Cuando el narcotráfico comenzó a revelarse en todo su sucio esplendor en Medellín a mí habían empezado a cansarme las fiestas. Y comenzaba a privilegiar mis pantuflas sobre mis zapatos de baile. De modo que jamás me vi involucrado en el miserable derroche de mis vecinos que empezaba a hacerse famoso, de mis nuevos vecinos, que colonizaron poco a poco las laderas orientales de Envigado donde yo vivía y que estaban asociadas para mí con la presencia querida de Fernando González. Uno que había andareguiado esos caminos en busca de la divinidad en una muchacha, reflexionando sobre el destino de su país bajo los sietecueros y deseando fincas y hacerse santo al mismo tiempo.
Los viejos ricos antioqueños en decadencia, víctimas de la pasada crisis, emigraron poco a poco de los alrededores de mi casa. Yo los vi marcharse con sus espejos de cristal de roca desde la casa de mi padre. Los vi mientras abandonaban sus paraísos y dejaban las casonas de sus abuelos y sus padres, fundadores de almacenes en Junín y Guayaquil, y de fábricas, que habían sembrado en el valle abajo hasta el río un bosque de chimeneas. Y los caballos comunes y corrientes de las mangadas donde Fernando González suponía que Dios había creado a Eva de catorce años y medio se transformaron poco a poco, no de la noche a la mañana sino poco a poco, en unos caballos que no eran los viejos táparos de todo el mundo, como el mío moro, sino otros caballos, más opulentos, verdaderos monumentos de sangre y nervio, y sangre azul, supongo. Los peones del contorno decían que eran levantados con cuidos de Inglaterra, que las pesebreras estaban alfombradas de rojo, que les gustaba la música clásica. Aunque sus patronos preferían en sus bailes esas orquestas que yo escuchaba tronar desde mi casa a salvo, y de nombres consonantes con el ambiente de terroristas y pistoleros como los Tupamaros y la Sonora Dinamita y Fruko y sus tesos.
La maquinaria del narcotráfico prohijó en la soberbia Antioquia primero, y después en la aburrida Cali, la inolvidable Barranquilla y la interminable Bogotá, el retorno de la leyenda de El Dorado que enloqueció a los hombres de la conquista. Porque viéndolo mejor, estas cosas de los excesos no son nuevas en Colombia. Colombia había asistido antes a la vida de otros seres exorbitados y exorbitantes entre los piruleros según contó Fray Pedro Simón en las noticias historiales. Para ejemplo, está la historia de aquel Domingo Vera de pomposas propinas, que vestía como un gran señor con ínfulas de príncipe aunque no era más que un aventurero y tenía algo cómico y triste al mismo tiempo en su figura aterciopelada, con los bolsillos repletos de esmeraldas que derrochaba a su paso por las ciudades asombradas, entre las maritornes y los porteros de los palacios de condes y duques. Y Colombia había visto también los descabellados festines de los señores de la tagua, del marfil vegetal de los botones de antaño cuyos placeres diezmilunochezcos describió Escobar Velásquez, si bien recuerdo, en una crónica llena de vinos del Rin, champañas de Champaña y putas de Francia en las radas de Cartagena, después de hacer la ronda por los taguales del Chocó. Y había visto los oropeles de los caucheros. La tragedia estuvo asociada muchas veces para nosotros con la riqueza.
Siempre los cambios de dirección de los vientos y las modas precipitaron las ilusiones en las quiebras después de cada episodio afortunado. La lista de reyezuelos abatidos en la conquista es larga y cruel comenzando por Lope de Aguirre —aunque tal vez Aguirre fuera un santo desbocado según sospecho—, muchos acabaron como éste acribillados, o comidos por las niguas de algún pantanero prometedor de potosíes. Y los reyes de la tagua también fueron echados al olvido con la invención de la baquelita y la llegada de los primeros plásticos. Y los caucheros… de la misma manera como los barones del narcotráfico cayeron a veces en las redadas de la policía mientras tomaban aguardiente barato en una cueva, rodeados por cortes de camajanes mal bañados, como le pasó a Carlos Lehder, allí cerca de la casa de mi padre. Agazapados en un closet o durmiendo en un gallinero. Pero esto pertenece a la reflexión parcializada de los que envenenan la felicidad ajena con sus moralinas.
También hubo simples fiestas familiares donde se exhibían la generosidad y la solidaridad, y grandes festines multitudinarios y promiscuos. Con fritanga primero y marranos asados comunes y corrientes. Y después con langostas y licores de alcurnia de Escocia y de Francia. Porque todo se aprende.
