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     Número 36 - Julio de 2012


   
ARTÍCULOS / CRÓNICA
Epifanía en
Manrique Central
Juan Carlos Orrego.
Fotografías: Juan Fernando Ospina

 
Fotografía: Juan Fernando Ospina

Cuando menos lo pensamos, la Virgen del Carmen, en sus andas floridas, remontó la última rampa de la carrera Ecuador y se aprestó a surcar la meseta que la separaba de la iglesia. Una banda de mariachis dejó escapar su música aventurera en ese mismo instante, mientras desde un balcón bañaban a la santa matrona con serpentinas y papel picado. Sin duda estimulada por el nítido ambiente de fiesta, mi hija activó su sexto sentido para descubrir que, bajo el escenario improvisado para la misa campal, se extendía la valla de uno de los patrocinadores del sacro evento: “Ron Medellín Añejo. ¡Libera tu espíritu!”. Sin embargo, la gente pasaba bajo el profano aviso como si tal cosa: como si se tratara de una consigna devota o, mejor, de la más convencional entre las cosas de la Creación. Todo mundo iba de aquí para allá con sosiego, permitiéndose el único exceso de saludar, con sobrio entusiasmo, a la virgen. Era yo quien, acaso por los patéticos arrechuchos estructuralistas con que ya había contagiado a mi hija, pretendía denunciar un desarreglo inconveniente en la reunión de los signos.

Volví al mundo nuevamente gracias a la advertencia que una matrona bíblica, tocada con un velo blanco, me hizo a propósito de la caída de mi billetera al suelo. Era inimaginable tanta honradez o, mejor, justo era lo más imaginable en semejante Edén social. Tocado por la gracia de la compostura, dejé a un lado no solo mis cuitas personales sino el patético afán de representarme el rito como si se tratara de una caricatura plagada de monstruos. A cambio, sentí que me sumía en la felicidad pedestre y gratuita del pueblo legítimo, con inclusión de mis hijos, colegiales e inocentes. Sabedor de que, allí, la única realidad era la naturalidad, me entregué a la tarea de ver cómo mis vecinas en flor agitaban la bandera blanca y marrón de los carmelitas; cómo mi hijo —el benjamín de casa— veía pasar las andas de la patrona como si se tratara del tránsito rutinario de un astro; cómo, desde el puente de la carrera 47, los buseros saludaban con la bocina mientras esperaban, con tranquilidad filosófica, el fin del taco vehicular; cómo, en fin, los viejos se agolpaban en el andén entre macizos de quinceañeras, sin asomo de avideces lúbricas. Tanto me arrobaron los ritmos vegetales del tumulto que sólo muy tarde advertí que la doña del Carmen había pasado ante nosotros, y sin que yo reparara en ella. Tuve que apelar al recuerdo icónico —a mi archivo de retazos costumbristas— para entablar con mis hijos la conversación de rigor:Fotografía: Juan Fernando Ospina
—¿Sí la vieron? Lo que tiene de distinto son los escapularios que ella y el niño llevan en las manos.

Ellos apenas me miraron, extrañados por la innecesaria lección: ya habían tenido tiempo de pasar revista a la imagen de la virgen en el improvisado bazar del portón de la iglesia. Desde el principio se habían instalado en el rito, sin fantasmas ni contriciones intelectuales por vencer, y ahora, de vuelta a la casa, se permitían ser herejes otra vez, con la conciencia tranquila. Era a mí a quien le quedaba el calvario de la epifanía: sólo yo debía regresar al mundo de los muertos. UC

Para R. D.

Los antropólogos tienen razón; y de carambola, los curas, por más que lo hayan dicho en esa jerga gris en que son tan abundantes palabras como “comunidad” o “rebaño”: en los ritos, lo que más importa es el gentío agolpado alrededor de los monigotes. Lo de menos —pero a esto ya no se suscriben los hombres de iglesia— es la verdad sobrenatural que haya o no debajo del aparato ritual, como ya lo dijo el insigne etnólogo E. E. Evans-Pritchard: “Un antropólogo no tiene posibilidad de saber si los seres espirituales de las religiones primitivas o de cualquier otra tienen o no cualquier tipo de existencia, y, por consiguiente, no puede tomar en consideración el problema”.

El pasado 16 de julio llevé a mis hijos a ver la llegada de la procesión de la Virgen del Carmen a la iglesia del Señor de las Misericordias, en Manrique Central, esto es, a lo que cualquiera tomaría por su santuario nacional. Lo digo por las banderas de Colombia que ondean en la alta torre gótica desde una semana antes de la fiesta; por los voladores que durante el mismo tiempo atruenan desde las cinco y cuarto de la mañana para llamar a la diaria procesión barrial; por los sucesivos desfiles de todas las flotas vehiculares de la ciudad, puestas en marcha —entre explosiones y bocinazos— incluso en horas de murciélagos; y, en fin, por el infinito enjambre de romeros y vendedores de cachivaches que llegan a los pies de la iglesia el día de la celebración central, con inclusión de la flamante banda de la Policía Militar (con cornetas en bandolera). Sin embargo, el santuario nacional de la virgen de los conductores está en Bogotá, sembrado en el cruce de la carrera quinta con la calle octava, entre las frías nieblas de La Candelaria.

