Número 62, febrero 2015

Feria de oficios
Juangui Romero Toro. Fotografías: Juan Fernando Ospina

 
 

Cerca de mil familias, entre ellas la mía, obtienen el sustento de la Feria de Ganados de Medellín. Hoy, más que nunca, sus integrantes quisieran saber cómo los afectará el proyecto que plantea construir una ciudadela universitaria y un centro de espectáculos en este lugar; aunque hasta ahora se dice que la Feria de Ganados simplemente será reducida. Como suele suceder con estos grandes proyectos, solo el tiempo acallará los rumores, que una vez más —en 2003, Luis Pérez intentó cerrarla para construir una urbanización, un parque y un centro comercial— comienzan a flotar sobre el ambiente de pueblo de la Feria, en el que conviven camioneros, ganaderos, comisionistas, arrieros, bañadores de ganado, ayudantes de camión, meseras, comerciantes, vendedores ambulantes, desempleados y mendigos que por años han hecho sus vidas allí; incluido mi padre, quien ha ido semana a semana durante sesenta años.

Volver a la Feria de Ganados, casi veinticinco años después, para escribir una crónica sobre su dinámica diaria, ha sido como ver la segunda parte de una película que disfruté muchísimo de niño. En ese entonces, durante las vacaciones escolares, cuando mi padre me llevaba de paseo en su camión y desembarcábamos al final del viaje los novillos gordos que traíamos —la mayoría de las veces desde Planeta Rica o Montería—, el arribo a ese gran corral, casi siempre de noche, era algo muy emocionante.

En los años ochenta, la fila para descargar en la Feria comenzaba cerca de la fábrica de Solla en Bello, sobre la Autopista Norte, es decir, un kilómetro antes de llegar. Cada camión debía sumarse a una especie de procesión que muy lentamente se apoderaba de uno de los carriles de esta autopista. Todavía recuerdo cómo la gente que pasaba en los buses y los autos rumbo a sus casas clavaba la mirada en las miles de reses encerradas en las carrocerías de los camiones.

Tres o cuatro horas después, justo antes de desembarcar, entraban en acción —tal como sucede hoy— los cisqueros: las personas encargadas de desamarrar las compuertas de los camiones y limpiar las carrocerías, cuando llega el momento de botar el amasijo de estiércol y orines mezclado con la cascarilla de arroz o viruta de la madera utilizadas por décadas para cubrir los pisos de las carrocerías, con el fin de que el ganado sufra menos mientras viaja allí encerrado; el mejor abono de la ciudad, utilizado por decenas de viveros.

Mientras camino otra vez por el llamado “Patio de Arriba” y la zona de descargue, zigzagueando entre los camiones como lo hacía durante aquellas noches de mi preadolescencia, muchas de las situaciones que veo me resultan familiares: los camioneros que conversan junto a sus carros mientras esperan el turno para descargar; el chofer que de repente deja al grupo de compañeros para orinar en la llanta trasera de un camión; los animales cansados de su encierro que, también de repente, se estiran dentro de la carrocería y la hacen temblar, mientras el conductor intenta calmarlos como si se tratara de unos niños que han armado un pequeño alboroto; y esa gran diversidad de vendedores ambulantes que se saludan con los camioneros como viejos conocidos y les ofrecen sus productos.

Están los que cambian los extintores viejos; los que remiendan las carpas; los que ofrecen accesorios para celulares; el mecánico ambulante que atiende los males menores de los carros; el que vende medias y pantaloncillos tipo bóxer; el señor que toda la vida ha vendido pellones: las sobretelas repletas de flecos que se utilizan para proteger la cojinería de los camiones; los que venden palancas y llaves de mecánica y, por supuesto, los que venden comida: pandequesos, fritos, café, jugos.

Los camiones que traen el ganado gordo comienzan a llegar los sábados en la tarde, y muchos arriban en las noches, como ocurría hace años, aunque hoy solo se descargan animales durante el día. Los domingos lo hacen los primeros noventa carros, siguiendo una operación que comienza a las ocho de la mañana y va hasta el mediodía; y los lunes, el resto de los camiones. Ese día se pesan todos los animales que han ingresado a la Feria. El ganado flaco o de levante, por su parte, entra sin aglomeraciones, cualquier día de la semana.

