mi tío se volvió seguro y sabelotodo. Trataba de hablar bien, con muchas palabras. “Sigan, pasen para adelante y hacia adentro por favor”, decía cuando llegaba la visita y ofrecía de inmediato una “bebida refrescante”. Compró varias colecciones del Círculo de Lectores. Una de cuentos de amor franceses, una historia del arte, otra de la sexualidad humana. Nunca intentó, sin embargo, acercarse a élites más establecidas. Su hijo fue a un colegio de clase media, no hizo muchos amigos y se rodeó de todo tipo de familiares que viajaron a participar de la bonanza. En el noventa se compró una casa en un conjunto cerrado con piscina y tapizó varios techos con madera, como lo hacían usualmente los ricos búcaros a pesar del calor. Fue un periodo de fiestas. De cumpleaños, primeras comuniones bailables, discos de Los Diablitos y serenatas de mariachi. La familia probó la champaña y aumentaron los regalos de oro. Hasta yo, que en esta historia soy un personaje periférico, recibí una cadena y escogí un dije del perro Snoopy.

El vino de durazno se vendía particularmente bien, quizá por la fascinación que producía esta fruta, ajena a una región de mango y mandarina. A mi primo Pedro y sus hermanos los dejó solos el papá. Por eso, a pesar de que eran niños trabajaban en la fábrica después de salir del colegio. El tío Emilio les pagaba por lavar botellas y pegar etiquetas hasta bien tarde en la madrugada.

En 1992 mataron a Rafael Orozco y días después se murió mi abuela Geno de un infarto fulminante. Varias de sus hermanas ocañeras vinieron desde lejos y en bus al velorio, pues ya no vivían en el gran Santander sino en Valledupar. Tuvieron que irse por falta de trabajo y miedo de que los hijos o nietos cayeran (o quisieran irse) en batidas de cualquier grupo. En el sur del Cesar, a unas horas de Ocaña, se formaban los primeros grupos paramilitares.

A la fábrica de Caprichio le iba mejor que nunca y Bucaramanga, como mercado de borracheras, se estaba quedando pequeña. Mi tío Javier, que vivía en Barranquilla, donde trabajaba como ingeniero, había empezado a interesarse por el negocio. A finales de los noventa tuvo la idea de trasladar la fábrica principal a la costa y le propuso a su hermano Emilio recibirlo como socio. Empleado desde siempre, estaba cansado del trabajo de oficina e imaginaba la vida de empresario como un sueño emocionante. Era 1999 y a Barranquilla entraba el Bloque Norte, bajo el mando de ‘Jorge 40’. En el país el presidente Pastrana, en su Plan Colombia, le declaraba la guerra a la hoja de coca e intensificaba las fumigaciones con glifosato. Como el maracuyá es barato y está libre de sospecha, el negocio despegó más que antes. Empleados y estudiantes de la familia renunciaron a sus oficios estables para participar en la nueva fábrica. El 31 de diciembre de ese año, todos nos vestimos de blanco para llamar a la buena suerte. Las mujeres nos untamos escarcha en los párpados para atraer la energía positiva. Pero, con los meses, nos fuimos tropezando entre las trampas y trancas de la movilidad social.

La alianza entre los dos hermanos se reveló imposible. Los gustos del uno avergonzaban al otro. El tío Javier se preocupaba por encajar por las buenas, sin incomodar las formas. Su esposa se esforzaba por practicar la zalamería y aprender la elegancia, copiándoles la decoración navideña a las vecinas del barrio. El tío Emilio no comulgaba con la sobriedad. Él y su esposa vestían conjuntos de seda coordinados, al estilo Binomio de Oro. No se sintió bien recibido en algunas unidades residenciales del norte de la ciudad y decidió construir una propia.

Cada cual derrochó a su manera. Es fácil pensar que el tío Emilio, con sus pintas e incursiones en la decoración de interiores gastaba más. Pero es falso. Aparentar compostura e intentar parecer un rico de tradición es más costoso: admisión en el club con todos los sobornos del caso, preescolar bilingüe, universidades privadas, viajes de buen gusto (a Nueva York por ejemplo), apartamento en Bogotá con piso de madera. Para agravar la situación, la esposa del tío Emilio acogió a la familia que había dejado atrás en los ochenta. Una serie de hermanas y cuñados (exaspirantes a estafadores, artistas del tatuaje, pitonisas, divorciadas y cantantes de balada) fueron llegando desde Medellín.

Todos, los gomelos y los nuevos ricos, se encontraban en el centro comercial Buena Vista. La esposa del tío Javier miraba por encima del hombro a la esposa del tío Emilio y sus hermanas. Las paisas, presas de un resentimiento legítimo, juraron venganza. Los hermanos se dejaron de hablar. Ambos se acusaron, disolvieron la sociedad empresarial y se demandaron penalmente. El día de la diligencia judicial el tío Emilio llegó drogado con Xanax. El drama maduraba y las responsabilidades de la fábrica, que cada día eran mayores, recaían sobre mi primo Pedro y sus hermanos. Si a finales de los ochenta lavaban botellas, a finales de los noventa inventaban sabores, dirigían a los trabajadores y hacían las ventas.

La pelea entre las familias fue irreversible y no volvieron a verse más. Hijos de cada parte intercambiaron mensajes electrónicos rabiosos. Las pitonisas emprendieron conjuros. El contexto era contencioso y complicado. El Bloque Norte, que intentaba bordear el río Magdalena, controlaba ya toda la ilegalidad en la ciudad y en el departamento. Caprichio se vendía como nunca e innovaba con promesas de nuevas sensaciones: “Caprichio Drink Whisky, te transporta a vivir momentos inolvidables”. “Licor de Aguardiente Cocoanís: que produce una sensación de alegría y motivación”.

Pasaron unos años y, con el tío Javier fuera del negocio, comenzaron los problemas dentro del círculo cercano al tío Emilio. Fiesta larga, intoxicaciones con alcohol, demandas por alimentos, embarazo adolescente, desorden de cuentas. La esposa (y exalumna) lo mandó a seguir por un detective. No sé qué encontró, pero decidió dejarlo y quitarle la plata. Avariento, el tío Emilio decidió sacar a mi primo Pedro y a sus hermanos de cualquier escritura o pacto implícito. Los muchachos, montados en una rutina de trabajo pesado y despilfarro desde muy niños, no habían ahorrado un peso ni tenían cartón de estudios. Con el robo, cayeron en la ruina.

El tío Javier volvió al trabajo de oficina y su esposa alcanzó el sueño de ser una señora de costurero. El tío Emilio montó otra fábrica donde vende “delicias con sabor a vodka” y escribió un libro de superación personal llamado Cuando la cabeza no se usa el cuerpo sufre. Mi primo Pedro y sus hermanos, que fermentaron maracuyá todos los días durante veinte años, fueron el daño colateral de la fiesta. Algunos se enfermaron, abrumados por el guayabo y la desilusión. Otros venden agua en los pueblos, al sur del Atlántico, donde la fama de su fortuna no llegó y los pisos ni son de madera ni de cerámica sino de tierra. UC

 

Ilustraciones: Verónica Velásquez

Ilustraciones: Verónica Velásquez

 
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