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     Número 41 - Diciembre de 2012


ARTÍCULOS / CRÓNICA
Paisaje de verano con marinos rusos
Andrés Felipe Solano. Ilustración: Luis Eduardo Loaiza

En las tardes invernales, a eso de las cinco, puedo ver el río Nakdong desde una colina, a la vuelta del conjunto de torres donde vivo en Busán, una ciudad al Sur de la península coreana. Cuando hay sol salgo hasta la esquina y veo aquel río brillar como una gruesa cadena de oro. Lo acompañan una cadena de montañas y uno que otro avión. El aeropuerto queda relativamente cerca de mi casa.

Busán está a 45 minutos de Seúl por aire o a tres horas largas en KTX, un tren rápido que cruza de punta a punta el país por entre campos de arroz, largos túneles y pequeñas ciudades tan nuevas que parecen haber sido desempacadas y armadas ayer. En Corea del Sur son contadas las construcciones tradicionales que siguen en pie. La guerra de hace sesenta años arrasó con todo. La pobreza y destrucción obligó a los coreanos a una dieta de papas y hierbas mientras el país, dividido en dos, se levantaba como podía y caminaba envuelto en la resaca de la guerra. Muchas de las pelucas que se usaron durante los años sesenta en Europa provenían de Corea. Las mujeres vendieron sus cabelleras para que en Alemania o Inglaterra estuvieran a la moda. Uno de los pocos lugares que no sufrió la destrucción total fue Busán. El río Nekong, que desemboca no lejos de aquí, sirvió de barrera natural para contener a las tropas chinas, aliadas de los norcoreanos. En el Centro todavía existen cinemas construidos antes de la guerra; quizás por eso la ciudad decidió acoger uno de los festivales de cine más importantes de Asia.

La biblioteca pública de Busán parece un edificio tropical. Está rodeada de palmeras. En sus jardines frondosos las cigarras se aparean durante las noches frescas de verano. Busán tiene el mejor clima de la península. Seco en los meses de más calor, cuando la humedad es insoportable en Seúl, y sin ese frío que muerde los tobillos en los largos inviernos. Por aquí casi nunca cae nieve, mientras que la capital suele colapsar una o dos veces por culpa de un manto blanco que puede alcanzar los quince centímetros. Además de todo, Busán es un puerto. Es la sede de un inmenso astillero donde se hacen barcos con la facilidad con que se fabrican bicicletas en otros lados del mundo. Los niños que viven en los alrededores del mercado de pescado Jagalchi ven a sus padres una o dos veces al mes, a veces menos. La mayoría son marineros. El centro de la ciudad está lleno de agencias donde se enrolan en barcos que pueden anclar un día en Hong Kong, a la semana en Vietnam o Tailandia y al mes en Australia o Nueva Zelanda. También pueden ir rumbo a Japón, que está al lado. Un ferry de pasajeros conecta a Busán con Osaka en una noche de travesía. Cientos de hombres se hacen a la mar pero también pisan tierra firme. En el puerto de Busán desembarcan marinos de las más diversas nacionalidades: filipinos, malayos, chinos y rusos. Sí, rusos. Vladivostok está a un día en un buque carguero.

En las tardes de verano no me interesa para nada ver el río Nakdong. En lugar de eso voy a la playa donde los marinos rusos se reúnen. Se llama Song-do.

Pido una orden para llevar de takoyaki en el puesto cercano a la parada del bus. Es un plato japonés muy común en Corea. Consiste en unas masitas del tamaño de una bola de ping-pong que se asan sobre una plancha de acero con forma de cartón de huevos. Están hechas de harina de trigo y vienen rellenas de pulpo picado y jengibre. Las sirven bañadas en salsa de soya marinada y mayonesa. Es el equivalente a una docena de mini empanadas.

Ilustración: Luis Eduardo Loaiza    

Para tomar llevo un termo con té de maíz helado. Pago el bus con mi celular. Funciona como una tarjeta débito. Solo tengo que acercar el aparato a una pantalla y se carga el pasaje: dos mil pesos. Después de media hora de trayecto me bajo en la estación Song-do.