Décadas atrás, la Feria solo descansaba los jueves. Los demás días permanecía abierta las veinticuatro horas. Hoy, la proliferación de subastas en las distintas regiones ganaderas del país y la comercialización directa de los animales en las fincas, le han bajado intensidad a la dinámica de este lugar, cuya historia se remonta a 1874. Ese año, algunos campesinos comenzaron a reunirse en calles céntricas de Itagüí para comercializar sus animales. Lo mismo comenzaría a suceder después, en 1880, en las laderas de la quebrada Santa Elena y mucho más tarde, en 1905, en el barrio Guayaquil. La cantidad de animales y negociantes se hizo cada vez mayor, razón por la cual se construyó, en 1920, en cercanías del actual puente de Colombia sobre el río, un edificio “cómodo, capaz e higiénico para la Feria o Mercado de Animales de Medellín”, tal como lo ordenaba el acuerdo expedido por el Concejo de la ciudad.

El protagonista de esa nueva feria era, sin duda alguna, el Ferrocarril de Antioquia, pues en varios de sus vagones llegaban las famosas partidas —grupos de veinte a veinticinco reses— que luego eran sacrificadas en el matadero de la ciudad o distribuidas en pequeños camiones a otros lugares. La Feria de Colombia, como muchos la recuerdan, operó hasta 1956, cuando se inauguró la actual Feria de Ganados de Medellín, ubicada en el barrio Toscana, en límites con el municipio de Bello.

***

Los lunes, la Feria es pura actividad. Desde las dos de la mañana hay gente trabajando. Son los arrieros de la marranera que comienzan su labor con la llegada de los camiones que traen los cerdos gordos, los únicos que se comercializan en la Feria y que provienen de Don Matías, San Pedro, Santa Rosa de Osos y Heliconia.

Los arrieros de cerdos, conocidos en su gremio como marraneros, son unos treinta en total. Además de encargarse de ubicar a los animales en los corrales después de que estos son registrados y pesados, los bañan y los marcan varias veces. Primero, de acuerdo con las indicaciones de los vendedores; y después, según las disposiciones de los carniceros que los compran. Luis Fernando Layos, un simpático personaje de cincuenta y tres años, cuyo porte y mirada me hicieron pensar en uno de los hobbits de El Señor de los Anillos, es hoy uno de los trabajadores más solicitados de la marranera. Él es el único especialista del lugar en abrirles la boca a los marranos machos y olerles el aliento para predecir si sus carnes tendrán mal sabor. Al momento de la castración, algunos cerdos suelen quedar con un testículo dentro del organismo, y a estas glándulas genitales se les adjudica el denominado “olor sexual”, un mal que afecta el olor y el gusto de la carne. De modo que, según lo describe Luis Fernando, o ‘Arepón’, como todo el mundo le dice, si el aliento les huele a berrinche, deben ser descartados.

También los lunes, a eso de las cuatro de la mañana, entran en escena los arrieros del ganado gordo. Un ejército de unos ciento cincuenta hombres, con edades entre los dieciocho y los 75 años, cruza en pequeños grupos la puerta que comunica la zona de descargue de los camiones con el interior de la Feria. A ninguno de ellos parece importarle el rimbombante aviso que hace años colgó allí la administración de este lugar: “Para hacer producir es necesario salirse de las oficinas, internarse en el campo, ensuciarse las manos y sudar […] Es el único mensaje que entienden el suelo, las plantas y los animales. Norman E. Bourlag, Premio Nobel de Paz”. Cuando le hablé de este texto a Óscar Uribe, ‘El Churro’, uno de los arrieros más antiguos, que hoy tiene 62 años y llegó a la Feria cuando apenas tenía veinte, me dijo entre risas que si de ensuciarse se trataba, simplemente esperara hasta el mediodía para que viera cómo terminaban ellos de sudorosos y llenos de mugre.

