Montevideo me hizo llorar dos horas después de haber llegado. Quizás solo por la belleza de sus edificaciones y parques, y del malecón junto a esa mezcla del Río de La Plata y el mar. En el ocaso le sumo sus gentes tranquilas, sin el acelere de las de Buenos Aires, de donde venía, ni de Nueva York, donde vivo. Pero lo de Montevideo fue distinto: fue ver su simpleza, su pequeñez, verla congelada en el tiempo. La emoción aumenta si le sumo a la foto las gentes singulares que cargan un termo de agua caliente bajo el brazo y el pocillo con mate en la mano; sus gentes sosegadas, que mezclan el vos con el tú como en Medellín.
Si el viajero llega al terminal de buses Tres Cruces, camina tres cuadras hasta la céntrica Avenida 18 de Junio y luego se dirige hasta la punta de la pequeña península que es llamada Ciudad Vieja, se podrá dar por bien servido. Luego hay ramblas en cualquiera de las dos direcciones. Hubo un sector grande, residencial, de esta ciudad de alrededor de un millón y medio de habitantes que nunca vi. “Ya pasó”, como dicen allá en el Cono Sur. Pero el pasado no se puede pasar. Luego vi en Internet que sí había algunos edificios altos y modernos. No me importó. Así cubrí casi todo lo más fotogénico de la Ciudad Vieja: los parques, el viejo puerto y los paseos marítimos. La ciudad fue conservada como pudo haber sido hace cincuenta, cien o ciento cincuenta años. Y eso está bien. Y hace reflexionar acerca de las malas decisiones de los remotos gobernantes de algunas ciudades que conozco, donde destruyeron y volvieron a construir edificaciones acaso solo prácticas. ¿Por qué no salvaron un poco, o mucho más, su patrimonio?
El nombre de las vías montevideanas habla un poco de la historia o de las simpatías. Hay ramblas Italia, Argentina, Franklin D. Roosevelt; calles Nueva York, Palermo, Galicia, Carlos Gardel; Parque José E. Rodó, por el célebre ensayista; bulevar Artigas, por su máximo prócer. Y el que tuvo que ver con la historia y no se nombra, o fue borrado en su momento, pues quedó fuera del google map.
Decidí alojarme en un hostal en la calle Canelones. Era la mitad de la semana y había poca gente. Me llamaron la atención un par de chicas londinenses que habían vivido la experiencia más maravillosa de sus vidas: habían permanecido una semana en un rancho sin nada eléctrico ni electrónico, donde hacían labores de agricultura y ayudaban con el ganado. También hablé con una pareja canadiense y sus dos hijas preadolescentes. Habían dejado sus trabajos y escuelas por tres meses, e iban de vueltón por Suramérica, de pueblo en pueblo, como un curso de otoño para todos: en el idioma, la cultura y las costumbres. Estaban en una buena escala y de a poco seguían hacia el norte, siempre cerca del mar.
En la punta de la Ciudad Vieja hay una zona de restaurantes y bares finos. La zona rosa, como la llaman en otras latitudes, no abarca más que una manzana de calles peatonales y adoquinadas. Se venden cervezas europeas y tragos raros, y hay bandas que complacen a la concurrencia, turistas en su mayoría. Se ven británicos, nórdicos y alemanes, y los nuevos pudientes de Suramérica: los brasileños. Las bandas cantan por igual covers de canciones en español, inglés y portugués.
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A tres cuadras de allí está la rumba de los jóvenes, los nativos y los mochileros europeos, muy cerca de la rambla Francia. Adentro, con fútbol en silencio, la Copa Libertadores; afuera, mesas y mucha gente de pie, y hasta hippies locales que venden artesanías y libros de segunda. Algo así como un Carlos E. Restrepo, o un Guanábano, o una plazoleta de pueblo en la que la gente puede tomar licor en la calle y escuchar el agua que choca contra la escollera.
Montevideo y Uruguay son tan pequeños que la posibilidad de sacar provecho de sus celebridades se agota rápido; en los avisos se ven los héroes del fútbol: Forlán, Suárez y Lugano. En cuanto a famosos del espectáculo, el personaje más ubicuo es la actriz y cantante Natalia Oreiro, imagen de bancos y productos de belleza. Por ahí se ve un poco al actor Daniel Hendler y al ganador del Oscar a mejor compositor, el músico Jorge Drexler. Lo divertido es que todos se ganan la vida en Argentina, y Drexler también un poco en España. Les queda pequeño su país; como si Uruguay fuera una región independiente de Argentina, pero a la postre la movida estuviera en Buenos Aires y allí debieran ir los famosos a ganarse el pan... para la carne.
Hablando de carne, la comida popular más famosa tiene el extraño nombre de Chivito. Es un sándwich de carne de res con tomate y lechuga, mayonesa y salsa de tomate. Papitas a la francesa al lado. Nada del otro mundo, pero es famoso. A la gente le gusta su Chivito “Yoruga”; este es un gentilicio con que llaman a los uruguayos.
Recomiendo al transeúnte que si escucha un acento conocido nunca pregunte: ¿Sos argentino? Mejor: ¿De dónde sos? Coexisten cómodamente estos dos hermanos rioplatenses, pero es mejor diferenciarlos.
Hubiera querido recorrer más Montevideo, pero mi meta era conocer casi todo el sur del país e ir a la playa más clarita, o sea donde es más mar que río.
Los parques tienen sus estatuas, sus héroes sobre caballos. Allí y en las ramblas se sientan los montevideanos con sus bebidas de mate. Los mitos urbanos dicen que son melancólicos, como en los poemas de Mario Benedetti. Yo de poesía, pocón pocón; a la poesía no le como cuento. Según los economistas, a los que sí les creo, la ciudad tiene los estándares de vida más altos de Latinoamérica. Dejemos pues la tristeza si se sabe combatir la pobreza. La gente es amable y serena. No son brasileños ni caribeños gritones y fiesteros, ni sonrientes de tiempo completo. Sí, quizás la belleza de la arquitectura y del río/mar entristezca a la gente, que envejece en una ciudad aferrada al pasado. Pues yo preferiría quedarme en un parque antiguo o frente al agua, en vez de alienado en una autopista virtual.
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