Óscar Hernández, poeta sin ciudad y sin horario, a cinco días de cumplir 87 años, espera sentado en un sofá en la sala de su casa. De una de las paredes cuelgan los recortes amarillentos de las columnas de opinión semanal que ha publicado durante cuarenta años en el periódico El Colombiano. Papel sobrante se llama la columna y sus recortes lucen como un tendedero de ropa vieja.
El poeta espera como si en realidad le sobrara algo: el barrio, la casa, las horas; cansado de esa ciudad con la que llenó sus columnas por tantos años: de su alarde, de su caos, de su política.
“A mí las ciudades no me gustan – dice desde su sofá–. Mientras más grandes y más hermosas, peores. Son una enfermedad”.
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Llegamos a la puerta del garaje media hora después de haberlo llamado. Nos recibe con alegría de niño. Uno de nosotros –Lucía, editora de Sílaba– lo conoce desde hace años.
Esa casa del barrio Belén Los Alpes, que compró con el sudor de múltiples oficios y modificó a medida que crecía su familia –cuatro hijas y un hijo–, la partió y les entregó su parte en vida. Alargó el muro del garaje, atravesó la sala y lo llevó hasta el patio, y se quedó viviendo solo en un garaje alargado de unos cuarenta metros cuadrados.
Al principio dejó una puerta entre ambos espacios, pero con la llegada hace siete años de una sobrina venida del Sur del país, a quien él acogió, decidió separar por completo su vida. La explicación que él da es quizás más poética. A lo largo de los años tuvo veintiocho automóviles que recibía como pago de deudas y cambiaba con facilidad, pero un día se cansó de ellos.
–En la ciudad no hay por dónde moverse, y como me quedé sin carro me metí al garaje.
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El poeta Juan Manuel Roca, quien preparó una antología de poemas del libro Las contadas palabras publicada en 2010 por la Universidad Externado de Colombia, dice que “las nuevas generaciones, como suele ocurrir con poetas escondidos por la niebla de la falta de crítica o por la neblina pasajera de la moda, vuelven ahora sobre los poemas de Hernández y encuentran en él a un hermano mayor, despojado y humano”.
No hay un poeta en ejercicio más viejo en Colombia; Álvaro Mutis tiene 89 años y Rogelio Echavarría 86, pero hace años que no publican. A ese redescubrimiento del hermano mayor de la poesía antioqueña se suman el libro Un hombre entre dos siglos, antología de poesía y prosa publicada por Sílaba Editores y la Alcaldía de Medellín en la colección Letras Vivas (2011), y Experto en muros blancos, que hace parte del libro Dos poetas colombianos, publicado por la misma editorial y el Ministerio de Cultura (2012).
La vida de Óscar atraviesa dos siglos de letras en Medellín. Es paradójico: es quizás el poeta más aislado con la vida pública más intensa de su generación. A los doce años fue jefe de la Comisión de Hormiga Arriera en la zona cafetera del Quindío: tenía dos trabajadores a su cargo. Con un hornillo y cianuro aplicaban veneno en las bocas de los hormigueros usando un ventilador. Tuvo un taller de mecánica, un restaurante, un café, un bar. Fue secretario de León de Greiff y cofundador del diario El Sol, donde escribían Manuel Mejía Vallejo, Fernando González y otros escritores de la época. Trabajó en El Correo como cronista, columnista, traductor y jefe de redacción. En El Colombiano también tuvo varios cargos, y lleva más de cincuenta años vinculado a esa casa editorial.
Este año la Universidad Autónoma de Nuevo León, en México, les encargó a los poetas Santiago Mutis y Samuel Vásquez una selección de poetas colombianos para una antología de “los veinte del veinte”. Óscar está al lado de los grandes nombres de la poesía colombiana del siglo XX: Fernando Charry Lara, Héctor Rojas Herazo, Álvaro Mutis.
“Óscar es un poeta necesario –dice Luis Arturo Restrepo, poeta y profesor de poesía colombiana–. Su obra ha mostrado coherencia. Era muy común que los poetas mayores empezaran escribiendo sonetos, pero Óscar desde el principio tuvo una obra contemporánea. Logra ir a temas cotidianos y tratarlos con una delicadeza que a otros poetas les da miedo. No se siente artificio, su poesía es pensada, sentida, genuina, muy vital; él es así”.
Luis Arturo toma un manuscrito que ha sacado de su maletín y lee: Cuando muera el último clown / Si es que el amor permite su viaje final / Será un luto universal en colores / Llanto de niños con la nariz encarnada / Con sus trajes de retazos hechos del arco iris / Pero se dice que el último payaso / Ya no está entre nosotros.
