"Debemos unirnos para combatir no solo a la guerrilla. Hacemos un llamado a los sectores indígenas: eviten la confrontación". Eso dijo Federico Renjifo Vélez, Ministro del Interior, cuando los indígenas nasa desalojaron —con base en gritos, bastones de mando y empujones— a los soldados apostados en el cerro Las Torres, en Toribío. No hace falta nada para que semejante parlamento pueda ser clasificado, lingüísticamente, como una declaración de guerra.
Vale la pena recordar que el manejo de los asuntos étnicos del país hace parte de las tareas del citado Ministerio, cuyo titular, a lo que parece, es uno de tantos suscriptores de la tendenciosa idea de que la sociedad nacional está compuesta, en dualidad inconciliable, por gobiernistas y chusma. Basta reparar en la palabra "sectores", usada en reemplazo de aquella, dulce y ecuménica, de "pueblos": salta a la mente la esquina oscura en la que se recogen los malandrines para hacer de las suyas. "¡Ese sectorcito es tan maluco!", escucha uno a menudo. Por supuesto, hay pruebas de que el gobierno cree que el Cauca es un "sectorcito maluco". En medio del alboroto, para que no se pensara en un contagio nacional, el Presidente aclaró que el 50% de las acciones guerrilleras se agrupan en apenas 16 municipios. Estaba hablando del Cauca sin nombrarlo. Es claro que las montañas del departamento son para el gobierno y las Farc una maqueta llena de fichas militares.
Esta bien que no es fácil hablar del abandono del Estado cuando en el Norte del Cauca los mismos indígenas representan esa entelequia materializada en las oficinas públicas: tienen seis alcaldes, dos diputados y más de sesenta concejales. Y tampoco se pueden señalar unas condiciones de pobreza excepcionales en el departamento: a simple ojo se reconocen más de un centenar de municipios con mayores índices de Necesidades Básicas Insatisfechas que Toribío, por decir algo. Pero hay gestos que justifican la rabia y la desconfianza. Ejemplos: Dos condenas contra miembros del ejército, una de las justicia colombiana y otra de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, por los asesinatos de Germán Escué Zapata y Edwin Legarda, dos líderes indígenas sacados de sus casas y acribillados hace más de una década. Uno más reciente y simbólico muestra al Presidente Santos celebrando el triunfo de Colombia frente a Bolivia en la Copa América 2011 con Toribío destruido a sus espaldas. Pasó un año y nada se hizo para arreglar las 500 casas y el palacio municipal luego del bombazo de las Farc. Todavía la oficina de Ezequiel Vitonás, alcalde de Toribío, es su teléfono celular. Y la dirección es su número.
Pero volvamos a las palabras de Rengifo. Algún asomo de luz hay en su frase descuadernada luego del llanto conmovedor del Sargento García. Aunque declara la necesidad de combatir a los indígenas, sabe que no son la guerrilla. De todos modos, parece haber seguridad de que los nasa no están comprometidos con la paz ni con la prosperidad del país; de que los indígenas están del lado equivocado en un país bipolar (cara y sello, blanco y negro).
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Hace falta, por supuesto, una comprensión del problema con mayor complejidad. Entender, por ejemplo, que la cuestión indígena —en su configuración histórica y cultural, en sus problemáticas— tiene componentes muy distintos a la formación de la guerrilla o la emergencia del paramilitarismo y el narcotráfico. Que en el Cauca, por razones geográficas y políticas, se reúnan ahora todos esos intereses, no autoriza a echarlos en el mismo saco a la hora de enfrentar los problemas que les son inherentes.
Por momentos parece que la guerrilla entiende mejor la importancia del movimiento indígena que el propio gobierno. Y por eso su intención de infiltrar el movimiento –con métodos terribles como siempre- para cubrirse detrás de una base social con credibilidad internacional y fuerza para parar llamar la atención sin necesidad de "tatucos". El alcalde Vitonás lo dice muy claro: "… aquí hay un proceso fortalecido de las comunidades indígenas y a la guerrilla le interesa dirigirlo. Las Farc quieren poner a sus comandantes en el pueblo, tener milicianos y así fortalecer el Movimiento Bolivariano (MB), eso es lo que hemos notado. Hay una campaña de todo el MB de la guerrilla para infiltrarse en el movimiento indígena… Todo eso porque ellos ven que hay una fuerza de nuestro movimiento que podrían captar y poner a trabajar para sus propósitos".
Uno de las manifestaciones más representativas de las sociedades indígenas del Cauca es, cómo no, su beligerancia. Pero, dejando a un lado la miopía etnológica del gobierno, lo cierto es que esa intención de lucha existe mucho antes de que asomaran la cabeza Tirofijo o los cultivadores de marihuana cripy. Desde hace casi cinco siglos, cuando los españoles entraron a saco en sus tierras, fue necesario que los pueblos nativos se organizaran para la defensa. Y en eso siguen todavía: en un complejo histórico en que se mezclan las expansiones agrícolas de las ciudades coloniales, el reconocimiento amañado de resguardos en el siglo xix, la proliferación del gamonalismo y el monocultivo en el xx, la burocracia contemporánea del INCODER y la apatía estatal de siempre, el problema de la tierra del indio sigue sin resolver. Y por eso, en la historia andina siempre habrá alguna cacica Gaitana, algún Túpac Amaru o algún Manuel Quintín Lame que pongan el dedo en la llaga. Nada más natural.
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Sin embargo, cuando no se conoce la historia de los pueblos indígenas, las explicaciones truculentas son el recurso más a la mano. El gobierno, los gobiernistas y buena parte de la ciudadanía "civilizada", imbuidos de un sectarismo del tipo Uribe —porque todavía persiste su estilo obstinado—, ya han establecido que la movilización indígena contra la presencia de actores armados en sus tierras está orquestada por la guerrilla. Es eso lo que pasa, y punto. Pero ya se sabe de dónde nace semejante razonamiento, más allá de la alergia que a esos conciudadanos les producen los tratados antropológicos: el indio es un menor de edad, susceptible de alienación y necesitado de sus buenos correazos; ha crecido espontáneamente sobre la tierra, como una mata de marihuana salvaje que es preciso arrancar. Así se pensaba en el siglo xix durante la Regeneración, cuando el móvil oculto del Estado era apropiarse de los territorios ancestrales nombrando, como tutor de los indios inocentes, a un clero rapaz.
Está bien que el ejército debe ejercer soberanía en todo el territorio y que la salida de los militares no lleva a otra cosa que al poder del ejército ilegitimo y asesino de las Farc, una tropa que la gran mayoría de los indígenas soporta muy a su pesar. Pero el Estado debería pensar más en sus ciudadanos que en sus enemigos. Pensar un poco antes de dejar caer una bomba sobre un campamento de 15 adolescentes con apenas dos meses en las trincheras de la guerrilla. Preocuparse más por la población que por las líneas imaginarias que traza la estrategia militar. En Brasil ha sido efectiva una llamada Policía de Paficicación en las favelas. La diferencia es que busca más la protección de los civiles que la caída de los pillos. Son un escudo frente a la arrogancia de los armados. Tal vez algo parecido debería hacer el ejército en el Cauca. Más librarlos de la guerra que librar la guerra. Evitar los estragos del Sargento Pascuas y dejarlo que se muera de frío en cimas de Suárez o Miranda.
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