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Al principio los nuevos reyes de mi vecindario celebraban con una incierta discreción, me acuerdo, con truenos de voladores y tufos de barbacoas y algún tiro al aire. Y después mejoraron los autos y los truenos de las motocicletas y apareció el oro. El oro de siempre, el oro antiguo y ambiguo que enloquece a los hombres desde los años de Domingo Vera, con ese amarillo triste que lo distingue, y que empegota los templos y los palacios desde el principio del mundo en todas partes.
A veces pienso que en medio de la vulgaridad de las fiestas del apogeo del narcotráfico, incomparables con la fiesta recatada de Fritanga en su isla, cuando la cosa era propia de una élite de rufianes celosos, sin hígados, también se realizó la filosofía de los anarquistas en una nueva barbarie redentora, y la de Breton que dijo que el acto surrealista por excelencia sería disparar al azar sobre una multitud. Recuerdo que Rodríguez Gacha usaba en su baño papel higiénico impreso con la Venus de Boticcelli. Bakunin no habría podido superar ese gesto de refinamiento anarquizante contra las conquistas del arte de las burguesías. Lenin había dicho que el oro serviría en otro orden más justo para hacer orinales. Pero nadie irrespetó el dinero de una manera tan radicalmente revolucionaria como los inodoros de oro de los primeros mafiosos. Un cinismo esclarecedor e involuntario. Unos como esos vecinos míos de Envigado, que en vez de contarlo, pesaban el dinero, despreciando su esencia, alterando su carácter, ejercieron a su modo, inconsciente, el derecho diabólico de completar la tergiversación social.
El discurso de los moralistas dicen que el delito no paga. Pero omiten decir que a veces también los pandilleros del narcotráfico hacían milagros como los santos antiguos, aunque de otro modo, cuando consolaban a las putas tristes con automóviles alemanes y con piedras africanas o salvaban de la mugre de la miseria un huérfano mientras hacían otro. La bestialidad y la ternura mezcladas. Y el símbolo: el charro. El charro de siempre en la iconografía latinoamericana. El mero cabrón. El macho cerrero.
Las fiestas de los primeros mafiosos de Medellín, los que me tocaron a mí, las de los fundadores del Cartel de Medellín que fueron mis amigos, eran fiestas más o menos normales. Y sucedían en la intimidad de los prostíbulos de la clase media. Me acuerdo de los brunos y los albertos y los posadas que acarreaban de Panamá la cocaína Merck del principio, camuflada entre los calzones que les traían a las putas de Lovaina y el Fundungo. Muchachos inocentes con ínfulas de malos, llegaban al jolgorio en automóviles descapotables como en una película. Y a veces con unos perros que parecían muy orgullosos de sus amos por el modo como agitaban el cabo de cola bien cortado. Entonces el narcotráfico -el narcotrágico-, no era todavía una especialización. Era apenas un cuadre. Una manera de redondear el presupuesto. En sus días ordinarios los primeros mágicos se entregaban a otras prestidigitaciones, a ejercer oficios más graves, de más responsabilidad y riesgo. Unos eran expertos en ventosas, maestros del arte de perforar muros y romper tejados. Otros, asaltantes de bancos de barrio. O jaladores, así se llamaban, de automóviles o fabricantes de cheques chimbos. Pero todos poseídos por la concupiscencia del dinero, no por la avaricia que es otra cosa, por las ganas de ostentar con perfecta inocencia, con perfecta inconsciencia.
No dejo de pensar que en estos Fritangas y Gordolindos y Jabones hay algo sagrado también. El demonio de la transgresión pertenece naturalmente a lo sagrado. Tienen algo de chivos expiatorios mientras se sacrifican en el altar de los valores de una sociedad, llevados al extremo, reducidos al absurdo. La locura de la codicia. La lujuria de ser aceptado. La fiebre de acumular que Marx relacionó con el pecado original. Y que Freud atribuyó al carácter anal, pues en su hermenéutica, quizás con razón, el oro y la mierda corren parejos en los reinos de lo inconsciente.
De cualquier modo, cuando comenzaron a refinarse las fiestas de los narcotraficantes de Medellín, yo decía -como Don Guillermo Cano- que el que me invita me hace un gran honor. Pero el que no me invita me hace un gran favor. Y jamás volví a aceptar las invitaciones de mis amigos cuando se volvieron excesivos… aunque no sé si hice bien o mal, que carajo.
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