Número 62, febrero 2015

Humo de la Sierra
Camilo Alzate. Fotografías: Rodrigo Grajales

 

Quien toma la palabra se llama Ismael Arias. Es vehemente. “¿Cómo van a meterle candela a la tierra? Es igual que si te prendieran los pies. ¿Te va a doler, no es cierto?, así mismo le duele a la tierra si la queman”. ¿Es indígena? Responde que no: “Soy kankuamo, los indios son ellos” y señala hacia una hondonada el poblado kogui de San José. En cercanías brotan pequeñas fumarolas tras las colinas. Este pueblo en la cuenca alta del Guatapurí queda asentado sobre un valle estrecho. Sobresalen viviendas circulares de barro con techos afilados en paja, matas de guineo, yuca y cañaduzales. Acá tomó posesión simbólica Juan Manuel Santos en 2010, estrenando mandato con mensajes de reconciliación, armonía con la naturaleza y respeto a los pueblos originarios.

Los potreros alrededor de la hondonada evidencian gran desgaste y agotamiento, la erosión arrasa un terreno tostado, con la textura en grietas. El suelo es arenoso. Un paisaje conformado por faldas de pastizales extensos, donde no abunda justamente el ganado pues la calidad del pasto es mala. Franjas carbonizadas, como la ladera negra junto a Maruámake (pueblo media hora más arriba), dan fe de una costumbre centenaria en la Sierra Nevada de Santa Marta: quemar el suelo.

Cuando el geógrafo y explorador alemán Whilelm Sievers recorrió la región en 1886, encontró sabanas y prados desiertos de árboles hasta los dos mil metros de altitud. Luego Gerardo Reichel-Dolmatoff atribuyó la ausencia de vegetación en grandes tramos del macizo a la costumbre periódica de hacer quemas, una práctica común a otras zonas aborígenes de América (como la Amazonía boliviana), que erróneamente se consideraba herencia española.

San José es el principal enclave kogui de la vertiente suroriental, la más árida de la Sierra Nevada. Además es el mayor de siete asentamientos kogui en Cesar. Allí José Gabriel Alimaco es una importante autoridad. Ha recorrido el país y el extranjero. Ha tratado con primeros ministros y presidentes. Sostiene que el hombre blanco no debe penetrar este territorio, considerado sagrado por los pueblos originarios: “La Sierra es el corazón del mundo. Si quieren tomar fotos que vayan a Nueva York o a Alemania, acá no”. Visiblemente molesto culpabiliza del desastre ecológico al modelo económico occidental, “están sacando petróleo, están rompiendo la montaña en el Cerrejón, llevamos dos meses sin llover y eso es por culpa de ellos. Ya debía de haber llovido pero estamos sin agua por culpa de los blancos. ¿Por qué, si nosotros los indios les dejamos un territorio tan grande como es Colombia, se tienen que venir para acá?”.

No obstante aquella cosmovisión que considera al desarrollo industrial y tecnológico un peligro para la estabilidad de la madre tierra, muchos indígenas siguen quemando las lomas en verano, acelerando la desertificación y la erosión de las montañas. Los kankuamos se desmarcan de esa práctica, o por lo menos no la realizan de modo tan constante. Etnia vecina de los kogui por el sur, notablemente más occidentalizados, perdieron su lengua a mitad del siglo pasado.

En Atánquez, centro histórico de la cultura kankuama, al atardecer un comerciante mestizo contempla una neblina densa. Flota al costado de los cerros que trazan el cauce del río Badillo. Visitantes confundidos creen que son polvaredas que levanta el viento. “No, que va… ¡humo, es humo!”. Este hombre suelta un apelativo escuchado con bastante regularidad, cargado de entonación racista: “Indios sinvergüenza, el gobierno debería meterle mano a estos sinvergüenza”. Los atanqueros son ejemplo vivo del fenómeno de colonización y mestizaje que sufre la Sierra Nevada desde el siglo XIX, convivencia nada ajena a conflictos y roces incesantes. Aún hoy muchos no se consideran indígenas aunque sean descendientes directos de los kankuis, uno de los cuatro grupos que junto a los kogui, ika y wiwa guardan “el corazón del mundo”.

Atánquez, Guatapurí y Chemeskemena, pueblos kankuamos, amanecen envueltos con una humareda. En muchas cocinas no se ha abandonado la leña, que día tras día viene de lugares más remotos. Aunque es barata, ya no es un recurso abundante, motivo adicional para generar presión sobre las franjas boscosas.

Simón Alimaco conversa pausado. La hamaca se balancea en su finca afuera de San José. Allí, pasando un pozo del Guatapurí donde la leyenda asegura que a punta de conjuros los mamos embotellaron al diablo, cruza el límite del territorio kogui con los colonos y kankuamos que ocupan la montaña hacia abajo. Simón es un dirigente curtido por igual en lidiar la burocracia estatal, los grupos armados camuflados en estas cañadas, los politiqueros de diversos colores. También es hábil manejando su comunidad o sus propios vecinos mestizos. Con sutileza escabulle la pregunta sobre las visitas de Juan Manuel Santos a la región, confeccionando un sabio aforismo: “Tú sabes que la política es de mentiras”.

