Fue en el verano de 2012 cuando asistí a la experiencia de la capital a plenitud, a su espectáculo de edificios y galerías y bellas mujeres, al Danubio Azul que une a Pest y a Buda y su Isla Margarita, aunque había aterrizado en su aeropuerto medio año antes. Desde el Liszt Ferenc, el aeropuerto internacional, había observado fragmentos de una urbe junto a mi hermano, que había venido de vacaciones con su mujer y conocía la ruta intrincada del ruidoso metro hasta la estación de Keleti, con su arco alto en telaraña. Desde allí habíamos tomado el tren de noche, en medio del traqueteo y la planicie del otro lado del planeta, frente a una rubia que me pareció la mujer más hermosa del mundo. Mi hermano, el otro, que vivía desde hacía un año y medio en Miskolc, me había dicho que en Hungría estaban las mujeres más hermosas, y al sentarme en el asiento del vagón le di la razón.
Meses después visitamos y recorrimos la capital bajo un calor sin brisa y me convencí de que Budapest estaba en decadencia. Observemos la acción: grupos de turistas caminan de un lado a otro, buscando ver en cada esquina una película pornográfica como las que esperan de la capital del porno europeo, o producirla ellos mismos con cuanta chica se atraviese por su camino; grupos de españoles y americanos que jamás mostrarán deferencia, hechos de ímpetu y afán carnal, una muchedumbre ebria y fuera de sí, transitan de aquí para allá detrás de sus lentes y sus gorros de pescadores. De fondo están las vías que dejaron la ocupación soviética, los Habsburgo y los turcos, las fachadas imperiales y los arabescos, los bloques de apartamentos, las inacabadas construcciones y sus maquinarias, y los coches de los que aún no se desprenden los nostálgicos que aprendieron ruso en la escuela. No hay que exagerar, porque no se necesita mucho tiempo para darse cuenta de que el auge y clímax de una civilización marca a su vez su declive.
Budapest es la Hungría que la mayoría conoce. El oleaje turístico es enorme, y no sin razón. Multitud de sitios históricos conforman esta gran urbe del este de Europa, un muestrario de las eras y desarrollos de las sociedades, y del conflicto milenario entre Europa y Asia.
Algún tiempo después me enteré de que en el pasado habían sido otras las ciudades capitales de Hungría, Bratislava una de ellas, desde 1536 hasta 1783, que los húngaros consideran mi Pozsonyuk, "nuestra Bratislava". El Danubio une a Bratislava y Budapest, y es posible realizar el viaje de la una a la otra en bote, lo cual constituye un acontecimiento inolvidable. Durante los años del imperio austrohúngaro Budapest se convirtió en la segunda capital, y desde entonces es el eje de la región. Varios momentos históricos la han moldeado como pieza de barro: fue el punto focal de la revolución húngara de 1848, que buscó la independencia del imperio y de la que se destaca el poeta de la revolución Sándor Petőfi, quien murió joven y misteriosamente –Eltőnt, mint Petőfi a ködben, "desapareció como Petőfi en la niebla" es una expresión popular–; la República Soviética Húngara de 1919, que duró de marzo a agosto, proclamó una nueva independencia y fue llamada La Revolución de los Crisantemos; la batalla de Budapest de 1945, tan sangrienta como Stalingrado y Berlín, tuvo como consecuencia la toma de la capital por el Ejército Rojo; y la Revolución de 1956, espontánea, nacional y de corta duración, fue una protesta contra los excesos de Stalin.
Es cierto que existe otra Hungría, visible no más desde las afueras, de la cual he escrito algunas líneas; sin embargo, Budapest es el eje político, económico y cultural. Quizá comparta la perspectiva de la mayoría de los húngaros que viven en el resto del país, y considere a Budapest un lugar demasiado grande y ruidoso como para sentirme a gusto. Ahora que vivo en una ciudad dos veces más grande y mucho más desordenada, al analizar mis impresiones me doy cuenta de que mi desdén hacia la capital proviene del desagrado y repulsa que me producen los turistas. Son casi siempre una peste.
En otra ocasión, en el otoño, tuvimos visitantes a los cuales condujimos a través de los sitios más renombrados, y nos convertimos ya no en turistas sino en guías complacientes. Nos encontramos en la basílica de San Esteban, una de las más grandes de Europa, en los escalones que se elevan hasta la gloria de su pórtico.
Nos abrumó la amplitud de la fachada y el peso de la roca enorme, como el eco de las imaginaciones medievales, pero aligeramos el espíritu al caminar hasta el río por las vías de cafés. Al atravesar el puente de cadenas, Széchenyi, se ensancha la respiración y la vista no alcanza a contemplar el paisaje abierto, la ciudad a los lados y el oleaje del Danubio azul que arrecia sobre las riberas. La ventisca agita las prendas y silba al cruzar el puente desde Pest hasta la otra ciudad.
Subimos hacia el distrito del Castillo de Buda entre un pasaje arborizado casi salvaje, donde se observa solo la muralla exterior engalanada, y caminamos hasta el Templo de Matías frente al Bastión de los Pescadores, cuya perspectiva de noche es la más hermosa. Y poco a poco logramos la vista de Pest más allá del río, de las torres que se alzan aquí y allá y el tapiz de techos surcados por las avenidas. El cuerpo se apoya sobre el barandal de piedra y la ciudad sucede bajo la mirada tranquila. Bajamos entre calles residenciales y reposamos un tanto en la orilla, frente al edificio del Parlamento, una perla neogótica mundial. Caminamos y la observamos desde su propia sombra, para enternecernos por el exceso del detalle logrado. Desde la Plaza Kossuth, el Revolucionario, el tranvía nos condujo hasta la famosa Andrássi utca, donde la capital demuestra su poder esencial: es una avenida comercial de la que brotan la mayoría de las embajadas, flanqueada por comensales y tiendas de moda. Es lindo caminar despacio, ver libros y sentarse a almorzar. Las fuerzas se nutren de la conversación y un plato turco, y demarcan los pasos finales.
Nos fuimos para la Plaza de los Héroes, donde mi acompañante dictó una cátedra de historia patria, primero al arco frente a las estatuas de los líderes de Hungría desde hace mil cien años, desde San Esteban hasta Kossuth, y luego frente a la columna central, donde siete caudillos fundacionales, liderados por el príncipe Árpád y su pacto de sangre, guardan al Arcángel Gabriel. Es un espacio amplio, confinado por el Museo de Bellas Artes y el Palacio de Arte; tiene el zoológico a dos pasos y la vía larga de Andrássi que lleva hasta el río.
Caminamos hacia El Parque de la Ciudad, justo detrás, hacia El castillo de Vajdahunyad que alberga ahora el Museo de Agricultura y que imita un castillo en Rumania, aunque con un estilo más similar al del Castillo de Transilvania, el del Conde Vlad III-Tepes Drâculea de Valaqua, el Empalador de otomanos.
De vuelta hacia la estación de metro, la segunda más antigua del mundo, antes de cruzar la vía, vimos pasar un espectáculo de carrozas que salieron desde el Palacio de las Artes, haladas por caballos de toda clase, llevando a bordo sucesiones de épocas pasadas según las vestimentas y los maquillajes.
Luego nos llegó la noche y nos despedimos en el tren.