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El poeta no conocía a su sobrina. Ella no sabía nada de Medellín ni de su tío. Óscar hacía años que no hablaba con su hermana –“¿de qué íbamos a hablar?”–. Él tenía ochenta años y de la muchacha solo sabía su nombre bíblico, Sandra Sansón, y que venía a estudiar una especialización en Psicología. El primer día de clase la acompañó a la universidad. Tomaron un bus con un recorrido enrevesado. Sandra, curiosa, preguntaba. Con cada respuesta recibía una sorpresa: fui boxeador; otra pregunta: fui pescador y futbolista; otra pregunta: fundé el Partido Socialista de Colombia y compuse canciones.
La curiosidad de la Sansón daba para más, como si en las preguntas estuviera su fuerza. Le gustaba el cine y preguntó por Rodrigo D. Entonces Óscar bajó el telón de un recorrido de película: yo era el papá de Rodrigo y estuve también en Sumas y Restas; en total he actuado en nueve películas.
–¿Actor de cine?
–Es más fácil actuar que escribir un poema –le dijo.
La sobrina supo que se quedaría con ese tío. Vivió con él tres años, en un minúsculo cuarto al fondo del garaje. Lo veía cada día, al final de la tarde, cuando ponía una grabación del rosario y rezaba caminando desde el cuarto hasta la puerta del garaje. Óscar no solo se asume como un hombre de izquierda, sino también como un ser profundamente religioso. “La revolución rusa no hubiera perdido nada si no tocaban la religión. Habría ganado en moral. El hombre es un ser religioso por naturaleza”, dice.
El último martes de cada mes, mientras escribía las cuatro columnas de Papel sobrante que publicaría el mes siguiente –todas en una misma noche–, Sandra lo tranquilizaba cuando no encontraba las palabras; a veces lo acompañaba a la redacción del periódico para entregarlas impresas, porque no confiaba en el correo electrónico.
Hace cuatro años no vive con él, pero Óscar sigue llevando la misma rutina y Sandra sigue siendo su fiel escudera. Lo visita semanalmente, lo acompaña a los eventos literarios y coordina su último proyecto, La casa del escritor, cuya sede es tan acogedora y esquiva como un garaje: una página de Facebook.
Salimos a la calle y nos sentamos en una tienda. El poeta pide una copa de helado.
–Light, por favor –dice.
Acaba y pide una más.
–Light, light –dice como si quisiera estar dos veces vivo. Como si adelantara su cumpleaños para celebrarlo con nosotros. Lo invitamos a salir el sábado para escuchar tangos y celebrarlo, pero nos dice que en casa tiene más de 800 tangos. Con eso le basta. Ama a Gardel desde los nueve años.
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Medellín ha sido tierra de poetas y de cacharreros –como dice Hernández– y se enorgullece de tener el festival internacional de poesía “más grande del mundo”. Muchos se enloquecen por la poesía durante esos diez días. Nos apeñuscamos en auditorios y parques, nos peleamos por un puesto, aplaudimos con más fuerza al poeta que habla en otra lengua, lejana y desconocida, que a los nuestros. Óscar dice que es el circo de la poesía, y el poeta Jaime Jaramillo Escobar dice que aquí vuelan los poetas pero no la poesía.
Durante el resto del año los recitales de poesía son huérfanos. No hay multitudes para esconder el desconocimiento de la poesía que muchos llevan por dentro. A los recitales o presentaciones de libros de poesía vamos cinco o diez personas, entre los que no falta el “loquito” que no sabe en qué verso de la vida está parado. Algunos nos asomamos por la ventana para ver qué pasa entre esos muros blancos, con curiosidad y miedo; como el gamín que en una ocasión le preguntó al poeta con ojos muy abiertos:
–¿Usted fue el que escribió ese libro?
–Sí –contestó el poeta.
–Ah, yo no sabía que los que escriben libros estaban vivos.
“¿Qué sería de Medellín si toda la gente que asiste al Festival leyera poesía? ¿Qué sería del Festival si toda la gente que asiste leyera poesía? El Festival está carente de poesía, es un show”, dice Luis Arturo, quien participó el año pasado.
En los cientos de talleres literarios que hay en la ciudad se lee y se escribe poesía. La de los autores consagrados de aquí y de otras partes, y la de los jóvenes y viejos que muestran esa otra latitud de la vida en versos, anécdotas, crónicas y cuentos.
Lucía ha sido jurado de varios concursos, convocatorias y becas locales: casi todos los que se creen poetas escriben un mar tormentoso de palabras vacías o un río contaminado de besos y abrazos que ahogan el amor. Unos pocos abren la puerta de la poesía y traspasan las fronteras de lo cursi, y van construyendo en silencio una obra sin apegos por la ciudad ni por el mundo.
