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     Número 41 - Diciembre de 2012


ARTÍCULOS
Obituario sin cadáver
Eduardo Escobar. Ilustración: Cachorro

Hace años Gonzalo Arango me dijo, mientras veíamos caminar a dariolemos, vacilante, encorvado como una guadaña y temblando de ambas rodillas y de ambas manos: “es el primer nadaísta que se nos va. Prepárale la elegía, tú que lo quieres tanto”. Y un mes después, panzón, rubicundo y lleno de vida, Darío estaba insolentemente recuperado, de pie sobre la huesa de Gonzalo muerto en un accidente de carretera.

Aunque se llamaba a sí mismo Profeta de la Nueva Oscuridad, por lo visto Gonzalo era malo para los vaticinios. En los últimos días de Mao se atrevió a decirme también que tenía ganas de ver lo que iba a pasar en China después de la muerte del Gran Emperador Amarillo, quien además, aunque lo doblaba en edad y dicen que debían cuñarlo para las fotografías con estacas de bambú, lo sobrevivió. Así es la vida. Dada a las ironías. Inclinada a contradecir nuestras expectativas. Un viejo refrán reza: si quieres hacer reír a los dioses, cuéntales tus planes.

Hace años en un periódico bogotano a donde fui de visita encontré a sus directores atareados planeando la primera página para la próxima muerte de Fidel Castro, que ya empezaba a adquirir el aspecto de los paraguas viejos. Y Fidel sigue ahí, viejo paraguas, protestando porque no puede entender el misterio del Tiempo, mientras el periódico ha cambiado de dueños dos veces y sus directores de entonces viven de otras cosas mientras Castro se eterniza y jamás acaba de marchitarse, como una inmortalizada flor de cardo.

Por eso cuando me dijeron que escribiera un hipotético obituario para Hugo Chávez solo atiné a decir: y qué tal que se alivie. Y qué tal que cuando yo esté chupando gladiolos hace tiempos el comandante presidente Hugo Rafael Chávez Frías siga convirtiéndose en una momia llena de cicatrices de quirófano mientras yo soy olvidado. Qué tal que aprenda de su mentor, de su gran hermano Fidel, el arte de engañar a la Parca contra todos los pronósticos de los politólogos y los internistas, mientras mis nietos decrépitos se acostumbran a verlo, Buda tropical de sebo, prosperando, bailando en los escenarios, amenazando a los ricos con la expropiación y apurando las divisiones del ejército revolucionario hacia las fronteras de los vecinos, empeñado en liderar la versión ecuatorial de la revolución permanente.

Por supuesto que no me alegraría, no soy tan malo, ver a Chávez empujando a su país, que quiero tanto y donde tengo un montón de buenos amigos, poetas y pintores y simples roneros, al abismo de la revolución bolivariana, esa sopa de grillos donde mezcla en un mismo cocido el marxismoleninismo asiático con los discursos ilustrados del hijo de doña Concepción Pacadáverlacios, al Che Guevara con Tirofijo y a Cristo con el vudú haitiano y los rituales del tabaco de María Lionza, porque desde que el cáncer mordió su carne se le apunta a todo. Pero tampoco me causaría felicidad asistir –soy un buen cristiano aunque sea a regañadientes– al entierro del pintoresco coronel. Porque, primero, me dan mucho miedo los cadáveres, sobre todo los demasiado voluminosos. Y segundo, porque en el fondo me divierte el modo como ha sabido mezclar, aunque en dosis imperfectas, el estadista revolucionario con el payaso popular y el cantor de joropos con el orador incendiario de izquierda.

Ilustración: Cachorro    

Y porque en últimas pienso que en la pobre Venezuela, puestos a escoger entre los políticos de la oposición de hoy y los del partido del poder de hoy, cualquier decisión es desgraciada. Es obvio que los venenosos líderes de antaño son los culpables de la intoxicación que representa Chávez para su país y para el nuestro. Ayer leí una interpretación somera de las últimas elecciones en Venezuela: mientras los opositores votaron contra los apagones, los chavistas votaron por los electrodomésticos. Y qué tal, señores, que Chávez solo se haga el enfermo cada vez que llegan las elecciones…

Los entendidos nos previenen, para bien, para mal. Para mal dicen que con la muerte de Chávez, improbable pero posible, Venezuela podría precipitarse a la guerra civil de tres frentes: el de los rojos radicales de Diosdado y el de los Rosa Luxemburgo de Maduro y el de los otros; para bien dicen que en Cuba se aceleraría el proceso de regresión del castrismo que salvará a la isla de retornar al siglo XVIII; para mal que el proceso de paz con las pandillas de las Farc acabará en un callejón sin salida y la Marcha Patriótica en nada sin los lubricantes de PDVSA, etc. Pero todos sabemos que los entendidos suelen equivocarse casi siempre, o por lo menos tanto como los profetas nadaístas.

Existe la esperanza de que el experimento chavista acabe desbaratándose en manos de Nicolás Maduro o de Diosdado Cabello. Ha sucedido otras veces en todos los procesos revolucionarios cuando fallece la figura mayor, el gran fundador del embeleco impaciente.

Y es probable que suceda lo mismo con uno tan enclenque en su eclecticismo como el de Chávez, y deje además en la orfandad a la edipiana Argentina de la señora Kirchner, heredera de Isabelita, heredera de Evita, heredera de “la vieja” de los tangos, y a la Bolivia multicultural de Evo y al Ecuador de Correa y al sandinismo nicaragüense de Ortega…

En fin, ese socialismo latinoamericano que reconfirma la teoría de que en Latinoamérica todas las cosas sufren metamorfosis misteriosas y los poderosos gorilas acaban convertidos en unos tiernos monos de adorno como el tití.

Todo puede suceder. Que Chávez regrese de Cuba convertido en un gran cadáver, y permita a sus compatriotas el lujo de desbocarse en el mal gusto de las grandes declaraciones al hermano y al padre y al amigo envuelto en banderas, ahogado el hedor propio de los cadáveres estentóreos en montañas de flores, o, como otras veces, remozado, dispuesto a seguir adelante en su ilusión, en su delirio enamorado por el pueblo de Bolívar y Carabobo, besando su Cristo de obsidiana cuando el dolor ataca y el miedo aparece, y bailando el pasito tuntún en una tarima mientras es aplaudido por una manada de burócratas; desmintiendo para siempre la imagen que yo también me hice al comienzo de su gobierno, cuando pensé, bobo de mí, que había aparecido con el comandante presidente el Gran Mulato que siguiendo el sueño de Fernando González redimiría a Latinoamérica de su destino macabro, de su perpetua tontería imitadora y del desorden antiguo, del bochinche que señaló Miranda cuando fue traicionado por Bolívar en Puerto Cabello. UC