Corría el mes de junio de 1996 y las noticias en Colombia giraban alrededor del Proceso 8.000. Los debates sobre el ingreso de dineros de la mafia en la campaña del presidente Ernesto Samper estaban al rojo vivo y eran transmitidos en directo por televisión. Yo había llegado al país en abril de ese año y apenas me estaba enterando de todo lo que pasaba alrededor de la política en Colombia.
El debate me dejó fascinado y no me quise perder una sola transmisión. Era como un duelo entre los buenos y los malos. Por un lado Martha Catalina Daniels, representante del lado oscuro de la política colombiana, conocida como política clientelista y corrupta, defendía al presidente Ernesto Samper; y al otro lado Ingrid Betancourt, que atacaba ferozmente al presidente, no dejaba títere con cabeza y parecía pertenecer a una escasa especie de política que se atrevía a decir la verdad sobre las mentiras.
Sin embargo, después de ese comienzo promisorio la carrera política de Ingrid no despegaba. Según sus compañeros en el Congreso era una parlamentaria competente, pero siempre andaba buscando polémica porque quería llamar la atención a como diera lugar. Tampoco le interesaba mucho tener un programa político o posiciones ideológicas claras, y estaba más preocupada por su imagen pública.
No obstante, la mujer quiso ser presidente, y no ahorró fuerzas y medios para lograrlo. Hasta publicó un libro, La rabia en el corazón, que dizque era una autobiografía y debía ser la base para conquistar la presidencia; por lo menos, eso decían los asesores franceses con quienes se había aliado para lograr tal fin.
Si bien es cierto que el libro se convirtió en un gran éxito en Europa, en Colombia la recepción fue muy distinta y solo logró cosechar reacciones negativas. La campaña iba hacia un fracaso rotundo, y en su desespero por darle un poco de aire viajó a San Vicente del Caguán, advertida hasta el cansancio de los peligros que tenía la aventura por la recién terminada zona de distensión. Ocurrió lo inevitable y ella fue secuestrada junto con su jefe de campaña Clara Rojas.
En julio de 2008, Betancourt fue liberada en la Operación Jaque y, a pesar de la alegría inicial, logró agitar los ánimos de nuevo con su decisión de partir a Francia, donde se sentía “en su casa” y donde, decía, debía ir para agradecer su libertad.
Las reacciones en Colombia no se hicieron esperar, y en menos de quince días (Betancourt tampoco quiso participar en la marcha contra el secuestro el 20 de julio) la opinión pública de Colombia se volcó en su contra. Sin embargo, en Francia y el resto del mundo se convirtió desde entonces en una heroína, un ícono.
¿Cómo explicar esta paradoja? Decidí ir a buscar la respuesta y escribir un libro sobre ese personaje polémico pero fascinante. Pensé que estaba en condiciones ventajosas para emprender esa tarea. Por un lado, yo también soy extranjero, y podía entender mejor las razones por las cuales los extranjeros la habían convertido en la Juana de Arco de los Andes; y por el otro, llevo muchos años en Colombia, conozco la idiosincrasia del país, y además tenía todas las oportunidades para investigar su pasado. Así arrancó mi viaje que era el viaje de descubrimiento para encontrar a “la verdadera” Ingrid Betancourt.
El siguiente fragmento narra el momento en que por primera vez empezó a tambalear la imagen que tenía de Betancourt. Quería entrevistarme con el exfiscal Alfonso Valdivieso en el Congreso de la República, donde tuvo lugar un encuentro fortuito con un personaje misterioso que involuntariamente me dio algunas pistas.
***
“Al fondo de la sala observé a un hombre de baja estatura, llevaba bigote, cabello ondulado y corto e iba vestido con un impecable traje color gris. Era Alfonso Valdivieso que, sentado a una de las mesas, dialogaba con otro periodista. Sobre la mesa había dos tazas de café y una pequeña grabadora. Todo lo que tenía que hacer ahora era esperar a que terminara y entonces tendría ¡mi primera entrevista!
Cerca había una mesa desocupada y decidí esperar allí tranquilamente a que llegara mi turno de hablar con el fiscal. Después de tomar asiento, una mujer, impecablemente vestida con un uniforme de color azul claro y una bandeja en la mano, se me acercó para ofrecerme una taza de café y un vaso de agua. Acepté el café y le di las gracias. Acababa de retirarse cuando apareció de la nada un hombre que se acercó a mi mesa.
