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     Número 36 - Julio de 2012


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Diploma olímpico

Diploma olímpico

 
Basta con girar la cabeza a la izquierda en el momento equivocado para que el rival deje una estela invisible sobre la derecha. Así se escapó la medalla olímpica de Santiago Botero en Beijing 2008. Al menos eso piensa El Santi en algunas noches de insomnio frente al altar de lo que no fue. Mira su diploma olímpico por el sexto lugar en la ruta y piensa que ahí debería haber un metal en vez de un pergamino. Apenas 12 segundos separaron el simple papel del oro olímpico.

Botero llegó a Beijing con dos juegos a cuestas. A Sidney viajó con la camisa de pepas rojas del Tour todavía encima. El palo de 3500 kilómetros que se había dado en Francia hacía suponer que iba en plan de conocer la Ópera de Sidney. No terminó por fallas mecánicas. Debió agradecer a la cadena enredada entre los piñones. En Atenas ya podía mostrar la camisa arcoiris guardada desde el 2002. Corrió la crono y fue octavo. Se esperaba más. "Tiempo nublado", dijeron desde el transmóvil uno.

A Beijing llegó acompañado de Rigoberto Urán, que acababa de sacar la cédula, y José Serpa, reciente ganador de etapa en la Vuelta a Venezuela. Botero estaba terminando sus rutas y los Olímpicos era la posibilidad de broche de oro, plata o bronce. Me dice que se bajó del avión y el sol era un resplandor triste detrás de una capa de humo fungiendo de neblina. Solo José Serpa, oriundo de Sampués, parecía tranquilo con el sofoco ambiente.

"Los Olímpicos son distintos a cualquier competencia. Ya no está la tensión de convivir todos los días con el recelo de los rivales de siempre. La colección de pesistas, gimnastas, nadadores, remeros, judokas hace que una se sienta como en Avatar. Los luchadores tienen todos un cayo detrás de la oreja, las gimnastas parecen niñas salidas del circo, los tenistas desfilan…" Botero dice que Beijing era una ciudad recién vestida. Salía a entrenar con sus dos compañeros y de pronto, sin notarlo, pasaban una línea imaginaria. Ya no estaba el escenario monumental sino los ranchos, las canales de aguas dudosas, los niños acuclillados en la calle haciendo lo suyo.

Antes de afrontar los 254 kilómetros de ruta Botero le preguntó a Oliverio Cárdenas, técnico de la tripleta colombiana, por la alimentación para las seis horas de pedal que se venían: "Vayan y preparen unos santuchitos en el comedor de la villa", les respondió el antiguo campeón de las Metas Volantes en la vuelta a Colombia. Botero se arrimo donde Alejandro Valverde con cara de hambre y logró conseguir cuatro fiambres marcados con la bandera de España. La ruta no le preocupaba, solo esperaba medir fuerzas para la crono que venía días después y era su gran esperanza. "Igual la ruta es una carrera muy desigual. Los países más poderosos, Francia, Italia, España, Suiza, llevan siete ciclistas y los demás apenas tres, dos o un huérfano. Es como si en fútbol Brasil jugara con 11 y Ecuador con ocho".

Al sonar el pistoletazo los encargados de mostrar la bandera de su país salen como locos: bolivianos, chilenos, rusos de segunda y checos de tercera, brincan para salir en televisión mientras en el lote se dedican a conocer la Muralla y tantear a sus rivales examinando las muecas que deja la cuesta de cada vuelta. Después de una colección de aventuras en las que Urán alcanzó a mostrar la tricolor, italianos y españoles imponen el orden a menos de cincuenta kilómetros para la meta. Botero se siente mejor de lo esperado y comienza a pensar en la medalla. No es momento para estrategias y se ocupa de seguir la rueda de los favoritos.

Faltan doce kilómetros y Botero ya está seguro de que peleará la carrera: "Yo soy una especie de motor a Diesel, no soy rápido, necesito tiempo para coger mi ritmo y avanzar. Solo necesitaba calcular las distancias y mis fuerzas para saber cuando gastar mis reservas". Adelante van Manuel Sánchez (español) y Davide Rebellin (italiano) pero Botero está tranquilo en el grupo persecutor de seis corredores donde están los favoritos Valverde (español) y Bettini (italiano).

Esos son sus hombres. Oliverio Cárdenas, conectado a la oreja de Botero por un radio y encargado de mirar la carrera desde el panorámico del carro acompañante, nunca le dice que los líderes de carrera son tan italianos y españoles como Valverde y Betinni que van tranquilos, sin afán, sabiendo que adelante está las medallas para su país.

De pronto el suizo Cancellara prende la moto en busca de los líderes. Botero sigue pensando que sus rivales están en el lote y que todavía falta para tirar los restos. "Si en ese momento yo sé que no faltan más de dos kilómetros me voy con toda intentando seguir a Cancellara y les llego a los adelante". Nunca le dijeron nada y solo cuando vio el anuncio del último kilómetro Botero sacó todo lo que había guardado. Ya era tarde. El motor Diesel se demoraba para despegar. Llegó a la meta pasando rivales, con un impulso distinto a la todos, había dejado atrás a Valverde y a Betinni, pero Sánchez, Rebellin y Cancellara ya había cruzado rumbo al podio. Los ciclistas son como caballos que llevan el jinete en el carro, desde ahí les deben hablar al oído, ellos siguen las curvas pero no necesitan el fuete a tiempo y la palmada cariñosa en el cuello después de la meta.

En la crono todo fue desilusión. Desde la primera vuelta Botero supo que no pelearía la medalla: "Ya no sabía qué hacer, para qué seguir. No sabía si parar a orinar o ponerme a mirar la muralla. Pero todo el mundo está viendo la carrera y toca pedalear con el desconsuelo encima". Para olvidar esa carrera Botero usa una táctica infalible: se repite que entre los ciclistas vale más la camisa arcoiris que la medalla de oro olímpica. Y el es ciclista. UC