Número 62, febrero 2015

En medio del debate migratorio en Estados Unidos, los colombianos se perciben como los aventureros de la clase media: ni tan pobres como centroamericanos y africanos, ni tan ricos como blancos y asiáticos.
 

El colombiano culero
Edwin Giraldo. Ilustración: Cachorro.

 
 
 

¿Y tú qué vienes a hacer aquí a la cocina?
—me preguntó Daniel, un joven salvadoreño que conocí en Café Salsa, un restaurante latino que recién abría sus puertas en el verano del 2009 en la calle 14 de Washington, DC.
—Vengo a recoger la comida. Soy el nuevo food runner —respondí con desconfianza, pues era mi primer día y esperaba otra bienvenida.
—¡Va! ¿Pero cómo es eso, si tú eres colombiano? —replicó el centroamericano.
—¿Qué tiene que ver el hecho de que sea colombiano? Vine a trabajar. ¿Tiene algo de malo? —le dije.
—Pues me parece muy raro porque todos los colombianos que conozco hablan inglés, son meseros y hacen plata. Vos sos el único culero que viene aquí a recoger platos.

En la jerga salvadoreña, culero es la grosería comodín. Se refiere a la persona que usa el culo para el placer sexual, aunque en ciertos contextos se convierte en una expresión fraternal. Es como gonorrea en Medellín, una forma vulgar de insultar al enemigo o reírse con el amigo. Este tipo de palabras no deberían aparecer en una publicación que respeta el idioma, pero con ellas entendí un poco mejor cómo nos perciben otras culturas en Estados Unidos.

Pasó un mes desde mi debut en Café Salsa. Me iba muy mal. Mi jefa, Isabel, una caleña, quería echarme desde el principio. Supongo que nunca se soltaba el cabello para mantener su impecable estilo militar. Cuando llegaba al restaurante, hacía una ronda por las mesas revisando el brillo de los vasos. Una huella digital en el cristal podría significarle menos horas de trabajo a un empleado, y por eso los veinte segundos de requisa daban pánico.

Una vez me sugirió que buscara trabajo en otra cosa, porque “gente como yo no debería estar ahí”. No supe si lo dijo por mí entonces inútil título universitario, o por lo inútil que era como trabajador. Y nunca lo sabré. Seis años después, averigüé que Isabel pagaba diez mil dólares de renta por el local, que sus cheques con frecuencia resultaban sin fondos, y que huyó para Colombia porque tenía problemas de impuestos con el Servicio de Rentas Internas (IRS por sus siglas en inglés), que en Estados Unidos mete más miedo que una corte federal.

Isabel nunca decía groserías, pero era cruel conmigo. Daniel y sus amigos las decían todo el tiempo, pero solo querían burlarse de mí.

Un día, como de costumbre, llevé la comida al lugar equivocado porque no entendí el número de silla y cliente. Esto alivió la noche aburrida de Daniel y sus amigos, quienes no paraban de murmurar en la cocina condimentando mi desgracia. Esa noche de sábado finalmente hice estallar una bomba de frustración que tenía adentro:
—¡No me jodan más malditos pirobos! —les grité con energía. Me desahogué, me sentí bien.

Imposible olvidar la reacción de esos tipos. Estaban felices, se reían como si hubieran escuchado el mejor chiste y, peor aún, me pedían con insistencia que repitiera la palabra desconocida. Con gusto lo hice:
—¡Malditos pirobos!

Lo que nunca imaginé es que ese insulto sería mi condena. Hasta el día que me echaron del restaurante, nadie volvió a llamarme por mi nombre. Para ellos, yo era ‘Pirobo’, el colombiano que recogía la comida.

Sin duda, entre la comunidad hispana de Estados Unidos hay una extraña fascinación por Colombia. Desde lo bueno, como las selecciones de ‘El Pibe’ y ahora James; hasta lo malo, con la cultura traqueta de Pablo Escobar. Aunque me prometí no ver El patrón del mal, sucumbí porque no soportaba mi ignorancia en tantas conversaciones con centroamericanos, mexicanos, venezolanos, y hasta una colega argentina que me encanta. La única vez que pude captar un buen rato su atención fue para explicarle qué tan real era la serie.

Pero esta fascinación también se sustenta en un estereotipo construido por nuestros connacionales en medio siglo de historia. Según la Cancillería, 4.7 millones de colombianos viven en el exterior, de los cuales el 36 por ciento están en este país. Se cree que unos cuatrocientos mil están indocumentados, y la comunidad más grande está en Miami Dade, Florida.

Por su parte, el Centro de investigación Pew asegura que el porcentaje de colombianos en Estados Unidos que viven en la pobreza es del trece por ciento, una cifra inferior al promedio general del país. Para el 2011, el ingreso promedio de un colombiano mayor de dieciséis años en Estados Unidos era de veinticuatro mil dólares al año, mejor que el promedio general entre hispanos pero inferior al de la población total. Y además, el sesenta por ciento de los colombianos en Estados Unidos habla muy bien inglés. Tenía razón Daniel el salvadoreño, cuando me criticó por ser food runner y no mesero. (El food runner no habla con el cliente y cobra una mínima comisión de la venta final. El mesero convence al cliente de consumir y cobra, en Washington, una propina promedio del dieciocho por ciento).

Pero no es una tendencia nueva, según Juan González, un periodista de origen puertorriqueño que escribió Harvest of Empire (La Cosecha del Imperio) para contar la historia de los hispanos en Estados Unidos, las primeras olas de colombianos llegaron en los sesenta. A diferencia de cubanos y dominicanos, no eran perseguidos políticos. Tampoco contratistas o campesinos como puertorriqueños y mexicanos, sino en su mayoría trabajadores con mano de obra calificada, provenientes de la clase media, y más blancos que negros, un detalle que en esa época significaba la diferencia entre la felicidad y la tristeza.

