Emma Reyes,
Memoria por correspondencia,
Bogotá,
Laguna Libros 2012.
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Los colombianos que conocieron a Emma Reyes en París en la década del cincuenta la recuerdan como una contadora de historias inigualable. Cuentan que podían pasar horas oyéndola contar su difícil niñez en un barrio del sur de Bogotá, sus temporadas en Guateque y Fusagasugá, su internado en un convento en Bogotá, donde la encontró la adolescencia. Su amigo Germán Arciniegas la animaba permanentemente a escribir, pero ella no encontraba la forma de pasar su gracia al papel. Hasta que encontró en las cartas el medio efectivo para recrear en la escritura las luces de la conversación. Este libro recoge 23 cartas enviadas por Emma a Germán entre 1969 y 1997. Antes de morir, en 2003, Reyes encargó de su obra a la Fundación Arte Vivo Otero Herrera. Ellos se encontraron con la hija de Germán Arciniegas, Gabriela, y con los editores de Laguna Libros, quienes organizaron los originales y presentaron el pasado abril este libro imperdible. Aunque es pésima forma de promocionar un libro, debo decir que es bueno, bonito y barato. Y tiene fragmentos que son absolutamente hermosos, como estos:
Me trataba de sucia, cochina… India salvaje. La palabra india era considerada de insulto.
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Fue en esos días que aprendimos lo que era la profunda soledad y el abandono de todo afecto.
Otro día me preguntó si yo tenía papá y mamá, yo le pregunté que qué era eso y me dijo que él tampoco sabía.
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De pronto vimos aparecer por detrás de la iglesia un monstruo negro terrible que avanzaba hacia el centro de la plaza. Los ojos enormes y abiertos eran de un color amarillento y tenían tanta luz que iluminaban la mitad de la plaza. La gente se tiró al piso de rodillas y empezaron a rezar y a echarse bendiciones; una mujer que tenía dos niños chiquitos los tiró al suelo y se acostó sobre ellos cubriéndolos como hacen las gallinas con los huevos. Unos hombres avanzaron hacia la plaza con unos grandes palos en la mano. El animal se detuvo y cerró los ojos. Era el primer carro que llegaba a Guateque.
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Los sábados eran el gran día; ese día tenía que ir con Betzabé para lavar la ropa en el río. Salíamos muy temprano a la mañana. Betzabé se ponía en la cabeza el atado de la ropa y en un canasto llevaba la comida para los dos, yo llevaba el chorote para el chocolate. El camino era largo, a ratos Betzabé me alzaba para ir más rápido. El río Súcuba me parecía enorme, era el primero que veía en mi vida, a las orillas había cantidades de árboles, aguacates, guayabos, naranjos; siempre íbamos al mismo sitio, donde el río hacía una curva y desde donde veíamos el puente. Apenas llegábamos, Betzabé jabonaba la ropa y la tendía sobre el pasto para despercudirla al sol, luego nos íbamos a recoger leña y a coger frutas; de regreso prendíamos el fuego y poníamos la olla con las papas y las mazorcas. Mientras se hacía la sopa, Betzabé juagaba la ropa, yo soplaba el fuego y cuidaba la olla. Cuando terminaba de extender la ropa, nos desvestíamos, ella se ponía un chingue, a mí me dejaba desnuda, me tomaba en los brazos y nos metíamos al río. ¡Qué felicidad! Yo hubiera querido que esos baños no terminaran nunca.
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Si tú me preguntas cuál fue el primer amor de mi vida, tengo que confesarte que fue Sor María. Era un amor rarísimo, era como si fuera mi mamá, mi papá, mi hermano, mis hermanos y mi novio. Ella reunía para mí todos los tipos de amor y todos los matices de la ternura. Alta, muy delgada, de movimientos ágiles y elegantes, la piel tostada, ojos negros penetrantes y al mismo tiempo un poco tristes, todas las facciones de su cara eran perfectas como equilibrio, pero sus facciones no eran ni femeninas, ni masculinas, yo diría que no tenía sexo. […] Empecé a quererla cuando me estaba preparando para la comunión. Yo bajaba todas las tardes al salón de plancha, salíamos a pasearnos solas por los patios y el solar, ella me tomaba de la mano o yo me colgaba de su cintura. No es que con ella aprendiera más que con Sor Evangelina, no; pero como me hablaba más simplemente y además sentía que me quería, pues me parecía más fácil y más claro.
Dos meses duró la preparación, ella me traía cada día algo escondido en sus bolsillos, o un caramelo o una fruta o la estampa de algún santo. Yo robaba flores, las más chiquitas, en el solar, se las ponía entre sus manos y le pedía de guardarlas todo el tiempo en su bolsillo para que se acordara de mí cuando yo no estaba con ella. Cuando pasábamos las puertas o los sitios donde ella estaba segura que nadie nos veía, me abrazaba fuertemente y me llenaba la cara de besos, yo le besaba los ojos y la punta de cada dedo de sus manos. Cuando en horas distintas a las lecciones la veía atravesar un patio o un salón o simplemente entrar a la capilla o pasar a comulgar a la hora de la misa, mi corazón se ponía a saltar y la respiración se me detenía…
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