En estos tiempos pocos poetas escriben sobre la ciudad. Los poemas caminan por otras avenidas, quizás dormidas, como en los poemas de Óscar Hernández: Duerme la ciudad, pero no duerme la ciudad / Solamente abre los ojos / para atrapar en sus pestañas / los primeros asesinados / aquellos que de un solo golpe / perdieron sus historias sus zapatos / su beso final sellado con la amada saliva / de quien compartió sus lechos / su torta de maíz sus cuatro hijos / y todo aquello que seguirá viviendo / en un olvido al que llaman recuerdo…
–La ciudad no ocupa un plano fundamental, la ciudad ni siquiera es amada –dice Óscar–. Es el escenario y la denuncia de los muertos. Uno puede ignorar la ciudad en su poesía. No es ninguna condición ni una ordenanza. La poesía está en cualquier parte. Recuerden lo que decía Borges: “esto no lo escribo yo, esto lo escribe el Espíritu Santo”.
–Entonces, ¿qué salvaría de la ciudad?
–Ese pequeño rincón donde está uno con su mujer… Pero puede estar en cualquier parte del mundo, sin ciudad. Tanto el amor como la poesía podrían existir más calmadamente sin la ciudad. Y esa es mi idea sobre la ciudad. No le tengo ningún amor ni afecto especial. . Nací en Medellín, pero no tuve la culpa.
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Los poemas de Hernández brotan entre las paredes de su garaje, de espaldas a la urbe, que no para de poblarse de muros y de gente. Allí ha construido una teoría para solitarios. Dice que el encierro hace que la gente conviva mejor. No puede concebirlo de otra manera.
–Si uno está en una habitación donde difícilmente entra el sol, con tres, cuatro o cinco personas, durante mucho tiempo, terminamos por identificarnos, por amarnos…
–O por matarnos.
–Muy difícil, se lo digo por experiencia: fui soldado, interno de un colegio y estuve en la cárcel durante quince días por razones políticas, y nunca sentí malas inclinaciones por los demás ni de ellos hacia mí.
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Dos días antes del cumpleaños visitamos al poeta. Llevamos torta dietética, vino, empanadas argentinas y helado. Las empanadas debían ser de Versalles, las más famosas de la ciudad, pero no las pudimos comprar allí; el helado debía ser light light, pero no había en la tienda adonde fuimos; acordamos no hablar de las empanadas y decirle que el helado era “medio light”.
Salimos al patio, que está cubierto por un techo de madera y en el interior tiene una mesa plástica blanca con una sombrilla de colores. Los muros son grises, sin revoque. En uno de ellos crece una enredadera. En una esquina hay una siempreviva que sembró su hijo Óscar Luis, muerto hace cinco años. Murió a los 51, un 14 de febrero, la misma fecha que escogió su padre para fundar La casa del escritor, un lugar no lugar para tener adonde ir.
En los muros del garaje tiene colgados cuadros de sus nietos. De Tatiana, la mayor, un autorretrato y un retrato de él; de Ricardo, una silla pintada con acuarelas cuando tenía siete años.
Los cuadros no sobresalen ni pasan inadvertidos. Conviven con los recortes de Papel sobrante; con las copias de las ilustraciones que hizo Fernando Botero, cuando era un joven desconocido, para el primer libro del poeta; con las cartas que le enviaba Fernando González al leer sus manuscritos; con las quejas de Jorge Amado –sorprendido con Versos para una viajera, escritos de un tirón la noche antes de la partida de una enamorada–, quien no entendía por qué esos poemas no cruzaban las fronteras colombianas.
Es un decorado vital, sin vanidad, que le hace compañía.
Servimos el vino. Óscar se resiste, pero al final acepta una copa que mezcla con agua. Ponemos la torta y las empanadas sobre la mesa.
–¿La torta es light? –pregunta Óscar.
–Claro, es dietética –dice Lucía.
Empezamos la celebración anticipada del cumpleaños del poeta comiendo las empanadas. La carne amenaza con delatarnos, parece atún de lata.
–¿Son de Versalles? –pregunta Óscar.
–No pudimos ir hasta allá –dice Alfonso, asumiendo la culpa.
–Mmmmm.
Partimos la torta light y servimos el helado “medio light”. Alzamos las copas y brindamos por la salud del poeta.
–¿El helado es light? –pregunta Óscar.
–Es “medio light” –dice Lucía.
–¡Entonces ustedes me creen “medio bobo”!
Una carcajada juvenil retumba en el patio, en esa mesa plástica blanca cubierta por una sombrilla de colores. La noche es cálida y nosotros parecemos confinados en una playa inverosímil.
–Eso soy –dice–. Me gradué en estos muros.
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