Era una figura bastante peculiar y llamativa, por decir lo menos. Un hombre fornido que vestía un ajado traje y llevaba una corbata verde sujeta con un pisacorbatas amarillo, azul y rojo. Tenía el cabello cano, largo, y llevaba unas grandes gafas de montura gruesa. Me tendió la mano y se presentó como Edward Blair. Yo, a mi vez, vacilante le di la mano. Parecía conocer bien el tejemaneje de la sala de prensa y se tomó la libertad de sentarse enfrente mío. Hizo una seña con la mano a la señora para pedirle un café. Me di cuenta que, en un principio, la mujer trató de evitar su mirada, no obstante, finalmente terminó por servirle lo que pedía.
Blair puso sobre la mesa una especie de carpeta. De ella sacó lo que parecía ser un folleto o algo por el estilo. Al observarlo mejor, vi que se trataba de un tarjetón electoral, con números, nombres y las fotos de los candidatos a la presidencia. En las fotos logré distinguir algunos rostros conocidos: Noemí Sanín, Andrés Pastrana, Horacio Serpa, y al lado de cada uno de ellos la foto de su candidato a la vicepresidencia. Había también algunas parejas, unas cinco, que yo desconocía.
—Las elecciones de 1998 —dijo el hombre con un aire de orgullo en su voz.
—¿Cuántos candidatos hubo ese año? —le pregunté asombrado.
El hombre no respondió. En su lugar señaló con el dedo a una pareja que yo desconocía por completo.
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—Fue la segunda vez que participé en las elecciones. —me dijo en tono solemne.
Yo sabía que era usual que en todas las elecciones para presidente, además de los candidatos de los partidos tradicionales, se presentaran a competir personajes que no tenían ninguna perspectiva, y al parecer, uno de esos “locos” estaba sentado a mi mesa.
Deslizó el tarjetón hacia mí, al parecer quería obsequiármelo.
—Es un documento histórico —susurró misteriosamente.
Me di vuelta un momento y noté que Valdivieso aún estaba hablando con el periodista.
—Alfonso Valdivieso —dijo Blair de repente, como si hubiera recordado algo.
“Sin duda, uno de los hombres más valientes y honestos de Colombia. Fue Fiscal General en los tiempos del Proceso 8.000, primo de Luis Carlos Galán.
Quiso depurar la política, se enfrentó a la mafia y a la corrupta camarilla del Partido Liberal, especialmente a Ernesto Samper, quien libraba una discutida carrera con su opositor político Andrés Pastrana...”
—¿Y Ingrid Betancourt? —le pregunté inmediatamente.
Mi pregunta no pareció sorprenderle en absoluto.
—¿Betancourt? Conozco a su madre… Conozco a toda su familia. Sí, su familia es muy conocida en Bogotá… Pero… Esa siempre ha andado con el escándalo pegado al trasero.
—¿Escándalos? ¿Cómo así? ¿Acaso ella no estaba en contra de Samper y de la infiltración del narcotráfico en la política?
—Al comienzo de su carrera, Betancourt tenía un apodo… ¿Sabe cómo la llamaban?
¡BetanCOLT!
Yo lo miré con asombro.
—¿Qué quiere decir Betancolt?
—Colt es el nombre de una marca de armas, un fabricante de armas norteamericano. También tenía otro apodo… INGRAM Betancourt
Edward Blair cayó en un silencio elocuente.
—INGRAM es también el nombre de una marca de armas, supongo.
Pero Blair parecía haber perdido súbitamente el interés en el tema de Betancourt. Miró a su alrededor como si buscase a alguien. Tomó de nuevo la carpeta que había puesto sobre la mesa, sacó de ella una tarjeta de presentación y me la entregó ceremoniosamente.
—Debo darme prisa, pero llámeme si quiere, mi número está en la tarjeta.
Apuró el resto del café, se puso de pie y me tendió la mano para despedirse.
Yo seguí allí sentado, como aturdido. Sin habérmelo propuesto disponía de información sobre Ingrid Betancourt. Una información que difería totalmente de lo que yo esperaba. ¿Qué tendría que ver ella con esos escándalos? ¿No era justamente ella la que siempre había acusado a la corrupción? ¡No podía imaginarlo! ¿Debía creer en las palabras del primer loco que se me apareciera en el camino?
Estaba tan absorto en mis pensamientos que cuando me di vuelta ya era demasiado tarde. ¡Alfonso Valdivieso había desaparecido! Lo busqué por toda la sala con la mirada, pero ya no estaba…”
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