Charles Saffray, médico y botánico francés que visitó el Valle de Aburrá en 1860, se quejaba con desdén de la vida provinciana de la capital antioqueña. Decía el viajero que en esta villa la única aristocracia era la del dinero, que los días y los años pasaban sin novedad alguna, y que sus infelices gentes desconocían la alegría de bailes, conciertos y teatros. Para un hombre de mundo como él debía resultar verdaderamente tedioso el lugar que se abría a sus ojos, un pueblo sin parques ni avenidas, donde bueyes y mulas transitaban por calles empedradas. Los parroquianos, en cambio, encontraban la dicha en los paseos a los charcos cristalinos del río Medellín o la quebrada Santa Elena, en las cantinas donde abundaban las cartas y el aguardiente y, sobre todo, en el arte de conversar.
Tertulias de toda índole amenizaban los días de la tranquila villa. La de la Botica de los Isaza congregaba a la crema y nata de la godarria paisa. Allí se reunían todos los días, después de las obligaciones cotidianas, los dirigentes del partido conservador a comentar, entre agua de rosas, emplastos y jabones, las últimas noticias del partido y las glorias de Mariano Ospina Rodríguez. La contraparte liberal hacía lo propio en la Botica Peña y en el Almacén Ricardo Castro, situado junto al atrio de la catedral. En el local de don Ricardo se agenciaban las publicaciones liberales de la capital y del resto del país, lo que lo convirtió en lugar obligado para los rojos de la ciudad, que llegaban a comprar su diario y a enterarse de las chivas políticas. Otra tertulia, muy famosa por aquellos años, era la de Manuel María Bonis. Tenía la particularidad de ser diurna y mixta, es decir, aceptaba en sus huestes a conservadores y liberales. A la oficina del doctor Bonis llegaban, entre las diez y once de la mañana, numerosos abogados y comerciantes; eran tantos los asistentes que se debían sentar en las mesas o quedarse de pie para discutir, al calor de un café, los avatares de la política regional y nacional.
Pero no solo la política daba contento a los conversadores medellinenses, también los espíritus inquietos con el arte y la literatura conformaron sus cenáculos. Uno de ellos fue El Casino Literario, fundado en 1887 por Carlos E. Restrepo, quien por ese entonces era estudiante de derecho y traductor de poetas ingleses y norteamericanos. El grupo lo conformaban los jóvenes talentos de la poesía y la narrativa antioqueña, y uno de sus mayores intereses era alentar la producción literaria individual. Allí los asistentes compartían sus traducciones y novedades librescas, sus cuentos, poemas y ensayos, y debatían apasionadamente sobre teoría y crítica literaria. Cuenta Tomás Carrasquilla, quien era miembro honorario por no vivir en Medellín, que alguna noche se generó en la tertulia una acalorada discusión en torno a si había o no en Antioquia algún tema digno de ser novelado; todos los asistentes aseveraron enérgicamente que tal cosa era imposible, con excepción de Carlos E. y Carrasquilla, quienes defendieron tan furibundamente su posición que terminaron convenciendo al resto. Todos estuvieron de acuerdo en la necesidad de demostrar con hechos concretos tan arriesgada tesis, y designaron entonces a la pluma de don Tomás como la indicada para escribir tal novela. Carrasquilla, muy obediente, se dio a la tarea de probar que pueden hacerse novelas sobre el tema más vulgar y cotidiano, y escribió uno de los capítulos de Jamones y solomos, publicado posteriormente bajo el título Frutos de mi tierra.
