Número 43, Marzo 2013
El último bazuco
De Cuentos por cobrar
 
J. Arturo Sánchez Trujillo. Fotografía: Juan Fernando Ospina.
 

 

 

 

 
 
 
El bazuco                   
como el tiempo,                  
no tiene piedad por nadie.                  

 
Fotografía: Juan Fernando Ospina.
 
 

La otrora proclamada Ciudad de la Eterna Primavera, la "Tacita de Plata", ya no era más que una tierra de lepras, maquillada con sus antiguas fábulas de raza. Y ahora cocinaba nuevas tragedias en un caldero de muerte y miseria que se prendía aquí, allá y acullá, entre sus calles sinuosas, ahuecadas, explosivas. Una ciudad desazonada que dejaban los falsos profetas de siempre y los carteles ambidiestros y revueltos.

Para entonces los prisioneros del bazuco de segunda y tercera generación asistían a su penúltima farsa. Resbalaban de tanto en tanto, sin caer al fondo. En sus últimas misericordiosas suertes, las botas de sus sucios pantalones se atoraban en una roca de la pendiente o algunos de sus hilos cerebrales agonizantes los sujetaban a un pico del acantilado. En este sitio balbuceaban mirando hacia arriba y abajo. Arriba el frío de la abstinencia les causaba miedo y dolor; abajo la romería enredada de pálidos en los sopladeros, que jugaban los últimos suspiros de la ruleta rusa, les causaba pavor. Pero los llamaba más. Como en ciertos cuadros religiosos antiguos, las ánimas del purgatorio extendían sus brazos desesperados hacia cada nuevo impostor condenado del humo.

Estos seres deshilachados asustaban. Eran solo pies y espaldas. Sus ojos hundidos se pegaban a una masa encefálica que burbujeaba, sus cuerpos se contorsionaban con los dolores que iban apareciendo en la cabeza, los brazos, las piernas, o en varias partes simultáneamente. Sus pulmones empezaban a convertirse en carbón. La piel se desprendía de los músculos y estos de los huesos. Sus enseres personales se subastaban poco a poco hasta la ruina. Crecían las deudas, compensadas con mentiras de culebrero. El tiempo se dividía entre las labores de subsistencia mínima y la bufonada rutinaria del humo.

El plomo, el ácido sulfúrico del procesamiento y otras revolturas químicas –arena, cemento, talco, que los distribuidores mezclaban a la base de coca para que rindiera–, además de hurgar lo que había entre ombligo y cerebro, convertían las yemas de los dedos índice y pulgar, y a veces toda la mano, en una costra verdosa, si no era que la piel desaparecía para dejar ver la carne en viva conmoción.

Cualquier posibilidad de afecto o lealtad se convertía en un estorbo para el absolutista rey bazuco, siempre más acá del bien y más allá del mal. Para estos particulares personajes todo giraba y se planificaba en torno a un patrón de sobrevivencia, que ya no era el dinero sino el bazuco. Su rey les exigía fiesta permanente en la corte, la libertad del yo profundo, única arma natural de resistencia, era violada como doncella boba a fuerza de humo. La solapada "Bella Villa" amamantaba la muerte y la desgracia con esta peste enmascarada.

Préstamo sobre préstamo, ansiedad sobre ansiedad, mendicidad, remordimientos cortos, gritería de la carne reseca, hacían girar a los enfermos en espeluznantes círculos viciosos, ante la faz de su espejo carbonizado y roto…

 

 

 

"Por sus bazucos los conoceréis", advertían horrorizados en la ciudad. Y no era para más, o no era para tanto. Estos jugadores del placer, derruidos, sin esmalte en los dientes, huérfanos de argumentos, porque el humo no era un argumento, terminaban cruelmente arrinconados como "cosas desechables" por todos, todas y los demás. Hacinados en una nube como buitres disputando carroña, se asfixiaban entre sí, se traicionaban, subían por sobre sus cabezas rotas, pululando de allá para acá. Suspendidos como títeres en la traba, rabiaban, se arrinconaban en el embale, disputando por encima de cualquier cosa el otro pitazo. Quedaban en ese avión sin poder tocar tierra, porque ese avión, como todos los aviones, cuando despegaba dejaba las escalas abajo, en el aeropuerto.

"¡Ármelo en cuero para que rinda! ¡Cuidado se le va la chispa por un lado! ¡Fumémonos de a pitazo este diablito! ¡Pongo la mitad pal otro! ¡Deme un pitazo en su mano! ¡Está mejor la cosa blanca! ¡Mosca gonorreas que casi no me lo consigo! ¡Preste yo mato esa cusca!".

Esta era la gramática en los pulgueros de la fumarola, que brotaban por todo el centro y explotaban en los puntos cardinales de la ciudad. Este era el resumido lenguaje de quienes alucinaban desesperadamente unos momentos para volver a empezar, una y otra vez, la maldición de Sísifo.

Cuando sentían en la boca el cigarrillo, el fumón conseguido a costa de lo que fuera, sonreían, cantaban y vociferaban alegres; acabado el tabaco se plantaban lívidos, mudos, rabiosos, espantados, a esperar que apareciera en alguna parte un salvador, un paisano de unos pesos, para pedirle dinero, monedas o algo, sin ningún escrúpulo o restricción, sin importar quién era, de dónde venía, qué pensaba, cómo disfrutaba o repudiaba el embale este… Pero si el fantasioso milagro de la aparición no ocurría pronto, se disponían a robar, a empelicular, a tramar judaicas y fariseas, a elucubrar cualquier tipo de faltonería.

Por la ciudad indecente lograron verse en estos vericuetos, metiéndose unos fumones, desde indigentes hasta gente encumbrada de las mil y una cosas: gente de a pie, gente de avión, gente de sotana, gente de corbata, gente de escritorio, gerentes, concejales, periodistas, cirujanos, humoristas, deportistas, artistas, poetas benditos, poetas gerentes, Burgos y Poes. Hasta los del verde oliva probaron el embrujo y soplaban en las patrullas.

Y para todos, bailarines ciegos y asustados en esa cuerda floja, parte del destino maldito de la mancillada ciudad, era como en la oda de Keats:

"En el propio templo del placer, una velada melancolía tenía su altar soberano".

 
Medellín, febrero de 2013.
UC

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