síguenos 

     Número 41 - Diciembre de 2012


CUENTO
Cicatrices
Juan Fernando Uribe Duque. Fotografía: Juan Fernando Ospina

Sin camisa y sentado en una camilla el hombre exhibía las cicatrices de las heridas en su cuerpo que no lo pudieron matar.

—Esta fue un balazo —decía mientras señalaba el pecho con la mano—; entró por la espalda y salió junto al corazón, pero me operaron rápido en el Hospital San Vicente y me salvé. Esta otra fue por cuatro puñaladas —y exponía la evidencia en uno de los costados—; me las pegó uno que era dizque parcero mío cuando estábamos en la fiesta de una pelada.
—¿Y la de la pierna?
—preguntó el médico.
—¡Ah! esa fue por otro balazo que me pegó un policía cuando no pudimos coronar un trabajo en una bodega de Barrio Triste.

El muchacho seguía hablando sin demostrar fatiga alguna, ni la ansiedad propia de una consulta médica. Al contrario, se extendía en comentarios sin meditar en las revelaciones que hacía, confesando una a una todas sus fechorías. El médico supo de inmediato que el muchacho era de los que solucionaba rápidamente los problemas disparando un arma. Nunca le gustaron los puñales; aunque silenciosos no eran tan efectivos, y la costumbre de usar algo más rápido y preciso le hizo descartar las viejas navajas con las que de niño solía atracar en los parques del barrio.

Nunca fue muy locuaz ni amiguero, pero compartía con los compañeros de la banda las bondades de la acción, el vicio y el panorama desde la esquina.

En ese lugar privilegiado podían vigilar a todas las personas que caminaban por el barrio, a la expectativa siempre de la aparición del enemigo o de la policía dispuesta a la disputa del botín.

En los trabajos que hizo siempre existieron refriegas. Hablaba de atracos, extorsiones, secuestros express, robo de carros, o pirateo de furgones llenos de mercancía. Los camiones llegaban a la avenida grande, a la salida del barrio, y luego ellos los metían velozmente hacía los vericuetos de las callejuelas, en medio de los tugurios que se insinuaban en las primeras pendientes de la montaña de basura.

—Muchos tropeles con los tombos dotor —decía—.
Cuando no lo quieren matar a uno entonces le quieren robar la mercancía que uno camelló. Hace unos días nos robamos unos computadores y por la noche, cuando estábamos parchaos en la tiendecita de doña Margarita tomándonos unos chorros, cayeron los tombos y nos metieron en la patrulla, a mí y a otros tres parceros. Nos llevaron hasta el callejón de El Hueco y nos preguntaban que dónde habíamos encaletao los computadores, que si no les decíamos nos mataban, que habláramos de una, y nos pusieron los fierros sobre la cabeza. A nosotros nos dio miedo porque habláramos o no igual nos iban a matar. Entonces yo les dije que la única forma era si íbamos y negociábamos juntos porque todo no podía ser solo para ellos; que si querían matanos lo hicieran, pero que se quedaban sin la mercancía, perdían la plata, y terminaban embalaos porque a la salida del barrio los iban a estar esperando pa dales plomo.

Fotografía Juan Fernando Ospina

No les quedó otra que aceptar y nos fuimos para los ranchos con cuatro tombos, mientras los otros se quedaban gafiando desde la patrulla. Cuando entramos al primero de los ranchos estaban cinco parceros cuidando la caleta tomando guaro y enfierraos. Ahí mismo que vieron a los tombos se les pasó la rasca y ya iban a dase candela, pero yo los tranquilicé y les dije que no hiciéramos escándalo, que los tombos querían llevase cuatro computadores y después se iban, que guardaran los fierros. En esas oímos que afuera se prendía un candeleo y antes de que pudiéramos salir a ver qué era lo que pasaba, El Guajiro, uno de los pelaos que estaba bebiendo, le estalló el mazo a un tombo en la cabeza y le apuntó a los otros tres, mientras nos asomábamos a ver cuál era el alboroto. Cuando salimos la patrulla tenía las luces prendidas y no había nadie. Nos acercamos, miramos adentro y vimos a un tombito muerto, el más sardino de todos, así como de la edad mía, y ni rastro de los otros. Nos dijeron después que se los habían llevado detrás del morro, que a uno le sacaron los ojos y al otro le cortaron las güevas, por faltones. A los otros los empelotaron, les robaron los fierros y los dejaron ir para que avisaran cuáles zonas eran de la gallada, que respetaran los trabajos, que si querían conseguir billete hicieran ellos mismos las vueltas, que pa eso estaban bien enfierraos.

