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     Número 36 - Julio de 2012


CRÓNICA VERDE
Mercando por Suramérica
David E. Guzmán
 
Me esperaban 8.865 mil kilómetros de recorrido terrestre, sin afanes, desde Medellín hasta Buenos Aires, Argentina. Iba en taxi para la Terminal del Sur y sabía que la última oportunidad para abastecerme de marihuana era en el Barrio Antioquia. Aún así, llegué al cruce de la carrera 65 con calle 25, donde uno puede mercar sin bajarse del carro, y me mantuve ajeno al asunto, mirando las casas por la ventanilla. Días antes, invadido por la emoción de viajar, había tomado la decisión de salir limpio, sin un solo bareto en el equipaje, y más bien a la deriva de lo que me ofreciera cada ciudad en cuestión de moño.
 

 

1. Cali
Después de dos días de estadía en La Sultana, subí a la Loma de la Cruz en el barrio San Antonio. Allí había una placita de artesanos con venta de manillas, collares, pipas y otras chucherías. Desde un mirador divisaba la ciudad mientras daba un primer sorbo temeroso de champús. Eran las tres de la tarde y había poco movimiento. De repente pasó un pelao detrás de mí, dejó una estela de humo dulzón, avanzó por una suerte de corredor y regresó echando bocanadas. Le pregunté si sabía dónde podía comprar bareta y me señaló un flaco que andaba por ahí con una mini flauta colgada del cuello.
Me acerqué al tipo, era un verdadero espagueti de barbas rubias. El hombre sacó una bolsita con cinco porros y me pidió cuatro mil pesos. Nunca después conseguí marihuana tan barata en este viaje. Ahí mismo lo prendí y reconocí el sabor de la yerba criolla, tradicional. Estos barillos me duraron el resto de la estadía en Cali, Popayán y Pasto.

2. Montañita
Pasé sin trabas Quito y Manta, pero en Montañita, una playa ecuatoriana con mar bravo, surfistas europeos, hostales rústicos y cientos de mamacitas, llegó la segunda oportunidad de abastecimiento.
Ya en el día me había olido a cafuche y estaba alerta. De noche, cuando me tomaba una cerveza en un muelle de piedra, apareció un moreno y se sentó a la vista. Por los ademanes me di cuenta de que estaba rascando y tirando semillas a la playa. Sentí un impulso alegre de irle a preguntar y en ese mismo momento el hombre miró. Le hice una seña, como diciéndole con el ojo guiñado que si podía acercarme, y él me llamó moviendo la cabeza hacia abajo.
Era un man de Guayaquil, tenía el pelo reblujado y mangas sisas. Me vendió, por diez dólares, una bolsita delgada pero larguita, como de bonais, con yerba cultivada en su ciudad y varios cueros. Esa misma noche la probé, no tan aromática pero trabadora, y terminé dando cuenta de varias mazorcas. Del material saqué unos doce calambombos que fui consumiendo en Salinas, Guayaquil, Cuenca y la playa de Máncora, ya en Perú.

3. Lima
Después de las purificadoras ciudades peruanas de Piura y Trujillo, llegó una nueva compra de cannabis. Caminaba por el centro de Lima, por un pasaje peatonal colindante con la Plaza de Armas, y un señor canoso que venía de frente se me acercó y con voz ronca –tomándose el tiempo para marcar bien cada sílaba– me susurró al oído: "co-ca-í-na". Le dije que gracias. A los pocos pasos otro pelado me dijo "faso" cuando pasé por el lado, entonces me devolví. Me dijo que si quería comprar tenía que ir a un local de tatuajes y piercings, y me informó que vendían bolsitas de 50 y 100 soles. Le dije que iba a almorzar y volvía, pues quería explorar mejor el ambiente y no apresurarme.
Buscando almuerzo me volví a encontrar a Cocaína; me iba a ofrecer de nuevo pero me reconoció y me preguntó de dónde era, le dije que colombiano y se cagó de risa. Ese encuentro me motivó a ir por la yerba. Ya no estaba el mismo pelao pero había otro, de pañoleta amarrada en la cabeza. Le pregunté por faso y apenas reconoció mi acento colombiano empezó a decir bareta. Le advertí que quería comprar poco. Fuimos a un centro comercial medio lúgubre, con muy poco movimiento, y entramos a un local oscuro. Una señora estaba ahí como de fachada y había otro man cuidando. Para romper el hielo, el de la pañoleta me recomendó la localidad "bohemia" de Barranco. Hablamos de marihuana, que la colombiana era muy buena y muy barata, que él tenía una peruana, y trataba de enarbolar su producto, decía que era "pura flor". Valía 100 soles una bolsa, o 50 otra más pequeña. Le dije al hombre que 20 y salió.
El pelao regresó al local a los minutos y subimos a un segundo piso con más privacidad; allí había tres camillas donde nos sentamos frente a frente. El man volvió a soltar la retahíla de que la "bareta" que me estaban ofreciendo era muy buena y sacó una bolsita pequeña, transparente y cuadradita que valía 30. "Huélela", me dijo. Efectivamente olía delicioso, pero no era mucha, era un moño alargado con unos ripios. Le ofrecí 20, él pidió 30 y después de un tira y afloja, quedamos en 25 (8 dólares). Nos despedimos con golpeada de puño y salí.
Aunque tenía ganas de probar esa flor de inmediato, debí esperar porque de la mercada me fui para el Museo Numismático del Banco Central de la Reserva. Durante el recorrido me metía la mano al bolsillo y palpaba la bolsita de yerba. Por momentos me dio miedo de que la seguridad exagerada del edificio terminara por darme un mal rato, pero no.

