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Nelson de Jesús es vendedor ambulante
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Cómo me atrae su sonrisa en estos tiempos de tanta mala cara solo por no poder consumir. Brilla aún, como un niño entre arrugas. Quizás es la mueca siempre atenta a sembrar de amabilidad el terreno que media con el otro. Lo familiar, aquello que reconocemos con facilidad, que no causa extrañeza ni reacciones defensivas, derrumba los muros del prejuicio, única barrera para el que lleva su vida ambulante, errante, peregrino sin afán.
De negro completo, como uniformado, toda la semana viste un traje que el siglo anterior le dejó. Un intento de la modernidad por generar modelos unificadores, que algún sentido tenían cuando intentaron democratizar, igualar bajo un estándar. El esmoquin —de origen inglés, smoking o tuxedo— goza de una larga y preciosa historia: de uniforme militar, con aportes de la equitación, se reajustó a la vida urbana, que gracias a la energía eléctrica descubrió el placer de las noches. En las nacientes metrópolis los trajes se llevaron con la marca de su sastre; el nombre del productor iba tejido en jacquard en el orillo de la tela. Hechos sobre medida pero con base en un patrón que se ajustaba con la maestría de un sastre, tailor que contaba con formas de madera, tela y rellenos de lana o algodón que imitaban el cuerpo de su cliente. Las telas en fibras naturales, costosas de hacer y complejas pero minuciosamente mecanizadas, eran vendidas casi siempre por los mismos sastres, y si estudiamos los detalles de construcción veremos que en las telas de una yarda, esa medida inglesa equivalente a unos 90 centímetros que marcó por largos años el ancho de las telas de lana, los desperdicios después de trazar los moldes son pocos. En muchos casos los esmoquin permitían ser rehechos en la medida en que cambiaba —en general crescendo— la humanidad de su dueño, que como vemos no es nuestro caso. ¿Cuánta energía quemará Don Nelson de Jesús en su oficio cotidiano de vendedor ambulante, con el preview del traje de sedentario ejecutivo de hoy?
Volvamos al esmoquin. Elegante y reservado para ocasiones especiales, no solo lucía combinaciones de lanas con satén sino que se acompañaba de varias prendas, entre ellas el chaleco, la camisa blanca con cuello de picos, almidonado alto, y el corbatín o moño, o pajarita como le dicen aquí al sur. El modo de construir la solapa y el cuello, y la forma en que se integran, caracterizan a esta prenda, a la que pocas variaciones se le permiten en una estricta etiqueta de dress code.
Para algunos será como un Chaplin que ya no entienden; para otros el más elegante del salón de juego que son las calles del centro de Medellín, eterna primavera de juguetes sin fin. Es una extraña deidad, un José Gregorio Hernández que ofrece en una mano a Krishna marca Hem y en la otra al Tío Sam en bombones y chicles que huelen desde allá hasta aquí, tan empalagosos como su color de sintético mortal. Hagámosle propaganda y ayudémosle a vender también el maní con ardilla y bellota que de dónde putas salió y cómo llegó hasta nosotros. Eso también es parte del pop.
En su rostro, los ojos claros de rojo agotado se tiñen, la nariz y las orejas se caen y no dejan de crecer. Queda la opción del bisturí para el que puede y quiere o contar, con La Cara como relato, la verdad de existir en un planeta regido por la ley de la gravedad. Por costumbre también, va protegido por un sombrero repaisa, negro de ala corta con casi copa, que nos tipifica. Muy ajustado a las condiciones cambiantes de nuestro clima, de sol y lluvia directos que acaban con cualquier piel. Calza zapatos de suela con capellada trenzada, un clásico también, y en falla van cinta, chaleco y corbatín.
Es imposible no ver su anillo con el rostro de Jesús. Tradición de antaño que contrasta con el moderno y resistente maletín.
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