La gran mayoría vive en los barrios aledaños a la Feria y empezó en el “cachilapeo”, es decir, bajo las instrucciones de otro de mayor experiencia que los llevó un buen día para que abrieran y cerraran las puertas de las básculas, o que les enseñó a poner y quitar el enorme tronco de madera que impide que los animales se devuelvan una vez se hallan en el corredor de pesaje; los oficios en apariencia más sencillos. En los corrales, el ritmo es otro: “Para ser arriero hay que estar en la jugada. Uno está moviendo unos animales y por detrás pasan otros que van para el corral de al lado, y si entre ellos viene uno rebotado, hay que esquivarlo como un puntero derecho con el defensa; o si no, lesionado y pa fuera de la cancha”, me comenta El Churro, quien al escucharme hablar de fútbol con otros arrieros comprende rápidamente que esa es la mejor manera de entendernos, o mejor aún, de contarme que esa era su posición como futbolista, y que incluso en 1984 salió campeón del famoso torneo de fútbol “Medellín sin tugurios”, promovido por Pablo Escobar. “Yo era el puntero derecho del equipo que patrocinaba la hacienda Villa Milena. Eso nos pagaban por cada partido y por cada gol, y mucho más de lo que me hago aquí en un mes”.

Como la administración de la Feria ha incentivado en los últimos años diversas prácticas que tienden al bienestar de los animales, en lugar de los tradicionales zurriagos, los arrieros de hoy cargan unos palos pequeños que tienen en la punta flecos de plástico. Cuando uno mira de lejos la zona de los corrales, da la impresión de que algunos de los arrieros sacudieran a los animales en vez de arriarlos. Como complemento a esas particulares escobas, a las que muchos arrieros no terminan de acostumbrarse, algunos prefieren pararse en frente de los animales, si hay que detenerlos; o correr a su lado, si hay que apurarlos. Otros levantan las manos, y casi todos recurren a los atávicos gritos que han caracterizado por siglos este oficio: “oooeee, oeee, jíooo, jíooo…”, aunque también hay algunos que recurren a los nombres genéricos, pero alargados: “Vacaaa, vacaaa, torooo, torooo, novillooo….”. Por su parte, los más jóvenes intentan imponer su estilo: “Vamos Vanessa, a ver mi niña, a ver mi niña, moviendo el culito”. Desde los balcones que hay dispuestos para que la gente vea los animales cuando descienden de los camiones hasta que son montados en las básculas, es fácil ver cómo las reses son en su mayoría muy sumisas y siguen casi siempre la ruta que marca la de adelante.

En la zona de la pesada, que es una de las más concurridas los lunes en la mañana, se hallan también los marcadores, o sea los empleados de la Central Ganadera encargados de pintar en la piel de cada animal la numeración que da cuenta del corral al que será destinado, el lote al que pertenece y su ubicación dentro del grupo. Arriba de las básculas, en unas pequeñas oficinas, otros empleados de la Central Ganadera imprimen los tiquetes que indican el peso exacto de cada animal. Años atrás eran famosas las enormes cantidades de dinero que se apostaban al calcular a ojo el kilaje exacto del ganado. Hoy, a lo sumo, unos cuantos visitantes se atreven a pregonar sus pronósticos; e incluso, no falta quien diga que los números que han salido (379, 423, 412…) son los que ganarán en tales o cuales loterías.

El ganado traído por los noventa carros descargados el domingo es pesado entre las cuatro y las seis de la mañana del lunes. A esas horas, los celadores del Patio de Arriba comienzan a despachar hilera por hilera los camiones que llegaron después, con el fin de que las reses que estos traen sean también pesadas; y así, hasta agotar existencias, como dicen en los comerciales. Mientras esto sucede, los recibidores de ganado les ordenan a algunos de sus arrieros que lleven los animales ya pesados hasta los corrales que circundan los pasillos destinados para la compraventa del ganado gordo. Allí, los comerciantes mayoristas, que pueden recibir cincuenta o más viajes de ganado cada semana, los negocian con los representantes de las grandes carnicerías del Valle de Aburrá y también con los “menudeadores de ganado”, quienes, a su vez, se los revenderán a los pequeños carniceros de esta región.

“Yo he visto salir a mucha gente de aquí voleando el llavero, después de haber llegado con doscientos o trescientos millones”, me comenta ‘El Cacharrero’ para ayudarme a entender la otra cara de un negocio que, a pesar de funcionar muy bien en medio de tanta informalidad, tiene sus historias negras. “Un puño” de ganado gordo vale aproximadamente veintiún millones, una cifra que se multiplica unas 350 o más veces cada semana, de acuerdo con el número de camiones que ingresan a la Feria. Más de siete mil millones de pesos que se negocian basándose en la palabra y la confianza que se profesan un centenar de personas que, en la mayoría de las ocasiones, solo se ven cada ocho días. Y como soporte de semejantes transacciones solo quedan las firmas que unos cuantos dejan en las hojitas de los listados de los animales, que hacen las veces de informales letras por pagar. Por eso cuando alguien incumple los pagos, la estructura tambalea y en ocasiones se va al piso.