Tres años después El Casino Literario llegó a su fin, pero algunos de sus miembros, nuevamente con Carlos E. Restrepo a la cabeza, crearon La Tertulia Literaria. A las reuniones de La Tertulia asistían, además de escritores y poetas, intelectuales de la talla de Manuel Uribe Ángel, músicos como Gonzalo Vidal y el vasco Jesús Arriola, y algunos pintores, entre ellos Francisco Antonio Cano, quien en vez de escribir llevaba sus cuadros para recibir críticas y comentarios de los asistentes. Una velada insigne, muy recordada por quienes estuvieron presentes, fue el homenaje a Uribe Ángel cuando cumplió 73 años. El evento comenzó con el maestro Arriola tocando el piano, D'Alemán el violín y Manuel Molina la flauta. Francisco A. Cano, por su parte, presentó a todos el retrato que pintó en honor al homenajeado y que le dio como regalo de cumpleaños. El poeta Vives Guerra leyó los versos compuestos especialmente para la ocasión. Juan de Dios Vásquez leyó un cuento de navidad y Camilo Botero Guerra su ensayo Una velada a San Miguel y dos al diablo. Terminado el agasajo literario pasaron a beber los líquidos espirituosos, y poco a poco la cerveza inglesa dejó sentir sus efectos en la cabeza del venerable geógrafo, quien preso de gran emoción por las muestras de cariño de sus amigos, decidió recitar algunas coplas que confesó haber compuesto en sus días de aciaga ceguera; finalizó su declamación aseverando entre lágrimas que su corazón no estaba viejo. En vista de la avanzada edad del homenajeado la tertulia debió terminar temprano, salieron entonces a eso de la media noche.
Otra tertulia de la época fue la Sociedad de La Bohemia Alegre; como tenían una publicación literaria con el mismo nombre, muchas veces se reunían en casa de alguno a leer y escoger las colaboraciones enviadas por los compañeros para ser publicadas en el siguiente número. Pero la sede oficial de la tertulia era el Café La Bastilla, en el crucero de la Avenida y la carrera Junín; el lugar era famoso por su delicioso café, y su dueño, Hipólito Londoño, lo publicitaba como "bueno hasta la última gota". Allá se reunían Abel Farina, el poeta maldito de la Villa; Saturnino Restrepo, traductor del francés y el inglés, cuentista y agudo crítico de arte; Julio Vives Guerra, poeta, narrador y cronista; llegaban también periodistas procedentes de las salas de redacción, abogados, bachilleres y todos cuantos buscaran en la literatura un refugio para escapar a la monotonía. Los sábados eran los días preferidos para el encuentro, pues en el café abundaban las empanadas; si el bolsillo lo permitía las acompañaban con cerveza o aguardiente, pero la mayoría de la veces debían contentarse con el buen tinto.
Ya instalados en sus mesas los bohemios se tomaban el lugar de ruana. La primera discusión de importancia era sobre el número de empanas por comensal; el señor Londoño, quien atendía personalmente a sus clientes, debía esperar con paciencia a que entre versos y coplas se pusieran de acuerdo. Hecho el pedido sacaban sus lápices y se ponían a escribir versos a pesar de las protestas de Efe Gómez. Luego cada uno debía leer en voz alta su composición para someterla a la crítica de los compañeros y… ¡ay del que no estuviera inspirado! Además de ser abucheado, chiflado y burlado, era privado de su ración de empanadas. Entrada la noche, cuando se cerraba La Bastilla, emigraban a un restaurante de Guayaquil especializado en chorizos fritos, apodado por ellos El Blumen; allí, en compañía de un buen anisado, continuaban sus emotivas e interminables charlas hasta el amanecer, y cerrado El Blumen volvían a La Bastilla por un tinto para bajar el guayabo.
Calle Colombia, Medellín.
Fotografía de Paulo Emilio Restrepo. 1894.
Entrado el siglo XX, y pasados los horrores de la Guerra de los Mil Días, surgió de manera más bien espontánea la Tertulia del Negro Cano, llamada por Francisco López Villa "la antesala de Medellín". El lugar de encuentro, sin previo aviso, ni horarios, ni protocolos, era en la planta baja del Edificio Duque, ubicado en el cruce de la calle Colombia con la carrera Carabobo, donde estaba la librería de Antonio J. Cano, editor, poeta, músico y gran anfitrión, llamado por todos 'El Negro Cano'. La librería era visitada por intelectuales, escritores y artistas en busca de las novedades editoriales nacionales y europeas que llegaban a la Villa a lomo de mula o en la maleta de alguien que volvía de pasar una temporada en la capital o en el viejo continente. Después de buscar entre los anaqueles y ojear uno que otro libro se iban acomodando en un rincón de la librería, donde los esperaban siempre las sillas dispuestas para la ocasión y el tinto que el Negro Cano nunca dejaba escasear. Poco a poco, mientras la concurrencia aumentaba, la conversación iba visitando los más diversos temas: el chisme político del momento, el acontecimiento social de la semana, el concepto científico en boga, la anécdota del viaje reciente, el último libro leído, los aciertos y desaciertos de la crítica literaria, el cuento, poema o ensayo publicado por algún contertulio. En aquel rincón de la librería Carrasquilla se fue lanza en ristre contra el modernismo literario del poeta Max Grillo, mientras el escultor Marco Tobón Mejía exaltó las glorias de dicho movimiento. En una de aquellas sesiones Francisco Antonio Cano propuso la creación de un Instituto de Bellas Artes para la ciudad, sueño que se concretaría años después. En la Tertulia del Negro Cano se gestaron además algunos proyectos editoriales que dieron gran aliento a la vida cultural de la ciudad; quizá el más importante fue la revista Alpha, publicación mensual que dio a conocer al público medellinense lo mejor de la literatura nacional e internacional.