Mucho más accesible que José Gabriel —quién además es su padre— Simón Alimaco habla sin prisas de la cosmovisión kogui, comenta la actualidad nacional, las problemáticas acuciantes de su grupo y los roces internos con los wiwa, etnia que habita el mismo territorio. Declara que han tenido choques recientes, confirmando rumores oídos abajo a los kankuamos de Guatapurí, caserío que coge del río el agua y el nombre. La situación es compleja; riñas intestinas, desplazamientos, peleas entre comuneros por altercados, platas, presupuestos. El poder que envenena. Al filo contrario de la montaña, por el pueblo de Cherúa en cabeceras del río Badillo, alguna gente mató un ganado de los kogui. Corre la voz de que fue en venganza contra la autoridad, ya que varias reses pertenecían a los Alimaco.

Simón es autocrítico y refuta la interpretación romántica del indígena, ser puro, no contaminado por las faltas del hombre blanco, el mito aquel del “buen salvaje” acuñado por Claude Levi-Strauss, repetido en infinitas variantes por ecologistas, hippies o sectores de izquierda. Según él, es una verdad dura, pero a algunos kogui ahora “les gusta es la plata”.

Simón Alimaco reconoce que las quemas son nocivas. Se trata de una costumbre antigua y prohibirlas es difícil por un problema de autoridad; la solución radica en fortalecer los resguardos y cabildos, el gobierno propio, para que nadie desobedezca las normas operando por su cuenta. Coincide con su padre, afirmando que los indígenas son únicos dueños de este territorio y sus legítimos guardianes.

Y aunque es cierto, fuera de fórmulas abstractas el asunto se enreda.

Como cualquier grupo humano, los indígenas alteran y afectan el entorno natural. Cantidad de ejemplos demuestran que lograron adaptaciones admirables y benévolas con los ecosistemas. Pero otras veces rompieron los equilibrios naturales, situación agravada por factores externos como el despojo de tierras fértiles, las malas prácticas agrícolas, la influencia de los colonos, el desplazamiento forzado, o dinámicas tan ajenas como el calentamiento global.

Observando el contexto se evidencia que las quemas son apenas la cara visible del problema, estimulado por una mezcla perversa. Varias bonanzas han perturbado la armonía de la Sierra. Primero fue la marihuana y en épocas recientes los cultivos de coca. Ambos negocios dieron un sustento económico que posibilitó destrozar áreas boscosas a magnitudes espantosas, en busca de nuevos suelos que reemplazaran los terrenos desgastados. A la cola de la marihuana penetró un batallón de colonos invadiendo selvas y resguardos. Nunca se fueron. Un crecimiento demográfico que no se corresponde con las mínimas ampliaciones de los resguardos también aportó su cuota. Mientras Gerardo Reichel-Dolmatoff, al elaborar el primer estudio profundo sobre esta etnia, valoraba la población kogui hacia 1946 apenas en 1.800 habitantes, ahora sobrepasan los diez mil con las parcelas agotadas en un territorio más reducido que el de antaño.

Hoy resulta difícil encontrar grandes extensiones de coca en la vertiente suroriental, menos de marihuana. Hay quien sugiere que las fumigaciones con glifosato agregaron un mayor arrasamiento del paisaje, lo que con toda seguridad es cierto. El monte abierto quedó detrás de todas las bonanzas y sigue quemándose cada año, deforestación que dio para especular bastante a mediados de los noventa sobre la agonía del Guatapurí, caudal con sitios que eran imposibles de franquear sin cables, puentes o tarabitas. Por estos días de verano hasta los niños lo pasan a pie.

La presión sobre la selva sube de altitud, arañando peligrosamente los bosques de alta montaña que encierran páramos y cimas pedregosas. Los mayores las recuerdan brillantes de nieve dos generaciones atrás, picos que entonces eran semejantes a los gorros en la cabeza de los mamos: blancos y puntiagudos.

Una superstición dañina cree que la candela atrae la lluvia. Por eso se intensifican las quemas comenzando el año, justo pasados dos meses de calor intenso que ya borraron varios arroyos portentosos. Las humaredas alcanzan dimensiones visibles hasta Valledupar, decenas de kilómetros a la distancia. Allá los periódicos le dedicaron tinta al asunto y algún secretario de medio ambiente amenazó con cárcel y cosas parecidas. Hace un año fuegos similares provocaron un incendio forestal que destruyó tres mil hectáreas de bosque en la vertiente occidental del macizo, jurisdicción del departamento del Magdalena, ocupada por colonos e indígenas ika, los célebres arhuacos. Los colonos queman bastante, sin creencia alguna, a no ser la vieja tradición de echar la selva abajo arrasándola.

El año pasado Santa Marta sufrió un grave desabastecimiento de agua cuando varios afluentes que nacen en la Sierra se secaron a causa de una persistente ola de calor, que además provocó una crisis severa en La Guajira. Caso aparte es el río Ranchería, en la vertiente norte, disminuido por los hacendados y la mina a cielo abierto del Cerrejón. A su manera José Gabriel Alimaco habla con la verdad, a pesar de las incoherencias. Si se acaba la Sierra, se acaba la vida.

Ismael descuelga por la cañada. Un poporo baila en su mochila kankuama. Él, como tantos, es testigo del deterioro acelerado y progresivo de este paisaje todavía hermoso, que en otro tiempo fue sublime. La Sierra Nevada no es la misma de la infancia. La cosecha venidera será mala y el agua se agota. Escasea la carne de monte. No se consigue leña, ni amanecen con nieve los cerros. Enfrente, en lo alto del filo, asoma una columna de humo. “Es en Avingüe”, dice cansado, “esos son los wiwa, están metiendo candela pa los lados de la Guajira”.UC

 

Fotografía Rodrigo Grajales
 

Fotografía Rodrigo Grajales
 

Fotografía Rodrigo Grajales
 

Fotografía Rodrigo Grajales

 
blog comments powered by Disqus
Ingresar