Fotografía Juan Fernando Ospina

—La cicatriz que tengo aquí es de hace diez meses —siguió explicando las marcas en su cuerpo—. Fue un tiro que me pegó un tira del DAS después de un atraco al Banco Cafetero. Ese sí fue un rollo bien teso. Imagínese dotor que habíamos ido El Chumi y yo como a las nueve de la mañana al banco, enfierraos con una metra y una Mauser de nueve milímetros que le habíamos quitao a un cabo de la brigada cuando se emborrachaba en una cantina de Belén. Así enfierraos entramos al banco y yo me fui derechito a la primera caja y El Chumi se quedó vigilando desde la puerta con la Mauser debajo de un saquito rojo que llevaba puesto. Y bueno, cuando yo estaba al frente de la ventanilla encañonando al cajero y esperando que me diera todo ese billeterío, aparecieron un par de tombos de los verdes en la puerta y se pillaron el parche. Yo ya tenía parte del billete encaletao en una bolsa del Éxito y me abrí a un lao sacando la metra, mientras El Chumi, que estaba pegadito a la puerta, le disparó a uno de los tombos y luego empezó a dase fruta con el celador.

Yo corrí sin fijarme en nadie, salí a toda y detrás de mí salió El Chumi herido y uno de los tombos gritando que nos cogieran. Pero qué va, ese man estaba cagao del miedo y lo único que hizo fue gritar, pero nos persiguió apenas hasta la vuelta y luego nos quedamos solos El Chumi, el billete y yo. En esas oí un disparo y El Chumi cayó y me dijo quejándose "pilas guevón que me dieron".

Yo que lo veo morise y emputé a correr muerto del susto pero sin soltar el billete ni el fierro. De una me tiré entre la gente que se abría y gritaba mientras yo corría más rápido, sudando como si me hubiera tragao un motor, pero no sabía ni pa donde iba, ni quiénes venían detrás disparándome.

Fotografía Juan Fernando Ospina

Llegué a una esquina y me metí a un motelito donde van las parejitas a pichar. Subí unas escalas, vi una pieza con la puerta abierta y ahí me escondí debajo de la cama a esperar que todo pasara. Al ratico oí una gritería a la entrada del motelito y de pronto una patada en la puerta de la pieza y un man empezó a gritarme "hijueputa salí de ahí y entreganos la plata". Frescos, les dije, aquí está, me arrastré por el piso y salí de debajo de la cama con las manos arriba y vi a esos dos tiras asustaos y coloraos como dos piscos, apuntándome con los fierros. Luego uno de los dos metió la mano debajo de la cama esculcando y cogiendo la bolsa con el billete y la metra, y ahí mismo le dijo al otro "mirá guevón qué mundo de plata", y yo parao ahí como una güeva, con El Chumi muerto y viendo como se me llevaban el billete. "Estamos hechos llave", le respondió el otro, y después del trueno que me cegó no volví a saber nada hasta que me desperté en el hospital al otro día, todo operao, con esta cortada que ve, lleno de sueros y con una manguera dentro del chimbo. Lo que pasó fue que los tiras me dispararon y me dieron por muerto, y cuando estaban haciendo el levantamiento se dieron cuenta de que todavía respiraba, pero ya no me podían rematar y les tocó llevarme al hospital con el juez que hizo todo el papeleo.

—Dotor, es que a uno le pasan unos casos. Pero fresco mijo que la vida pasa y si uno se tiene que morir se muere. No importa. De todas maneras ya le arreglé el ranchito a la cucha y a mi hermanito el chiquito le compré ful ropa y lo matriculé en el colegio de las monjitas, allá arriba por la cancha; además ya estoy viviendo en Santa Cruz con la pelada y estamos esperando un pelao para agosto. Ella se está haciendo el control aquí en el barrio, pero es mejor que vivamos por fuera porque uno nunca sabe a cuál man se le daña el corazón y la mete contra uno o contra la pelada. Y está bien que a mí me maten, pero a ella, mejor dicho, a ellos, ¡nunca!, no les puede pasar nada, ni a ella ni al pelao. ¡Uy! ¿Qué? ¿Cómo? ¡Me enciendo a bala con cualesquier hijueputa! Usté ya sabe que a mí casi no me importa morime, si me tiran y caigo, fresco, que ya vi al Nacional championar, además ahí están los otros parceritos que me cuidan y a la bulla de tropel todos somos varones y con el que se tenga uno que doblar se dobla y fresco.

El médico asombrado miraba al hombre mientras hablaba y se ponía la camisa después de haberle mostrado las cicatrices.

—¿Y qué te pasa ahora? —preguntó el galeno.
—Es que tengo un dolor de estómago muy barro y una cagaderita con sangre.
—Vamos a ver —se dispuso el médico a examinarlo.
Después de un breve examen en la camilla el muchacho se incorporó y luego se sentó al frente del escritorio del médico.
—Tienes una amibiasis y eso te pasa por estar tomando agua cruda y estar comiendo cosas de la calle.
—¡Ah! ¿y entonces?
—Te voy a dar una formulita para que te alivies.
UC