La chimenea era estrecha, pero Santa tenía siglos de práctica. Aterrizó en la sala, dejando esparcidos sobre el suelo de tierra unos cuantos copos de nieve; llevaba al hombro una pequeña bolsa.
Miró. Estaba en una casa humilde, a todas luces de campesinos. En un rincón de la estancia alcanzó a divisar unos aperos de labranza.
No sin asombro vio frente a él a un niño, que parecía esperarle; lucía una pelambre rojiza e hirsuta, y unos grandes ojos azules, abiertos como platos.
—¿No debías estar acostado? —preguntó Santa—. Se supone que así son las cosas.
—No tenía sueño —dijo el chico. Y añadió, sin más explicaciones—. Quería ver si me trajiste lo que te pedí.
Santa sacó de su talega una caja de pinturas, un estuche con lápices de color, y una caja de pinceles.
—Aquí está todo —dijo—. Supongo que te gusta pintar.
—Mucho —afirmó el niño, moviendo la cabeza, al tiempo que recibía los presentes—. Es lo que más me gusta.
—¿Y qué pintas?
—Bueno, cosas que veo. Zapatos viejos, botas, personas comiendo, viejas amasando pan. Cosas así.
—Ya, ya —dijo Santa—. ¿Tu nombre es...? —añadió, aunque de sobra lo sabía.
—Vincent —confirmó el chico.
—Bueno, Vincent, es estupendo que pintes eso. Después, se me ocurre, podrías ensayar otros temas. Qué se yo, girasoles, trigales, autorretratos, puentes… En fin, otros temas.
—¿Por qué no? —dijo el chico—. Ya se verá. Me sobra tiempo.
Santa lo miró con fijeza. Conocía muy bien el pasado y el futuro de todos los hombres.
—Puede que algunos no estén de acuerdo con lo que voy a decirte —murmuró—. Pero creo que serás muy feliz.
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CODA
Of cats and men
Ahora hay un gato en mi casa; un bebé gato. Mi casa es grande, y con espacios amplios. Pero, en cuanto pudo subir escalas, Ciro decidió que mi zarzo sería el lugar favorito de sus tardes. Husmea, investiga, mira con desdén desde la ventana el mundo exterior; y luego se echa a dormir en una silla; una única silla, siempre la misma, que eligió ignorando las otras, iguales a esa. Lo miro, frente a mí, y me pregunto el porqué de esa querencia, sin darme cuenta de que yo me comporto igual, y me paso el día en mi zarzo, en una silla, siempre la misma. Mientras él dormita, yo oigo La Luciérnaga. Salvo ese detalle, nada nos diferencia.
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