Mis hijos tenían derecho a conocer de cerca las razones por las cuales, durante los últimos siete días, no había sido yo quien los había arrancado del sueño para que se aprestaran a ir al colegio. Eso me dije, por más que supiera que tenía mis propias razones; esas que, no sin cierto sobrecogimiento, se suelen llamar “de fondo”: quería huir de casa un par de horas, con la idea de no ver el libro retador del que, muy en vano, trataba de arrancar una idea clara que pudiera ser de utilidad en la clase de estructuralismo antropológico que debía dar al día siguiente; asimismo, quería olvidar por un rato la condenada tesis doctoral que, por vez enésima, un tribunal académico me había ordenado corregir. De modo que, con todo y mi cultivado agnosticismo, tomé las manos de mis críos y recorrí con ellos las dos cuadras que separan nuestra casa del misericordioso templo: era eso o sumirme en la más viva angustia ante las frustraciones de mi —como dijera el poeta Otto Orban— “oficio de mierda”.

Al llegar ante la pared más popular del templo —que curiosamente es su costado sur, habida cuenta de que se trata de una de las pocas iglesias medellinenses sin parque frontero—, me sentí en alguna de las páginas de Frutos de mi tierra de Tomás Carrasquilla: una multitud inusual abejorreaba por entre tenderetes de objetos sacros y puestos de comida. En contraste con el austero cuadro que es habitual los domingos —apenas aderezado con una hierática vendedora de obleas y un crispetero con empaque de boxeador olímpico—, ahora se agolpaban a lo largo de la calle los que, apenas con un poco de imaginación, bien podían ser tomados por los mercaderes expulsados del templo según rezan los evangelios. En varias mesas se amontonaban figuras de bulto de la patrona del Carmelo y otras deidades emparentadas, y por los bordes de la madera y desde una suerte de travesaños que coronaban los puestos de venta se “gulunguiaban” —como los chorizos de que da noticia Carrasquilla— ristras de camándulas y escapularios. A un lado se vendían bombas de papel brillante en que se deformaban las caras de los héroes del cómic, y más allá se ofrecían pífanos de estadio. Había hielo raspado y salsas dulces de colores eléctricos, empanadas bullentes como peces remontando una corriente, ventas de galletas y gelatinas de pata, neveras rodantes con paletas y Bon Ice y, por supuesto, obleas y crispetas.

Solo no vi gallinas, y como, además, alcancé a distinguir a un carmelita escogiendo un mantecado en una caja de icopor acarreada por dos mocosos, supe que tampoco vería a Cristo voleando su látigo. En esta Nueva Jerusalén todos eran bienvenidos al templo.

Muy rápido me ganó la simpatía por la fauna comerciante y, sobre todo, por los especímenes que deambulaban entre los romeros sin un centímetro de andén para apoyar la vara de su mercancía o para detenerse con el carrito de sus comistrajos. Todos me parecieron igualmente desgreñados y como caídos en desgracia. Uno de ellos, moreno y bajísimo —a ojos vistas oprimido por un cansancio de siglos—, lucía un delantal con logotipo de farmacia mientras ofrecía mangos picados con sal y limón; otro, con rostro rubicundo de campesino —pero tan flaco que más parecía un penitente—, anunciaba algodones de azúcar de colores terrosos; una mestiza desdentada, limpia y sonriente, ofertaba paletas sin ninguna marca de fábrica; un hombre con la corona calva y la nuca selvosa sostenía un macizo de globos de helio que amenazaba con arrastrarlo; un viejecito con voz inaudible ponía a consideración de todos un surtido de medallitas sacras y de la suerte, con algún escudo del DIM entreverado entre el brillo opaco de tanta lata; y, como si esto fuera poco, todavía tuve tiempo para observar las maromas que, para vender velones entre los grupos que se adelantaban a la procesión, hacía un jayán que meses atrás había conocido como taxista en un automóvil arrogante. Todos a una conformaban una suerte de humanidad marchita, pero, por la misma extremidad de su subsistencia, por la misma justeza de su respiración, eran lo más distante de esa humanidad de la que yo quería huir, y que —científica, acicalada e indolente— a esas horas andaría leyendo con fruición a Jacques Derrida o estaría muy ufana pronunciado palabras esdrújulas ante un auditorio igualmente infatuado.