Los colombianos, cuenta González, escapaban de la crisis industrial y la inseguridad creciente en la segunda mitad del siglo XX: asesinato de Gaitán, La Violencia, Farc, ELN, narcotráfico, en fin. Esas personas —unos 72 mil en los años sesenta— no necesariamente buscaron trabajo en restaurantes y sastrerías, sino en puestos calificados, lo que les permitió superarse rápidamente. De hecho, los primeros negocios colombianos en prosperar no fueron cacharrerías, compraventas o panaderías, sino imprentas. Fue la época dorada de los impresos y era normal ver paisas, rolos, caleños o costeños maquetando periódicos. Mucho mejor que servir comidas…

Me echaron de Café Salsa porque un viernes en la noche dejé caer dentro de un ascensor más de cincuenta mojitos que iban para una fiesta en el segundo piso. Los vidrios se metieron entre la ranura por la cual se mueve la puerta y el ascensor quedó atascado. Eso activó la alarma que rechinó por una hora, llegaron los bomberos y el restaurante quedó desocupado.

 

Ilustración: Cachorro.

Era una oportunidad monumental para que Daniel y sus amigos se reventaran a carcajadas. Pero el salvadoreño, en un tono muy amistoso, se me acercó y me dijo.
—Oye, Pirobo, más arriba, aquí mismo en la calle 14, están llamando gente en un restaurante. Ve esta tarde, como a las cinco p.m.
—Listo, de una —agradecí.

Cuando llegué a ese restaurante le dije a la coordinadora que estaba buscando trabajo, que tenía experiencia y estaba listo para comenzar. Me sorprendí cuando, desde la cocina, salió Daniel, quien había aplicado más temprano y ya estaba contratado.
Yeah, yeah, he is my friend —le dijo Daniel mientras me señalaba con el índice.
¿Do you know him? —replicó la chica.
Yeah, Yeah… Good friend, good work —comentó el hombre con su escaso inglés.
Desde ese momento se convirtió en el mejor salvadoreño del mundo. Y cuando le pregunté por qué me ayudó, me respondió:
—Para eso estamos, Pirobo.

Con el paso de los años aprendí un poco de inglés y la vida comenzó a sonreírme. Ahora trabajo en periodismo y he conocido colombianos de todo tipo. Algunos me han impactado porque me enseñan que la nacionalidad es un activo para prosperar en este país.

Por ejemplo Mario, en la fría Providence, estado de Rhode Island. Hace treinta años vive indocumentado e incluso fue sorprendido con drogas ilícitas, delito federal que anuló su proceso de nacionalización a pesar de que su madre es ciudadana. Mario hace acarreos en una camioneta. También ayuda a vender carros y se emborracha todos los días. Se ríe de las noticias. No le importa que la administración del presidente Barack Obama haya deportado a cerca de dos millones de indocumentados por asuntos tan graves como asesinato, y tan tontos como exceso de velocidad. Mario, candidato perfecto a la deportación, llega a su casa inconsciente de la borrachera. Lo llevan sus amigos: los policías de Providence.

—Ese es un alcohólico, vago, difícil, pero aquí todo el mundo lo adora porque tiene una personalidad muy especial —dice su madre.

En una marcha al frente de la Casa Blanca conocí a Gustavo Torres, director de la Casa de Maryland, una institución que atiende a comunidades hispanas. Es uno de los activistas más influyentes en Washington. Tanto que el mismo Obama lo recibió en su despacho para discutir los alivios migratorios anunciados a mediados de noviembre. Torres llegó a comienzos de los noventa. Huyó del barrio Castilla, en Medellín, para que no lo mataran las bandas criminales. Y aunque no terminó su carrera en derecho, se defendió con versatilidad: periodista, albañil y hoy promotor de políticas migratorias con mucha presencia en los medios de comunicación.

Otro es Juan González, tocayo del escritor arriba mencionado, y dedicado a la política. Es un cartagenero que se nacionalizó y hoy trabaja como asesor del vicepresidente Joe Biden para América Latina. Pocos saben que los asuntos diarios de la política de Washington hacia nuestra región no pasan por el escritorio de Obama, sino de Biden. Y que este último, cuando tiene una duda, levanta el teléfono y llama a González, quien ya pasó por el Departamento de Estado, una oficina en el Congreso, universidades prestigiosas y los conocidos cuerpos de paz en Guatemala.

Por supuesto no somos una comunidad perfecta. He visto en cortes a los peores criminales implorando clemencia para no podrirse en la cárcel. El paramilitar Salvatore Mancuso; el guerrillero Gerardo Aguilar, alias ‘Cesar’, carcelero de Ingrid Betancourt; los asesinos Terry Watson, el agente de la DEA víctima de un paseo millonario en Bogotá; y hasta Mauricio Santoyo, el otrora poderoso general de la república que cuidaba a Álvaro Uribe mientas trabajaba a sueldo para la mafia.

Todavía vivo en la calle 14 y paso caminando todos los días al lado del restaurante en donde trabajaba con Daniel. Hace poco tiempo entré a saludarlo, pues sigue haciendo lo mismo. Siempre pienso en lo que dijo a sus nuevos compañeros:
—Yo conocí a ese culero. No servía para nada, pero véalo ahora haciendo plata. Así son los colombianos.
Somos afortunados, por esa fascinación que generamos.
UC

 
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