El día del concierto de la Diva del pop, John tenía vencidos los servicios públicos. Como nunca ha sido bueno para las cuentas, la Mona no sólo se las hizo sino que llamó a Hugo Caro, un amigo común, para que escoltara a John en el pago. La llegada de Madonna tenía alborotada la ciudad. A medida que se acercaba la hora, los trancones eran peores. Sólo una cosa estaba pasando en el mundo. Pero ni Hugo ni John tenían pensado asistir. Las boletas estaban por las nubes.
De milagro, lograron que el bus de Laureles los llevara desde el centro hasta el edificio de EPM. La cola de deudores morosos parecía aun más larga que la del concierto.
Desde hacía tres meses, Gabriel, melómano de cincuenta y cuatro años y biblia del rock, no cesaba de tararear su estribillo: me voy a perder esto, me voy a perder esto. Ahora John y Hugo tenían la misma frase entre ceja y ceja. No aguantaban la idea de ver pasar el carro de la Historia. Había que hacer algo. Hasta Pineda, que era más aficionado a la onda pesada de Led Zeppelin y Black Sabath, parecía ablandado con la llegada de una diosa que no era propiamente de su devoción. Me voy a perder esto, me voy a perder esto.
Entonces decidieron arrimar por Pineda para ir al Estadio, solo con la intención de noveleriar.
En el camino, se unieron a la romería Lina y Natalia, una pelada a la que John andaba echándole los perros. Cuando se acercaron a las afueras del estadio, los recibió el pregón de los revendedores: vendo boleta, vendo boleta. Moscardones obsesivos detrás de un dulce cliente.
A las cuatro de la tarde, Hugo, que apenas tenía cuarenta mil en el bolsillo, se atrevió a preguntar por el valor de las entradas. Costaba 130 mil la más barata, en cancha general. No había manera. Decideron ir a tomar cerveza a una tienda cercana.
En esas andaban, cuando John vio pasar a unos conocidos, que avanzaban presurosos, con el temor de no alcanzar puesto y les dijo: Préstennos esas boletas y nosotros chicaniamos. Lina tomó las fotos donde se les ve mostrando unas entradas a las graderías de Norte, las mismas imágenes que ahora están en Facebook.
Mientras tanto, Gabriel, volvía a la carga con su cantinela: Nos vamos a perder esto, no me lo voy a perdonar nunca. John lo consolaba diciendole: Gabrielito, tú sabes que estamos en periodo especial, sino yo mismo te invitaba. Iban de un lado para otro, prendían un barillo mientras Hugo volvía a preguntar por el precio de la boleta. Lina no aguantó la espera y se abrió para otro combo con la ilusión de conseguir la entrada. A las seis, las boletas andaban a ochenta mil. Vendo boleta, vendo boleta, decía sin tregua el revendedor. Así que John se acercó y le dijo:
-Hagamos una cosa. No tenemos sino treinta mil. Cuando estén a treinta, nos buscás, que acá estamos, para que no nos guevoniés tanto.
Gabriel los previno porque tal vez esas boletas eran falsas. John se entretuvo haciendo reír a Natalia, buscándole el ladito. Entonces, como a las ocho, se acercó el vendedor a decirles.
-Ya se las tengo. Las cuatro quedan a treinta.
No puede ser, dijo Gabriel, esas boletas deben ser falsas, nos van a tumbar.
El vendedor alcanzó a oír esto y, señalando a John, se destapó.
-¡Cómo los voy a tumbar, home, si yo al cucho le he vendido hasta boletas pa toros!
-¿Y es que vos vas a toros? –rechistó Natalia, la pretendida. A partir de ese momento el ligue se rompió. Ahí perdí el año, boletiado del todo con Natalia.
Pese a los malos augurios, compraron las boletas. Natalia propuso que entraran de una vez, porque ya eran las nueve y había que coger buen puesto. Entonces su malogrado pretendiente aclaró que él no iba a entrar así como estaba. Tenía que ir a ponerse una pinta a la altura de Madonna. Gabriel, la biblia, dijo que el no se movería de allí. Y se quedó con Natalia mientras los otros dos iban al centro a cambiarse.
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John no salía del baño y ya era muy tarde. Hugo tuvo que patear varias veces la puerta. Vámonos, vámonos Al final, John salió con pantalones amarillos y camisa rosada, mientras Hugo optó por un cachaco sencillo. Les quedó tiempo hasta para comprar media de guaro y otros juguetes. En el taxi se echaron la media al buche, conscientes, como buenos ciudadanos, de que al estadio no se podía entrar alcohol.
La mayoría de la gente estaba dentro del Atanasio cuando llegaron, caminaron tranquilos por la espiral de barandas, les revisaron tres veces las boletas: temblábamos con el temor de que fueran falsas.
Entraron a las diez, en el prologo de música electrónica, que antecedía a la salida de Su Majestad. Después de tantas horas de espera el fagot del estómago también empezaba a afinar. John se despachó dos sanduches cubanos y un par de Redbulls, mientras observaba el éxtasis de las locas que bailaban con sus atuendos de fantasía. Llamó a la Mona para chicaniarle, y ésta se alarmó al pensar que su amigo se había gastado la plata de los servicios.
Gabriel comentó que a un amigo suyo lo habían sacado de Norte por fumar marihuana. Hugo andaba asombrado de ver la manera cómo se cotizaba la bolsa de agua en el estadio. De un momento a otro había subido de tres a seis mil pesos en cancha general. John, que también andaba sediento, se acercó a reclamar por el abuso de las vendedores. Hubo un cruce de expresiones irrepetibles que llamó la atención de la policía. Por favor no peleen, dijo un uniformado. Reconoció que la bolsa de agua estaba muy cara, y consintió en que bebieran de su propio garrafón, con la condición de que le devolvieran los vasos desechables.
De pronto, mientras refrescaban sus gargantas, los sorprendió la aparición de la Diosa en el escenario. Las locas, que hasta ese momento se habían agitado como en un trance haitiano, se quedaron estáticas, hechizadas por la aparición de la mismísima Reina. ¡Cómo era posible, pensó John, que todo fuera real por treinta mil!
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