La tertulia del "Negro"
Personajes: Jesús Restrepo Rivera, León de Greiff, Ciro Mendía, El Negro Cano, Efe Gómez, Alfonso Castro.
Ilustración de Longas.
Menos cívicos y más contestatarios fueron los ideales que animaron las famosas y alborotadas tertulias de los Panidas. Eran los trece Panidas un grupo de inconformistas muchachos, casi todos expulsados de colegios y universidades, apasionados lectores, admiradores de Nietzsche y Schopenhauer, adoradores de Baudelaire y Rubén Darío, bohemios aventajados y conversadores furibundos. Aunque frecuentaban cuanto café, cantina, billar y burdel había en la Villa, establecieron su cuartel general frente a la puerta del perdón de la iglesia de La Candelaria, en El Globo, un cafetín cuya característica particular era una biblioteca de alquiler que Don Pachito Latorre, dueño del lugar, promocionaba como la mejor de Medellín, con mil ejemplares casi todos nuevos y todos limpios y en buen estado. El lugar tenía, además de las consabidas mesas para el buen beber, algunas de ajedrez en las cuales se batían a duelo León de Greiff y Fernando González. En las paredes curtidas por el abundante humo de pipas y cigarrillos se exhibían caricaturas de Ricardo Rendón, Pepe Mexía y Tisaza, los artistas del grupo. Entre carcajadas y estridentes discusiones sobre filosofía y literatura que más de una vez terminaron a trompadas pasaban sus horas en el cafetín aquel, decididos a cambiar el rumbo del arte de su terruño, muy académico para su gusto; su sueño era crear un arte nuevo, universal, y cimentar sus vidas en la experiencia estética.
Isaza y Jaramillo en El Globo.
Ilustración de Ricardo Rendón. 1914.
Tuvieron entonces la idea de publicar su propia revista literaria. En una buhardilla del Edificio Central, que según dicen les pagaba Carrasquilla, improvisaron su sala de redacción. Y fue don Jorge Luis Arango, dueño de una litografía, quien asumió la empresa de editarle a los Panidas, quijotesa no solo por los escasos recursos de los noveles escritores, sino también porque querían innovar tanto en el contenido como en la forma de su publicación. Llegaban a los talleres de don Jorge y cada uno de los trece escogía un tipo de letra de imprenta diferente para su artículo, con lo que exasperaban hasta sus límites a los empleados del taller y hacían del armado final un caos. El 15 de febrero de 1915 salió por fin el primer número de la esperada revista Panida, que logró conmover a la parroquia entera. Los lectores desconcertados no entendían los extraños versos de un tal Leo Le Gris; la curia, por su parte, vetó y censuró la revista por considerarla perniciosa para los espíritus jóvenes de la ciudad.
Pero eso a los trece no les molestó, y ebrios de alegría y de aguardiente celebraron el triunfo en su cuartel general. En aquel estado de euforia León de Greiff escribió su poema La balada de los búhos estáticos. Fue tal la sensación causada por el poema que algunos bohemios de la vieja guardia, antes llamados Los Maffia, fundaron un café llamado Los búhos estáticos, justo enfrente de El Globo, el cual se convirtió en la subsede de los Panidas. Tras publicar el tercer número de la "perniciosa" revista el grupo se fue disgregando; unos marcharon en busca de aires más cosmopolitas y otros retornaron a sus estudios abandonados, dejando en la villa los aires de su nuevo arte y el recuerdo de sus irreverentes tertulias.