La brisa marina hace soportable el calor. Camino quince minutos por callejones repletos de salas de belleza, academias de taekwondo, hofs (nombre derivado del alemán que se les da a las cervecerías coreanas) y restaurantes de pollo frito. Los coreanos comen pollo frito por cantidades industriales, en cualquier ocasión, no solo cuando van al estadio de béisbol o ven un partido frente al televisor. Está lejos de ser un simple pollo cortado, pasado por harina y huevo y tirado a una paila de aceite caliente. Entre las cadenas de restaurantes de pollo frito existe una guerra para atraer clientes con recetas especiales: alitas recubiertas por diminutas hojuelas de ajo; pedazos de pechuga sobre una cama de cebolla larga picada en tiras muy finas; muslitos bañados en una salsa picante y ligeramente dulce de origen secreto. Las combinaciones son infinitas.

Compro una cerveza en un supermercado. No vale la pena un día de playa sin cerveza. Los refrigeradores coreanos son verdaderos altares para el cervecero. Se consiguen las mediocres cervezas nacionales (Casse, Hite, OB), varias europeas (la belga Hoegaarden, la checa Pilsner Urquell), gringas (Budweiser, Miller) y las japonesas (Asahi, Kirim, Sapporo). Me llevo un six pack de las últimas. A la salida me encuentro de frente con un par de rusos muy jóvenes. Ojos azules como mentas heladas, manos como esponjas secas al sol. Sin saludar me preguntan en inglés si sé dónde pueden comprar alcohol. Están apurados. Les señalo la puerta. Parecen no creerme. Les muestro mi cargamento. Sonríen.

Camino hacia la playa. Antes de pisar la arena me saluda la estatua de Hyun-In, un cantante legendario de trot, el ritmo musical coreano equivalente al bolero o el tango. Hyun está vestido de traje y tiene un micrófono en la mano como si estuviera cantando Canción nocturna en Seúl, uno de sus éxitos, que dice así: “tus ojos, de los que jamás me olvidaré, ni siquiera en sueños, sueños que desaparecen como el rocío”. También se hizo famoso por cantar una versión en coreano de Bésame mucho.

A medida que camino me empiezo a encontrar con más y más rusos: panzones, blancos, tostados, canosos, calvos, tatuados, de bigote, afeitados a ras. Han desembarcado horas antes y aprovechan para disfrutar de una tarde de descanso. El puerto está a escasos minutos. Los más viejos han alquilado un par de mesas de plástico con parasoles en esta playa de ambiente familiar, tan diferente a Haeundae, la de los grandes hoteles, o a Gwananli, la de los universitarios y turistas de clase media. En Song-do se reúnen los pensionados coreanos, los estudiantes vagos, las abuelas con sus hijas y nietos. También los perezosos, los aburridos, los sin oficio, que escogen gastar una tarde de martes por estos lados. Aquí no se viene a ver mujeres o a mostrar el tono muscular. Aquí los coreanos simplemente vienen a comer noodles picantes, a tomar una tras otra botellitas de soju, el aguardiente local. Aquí la gente fuma o cabecea con los pies en el agua.

Me tomo mis cervezas y con un palillo saco una a una mis masitas de una caja de cartón mientras los rusos se tiran al sol o nadan con sus anchas espaldas y brazos como leños. Pienso en los marinos de Gorki y también en los de Conrad y Stevenson, en esos hombres que tienen por casa el mundo.

Por un momento la brisa nos arrulla a todos los que estamos en esta esquina de Asia, con la arena pegada al pelo y una fina capa de sal en los hombros, pero sobre todo parece encargarse de los marinos rusos y sus sitios. Suyos son el burdel con letrero en cirílico que traduce Lolita o el billar Madonna, por los lados del puerto. Suyas son las botellas de vino barato que quedan abandonadas los domingos en la noche en esta playa, las mujeres de ojos enrojecidos después de fumar con ellos por horas en un reservado.

El sol se empieza a ir. Recojo mis latas y las boto en una caneca. Hay cuatro diferentes, una por cada material reciclable. Frente al supermercado donde compré la cerveza me vuelvo a encontrar a los marinos jóvenes. Están borrachos. Contrario a lo que se podría pensar, el licor los ha vuelto corteses. Esta vez me saludan. Uno de ellos tiene las manos entrelazadas. Preguntan dónde pueden comer pollo frito. Los rusos aman el pollo frito coreano. Les señalo un local al otro lado de la calle. Se miran y se van, sorprendidos de su buena suerte. No tienen tiempo que perder. Su tarde de descanso se apaga. Mañana quizás amanezcan en Taiwán.UC