4. Barranco
Un domingo me fui a conocer Barranco, el lugar que me había mencionado el pelao de la pañoleta. Lo primero que hice fue comprar cueros. Luego caminé por un parquecito donde un muchacho me arrimó la mano llena de marihuana y me ofreció; la estaba rascando para montar un cigarro. El joven y sus dos amigos decían que los cogollos estaban muy buenos. Como me agarraron de sorpresa, me asusté y vi esa yerba muy verdosa. Solo atiné a decir que gracias. Seguí caminando y pensando que quizás más tarde, con más calma, compraría.
El día se estaba oscureciendo y no volví a ver a los pelaos del parque. Estaba a punto de desistir cuando de pronto apareció un man sospechoso, con actitud de dealer; le alcé las cejas y él se dejó venir y de una le pregunté por yerba. Me dijo que lo acompañara, que con quién estaba. Los dos teníamos el mismo grado de nervios, pero él parecía más asustado entonces pude manejar bien la situación. Durante el camino le dije que quería comprar 20 nuevos soles y el tipo, moreno y delgado, entró a una casa abandonada y sacó una marihuana envuelta en una hoja de cuaderno; olía rico, y era un poco más cantidad que la que había comprado en Lima. Le di los 20 soles y nos despedimos de apretón de manos. Volvimos a la misma esquina por caminos separados y allí me tocó verlo montarse a un bus. Lo adquirido en Lima y Barranco rindió también para el resto del recorrido por Perú.

5. Copacabana
Al llegar a Copacabana, Bolivia, después de una tortuosa travesía por el lago Titicaca, divisé varios artesanos y saltimbanquis alrededor de la plaza principal. Me acerqué y uno de ellos, tatuado y grande, me atendió y nos pusimos a conversar; era argentino, de Jujuy. Al rato le pregunté por ganja y me dijo que ya volvía. El hombre se perdió entre unos muros y a los minutos brotó de una maleza que empezaba a comerse la esquina superior del parque.
Me hizo señas con la mano y fui con un poco de angustia. Nos sentamos en unas escalas roídas y ahí negociamos: me mostró un moño verdoso dentro de una cajetilla de cigarrillos, olía a mango biche pero no parecía hidropónica. Me pidió 60 bolivianos y como era costumbre pedí rebaja. Aún no tenía claro el tema de la conversión de moneda, y tuve que calcular en sol, en dólar, en peso, y para no enredarme le entregué un billete de 50 (7 dólares) y aceptó. Nos despedimos de estrechón de mano e insistió en que "esa" estaba riquísima. Lo corroboré esa misma noche a orillas del lago.

6. La Paz
Ahogado subía por un costado del Mercado de las Brujas, un sector esotérico con exhibición de esqueletos de cabritos, menjurjes en frascos y muñecas negras, todo en un ambiente colorido, oloroso a incienso, con banderas indígenas y tiendas atendidas por cholitas. En la acera del frente había cuatro jóvenes conversando y uno de ellos, el más alto e inquieto, levantó la cabeza y miró a los transeúntes, como buscando cliente. Yo lo miré porque sabía que nuestras miradas se iban a encontrar, y así fue: me levantó las cejas justo cuando yo me daba en la cabeza dos golpecitos con el puño.
El pelao, al ver el gesto, me llamó con la mano. Pasé la calle y le pregunté por faso, me dijo que sí tenía, que lo acompañara, y subimos juntos un par de cuadras hasta la calle Illampu. Ahí me dijo que lo esperara. Esos minutos fueron tensos. Uno de los manes que estaba con él se me acercó y me ofreció coca, que muy rica; el hombre no me daba buena espina, medio brusco, escandaloso. Al rato llegó el otro tipo y me entregó una hoja de cuaderno doblada, yo revisé y era mucha yerba, muchísima más de la que había comprado las veces pasadas, y por 80 pesos (12 dólares). Le pagué, me despedí y sudando petróleo me fui para el hotel. Aunque todavía tenía lo de Copacabana, me pareció bien reabastecerme para el resto de estadía en Bolivia, y para la llegada a Jujuy y Salta, en Argentina.

7. Rosario
Tenía varios días sin fumar y una noche, en el malecón del río Paraná, sentí ese olor agridulce de la paraguaya prensada. Estaba muy cerca de la vieja estación de tren Rosario Central, y aunque había dos o tres grupos de personas que andaban fumando por ahí, no sentí la seguridad suficiente como para acercarme en medio de la oscuridad.
En el Art Hostel, donde me hospedada, volví a sentir olor a paraguaya. Los humos eran de una chilena de pelo rojo que, después de una breve charla, me regaló un trozo con el que pude armar los dos últimos ejemplares del viaje.
Tras cuatro meses de recorrido por Suramérica, debo decir que el moño no faltó. Que en todas las ciudades, en algún momento, una bocanada de humo de marihuana voló hasta mi nariz. Llegué a mi destino final como arranqué: limpio. Ya radicado en Buenos Aires viviría otra historia con jíbaros misteriosos, relaciones paranoicas y bareta compacta. De novela.
UC