El viernes antes de Semana Santa se entregan las calificaciones de los niños en los colegios oficiales de Medellín. El tipo de vacaciones que van a tener depende en buena medida de las notas que saquen. A unos los premian, a otros los castigan, para algunos es indiferente: sus padres no les preguntan nada y las vacaciones son apenas unos días largos sin ir al colegio.
La víspera, un padre del barrio Robledo El Diamante, en la zona noroccidental, estaba preocupado. La última vez que había ido al colegio la profesora lo había regañado. Le dijo que era un descuidado, que no le estaba poniendo atención a su hija. Él se sintió ofendido, se puso digno y le dijo a la profesora que ella no lo conocía, que lo respetara. Pero había pruebas en su contra. La profesora le pasó por la cara las hojas del cuaderno de anotaciones de su hija: inasistencia, no hizo la tarea, inasistencia… El padre bajó la cabeza y pensó en la madre, a la que le podría echar la culpa aunque no vive con ellos.
Ella vive en el barrio Blanquizal, en otra montaña de la zona occidental, con tres hijos de un matrimonio anterior. A ellos también les iban a entregar las calificaciones. El padre de la niña le ayudaba a la madre en el sostenimiento de esos tres hijos, y a todos les había prometido unas vacaciones con ida a piscina y caminata al cerro El Picacho.
El día de la entrega de notas, para recibir las calificaciones de su hija el padre debía asistir primero a una conferencia de hora y media sobre comportamiento y convivencia. Llegó al colegio con la niña de la mano, saludó a la profesora amable pero serio, hizo como que iba para la conferencia pero se escapó con disimulo y se fue para su casa. Una hora y media después, de camino para el colegio, le sonó el celular. Era la abuela de los tres hijos de su ex compañera. Hablaba a los gritos, angustiada, desesperada.
—¡Qué pasa, qué pasa! —dijo el padre.
—¡Estos niños no sirven para nada! —dijo la abuela—. ¡Jeison* perdió nueve materias!
—¿Cómo así? ¡¿Nueve?! ¿Y Brian?
—Siete.
—¿Siete? ¿Y la niña?
—Ocho.
—¿Ocho? Dígales que se olviden de las vacaciones, que no sueñen con piscinas ni maricadas, que les voy a meter la pata, que no cuenten conmigo para puta mierda. Dígales así, como si les hablara un man de la cuadra.
Colgó con rabia y dolor. Sabía que más tarde los volvería a llamar arrepentido, pero en ese momento debía ser duro. Los niños viven en un barrio popular, donde cualquier debilidad se cobra con sangre. La abuela les dio la razón literalmente, como un man de la cuadra. Ellos gritaron, lloraron y patalearon.
—¡No es justo! ¡No es justo!—decían.
El padre llamó a la madre, iracundo.
—¿Qué pasa pues con esos pelados? Nosotros no estamos criando gamines…
En ese momento la madre estaba en el trabajo y no podía hablar. Le dolían las manos, rajadas por el ácido con el que limpiaba la fachada de un edificio en construcción.
—Estoy cansada, no sé qué pasó.
—Organizás esos pelaítos o no contés conmigo para nada. ¿Para qué tanto esfuerzo? —dijo el padre y colgó.
Entró al aula a recoger las calificaciones. Estaba nervioso. Lo único que le faltaba era que su hija, la que él cuida, también hubiera perdido materias. Con qué cara miraría a la profesora, a la madre, a los otros niños… Le alzó las cejas a la profesora y se sentó a esperar su turno. En la silla se tocaba la cara, se acomodaba la gorra. Pasaron varios padres al frente. Sentó a la niña en su regazo y la meció con sus piernas temblorosas. Ella intentaba pararse, pero el padre la retenía. Es hiperactiva, como él, pero además tiene un leve retraso mental y a veces es difícil de controlar. La profesora leyó el nombre de la niña. El padre se levantó y avanzó con ella de la mano. Se sentó frente a frente con la profesora, como la última vez. Se miraron en silencio. Ella pasaba las hojas del cuaderno de anotaciones lentamente, mirando al padre y a la niña de tanto en tanto.
—Excelente, Excelente, Excelente…
—dijo.
El padre descansó y sonrió. La profesora se quedó seria y él alzó los hombros. Ella sonrió. De camino a su casa, feliz, el padre pensaba en darle un beso a su madre, la abuela de la niña, quien tanto le había ayudado a cuidarla. Sonó el celular. Era su ex compañera. Se sentía apenada.
—El escándalo que armaste ahora fue por un error.
—¿Cómo así?
—Vos sabés que mi mamá es casi analfabeta, leyó mal las notas. Los niños ganaron todas las materias —el padre soltó una carcajada.
—¡No jodás! Pobres pelados. Deciles que mañana los recojo, que cuenten conmigo pa las que sea. Decíselos así, como un man de la cuadra.
*Los nombres de los niños fueron cambiados para proteger su identidad.