“Aquí ha habido gente que después de perderlo todo se ha suicidado y otros que simplemente dejan de venir por un tiempo cuando se quiebran y después regresan como si nada. Todavía hay mucho cínico suelto”, me dice El Cacharrero, quien desde su óptica de vendedor ambulante me dice, a modo de recomendación, que mientras el intercambio de tiquetes está en pleno furor, él no les ofrece nada ni a los comisionistas ni a los compradores:
—Los lunes ellos no le paran bolas a nadie, y es mejor que usted tampoco les pregunte nada.
—¿Y entonces, usted a quién le ofrece cosas hoy? —le replico.
—Ellos podrán ser los que más plata mueven, pero yo traigo de todo —me contesta—. Ahí están las gentes de los negocios, los de las oficinas, los recibidores, los camioneros, y ellos mismos cuando ya se desocupan porque si les va bien, algo le compran a uno.

El Cacharrero y yo nos dedicamos a la observación del mundo de los grandes comisionistas de la Feria. La mía pretende ser observación participante, y la suya, siempre más efectiva, es pura observación de negociante, pues enseguida me ofrece el lapicero de James Bond, el elemento estrella de su inventario, repleto de pequeñas llaves de mecánica, lociones, gafas y linternas.

—Romerito, usted que sí ha estudiado y entiende de tecnología, mire este lapicero espía. Vea la camarita que trae junto a la tapa. Apenas para que grabe a los comisionistas de ganado que usted me dice que no quieren darle entrevistas largas. Véalo. Tiene memoria de dos gigas. Si quiere se lo lleva para su casa y lo ensaya.
—¿Y cuánto vale? —le pregunto por mero formalismo.
—Eso es muy barato. Ciento cuarenta mil pesitos por una cámara y un lapicero; nada.
—No jodás, Guillermo. Y eso tan caro, ¿a quién se lo vendés aquí? ¿A un comisionista de ganado, o qué?
—No, ¡qué va!... Eso cojo corticos a diez y les armo una rifa solo entre ellos. A veinte mil pesos la boleta, y con eso libro el lapicero muerto de la risa.

Además de El Cacharrero hay otros quince o veinte vendedores ambulantes autorizados por la Administración para moverse por toda la Feria. Se trata de unas personas que, de tanto caminar por los pasillos, se han vuelto sus personajes más reconocidos. Un grupo de hombres y mujeres, la mayoría de ellos de avanzada edad, que se ganan la vida lustrando zapatos, vendiendo obleas, salpicón, cigarrillos, confites, maní, rosquitas, candados, tijeras, navajas, relojes, billetes de lotería, frutas y los periódicos Q’Hubo y Mío. Además de los vendedores ambulantes, están quienes trabajan en la zona de las talabarterías, unos veinte locales donde los visitantes pueden conseguir desde un caballito de palo o un zurriago, los juguetes favoritos de los niños que van a la Feria, hasta una báscula electrónica para pesar el ganado. Una seguidilla de casetas, de las que obtienen el sustento unas 150 familias, atiborradas de todo tipo de aperos para los caballos y las reses; implementos para las carnicerías, como balancines, cuchillos, ganchos, uniformes y botas; bolsos, estuches para celulares, carrieles, correas, abarcas, ponchos y sombreros; hierros para marcar ganado y navajas, y las artesanales sogas de cuero, fabricadas con la piel del animal después de secarla, estirarla y trenzarla.

Cientos de personas que a través de sus oficios construyen la historia reciente de un lugar cuya tradición tiene más de cien años. Y aunque para muchos la Feria de Ganados es apenas un punto de referencia cuando se sale de la ciudad por el norte, este es, sin duda, un sitio clave para la economía de la ciudad; y más aún, el centro de la vida de quienes la pisan a diario, entre ellos, mi padre. UC

 

Fotografías: Juan Fernando Ospina

Fotografías: Juan Fernando Ospina

Fotografías: Juan Fernando Ospina

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