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Número 35 - Junio de 2012     

Artículos / Crónica
El álbum de Andagoya
Fernando Mora Meléndez. Fotografías del albúm familiar.
 
 El álbum de Andagoya
 

En la lenta agonía de mi madre, papá y yo nos pusimos a ver las fotos de la familia. Mi atención recayó en algunas que lo mostraban a sus veinte, con el pelo al rape, sonriente, en una playa de la Guajira, rodeado de unas mulatas de actitud querendona. “Esa es Celina -me dijo- la que tiene los brazos abiertos”. Está haciendo equilibrio encima de los hombros de él, tiene los ojos diminutos, una medialuna por sonrisa y el cuerpo esbelto de los veinte años. Debería haber una forma de nombrar a la mujer que iba a ser la esposa de tu padre, pero tu madre se interpuso. Siento que hay un extraño parentesco entre ella y yo. Las fotos describen la época en que papá salió de casa a andar mundo. Iban a emprender una larga travesía, junto con otros funcionarios del Ministerio de Salud, por el desierto guajiro, pero la camioneta se varó antes de que empezaran la misión de vacunación. El daño era grave y el repuesto para el vehículo tenía que importarse. Los trámites burocráticos tardaron un año y, mientras la pieza llegaba, el carro quedó medio sepultado en algún arenal cerca de El Algarrobo, Cesar. Entre tanto, los enfermeros alquilaron un jeep hasta Riohacha y se alojaron en casa de una comadre de apellido Gómez. Recibían los sueldos de un modo irregular, pero a pesar de eso se las ingeniaban para sobrevivir y andar de juerga. “La dueña del hospedaje, una matrona del pueblo, nos acogió como si fuéramos sus sobrinos más queridos. Todos los días íbamos a la playa, no hacíamos nada aparte de esperar el repuesto. Mis compañeros y yo conseguimos novia. Cuando salíamos o llegábamos, ella nos daba la bendición con el mismo afecto y la misma devoción con que se la daba a los suyos”. Eran días plácidos que ellos vivían como unas vacaciones, después de haber sufrido las adversidades de la selva chocoana. Allá, en la cuenca alta del Río San Juan, era donde todo había comenzado.

Fue a finales de los años cincuenta, mientras el país soportaba otro ramalazo de una de las tantas violencias. Por esos días los extranjeros de la Chocó Pacífico escarbaban con sus dragas hasta el último pedrusco del lecho del Río San Juan para extraer el oro. Entonces José Iván Mora, mi padre, Manuel López y Elías Trujillo fueron destinados allí para una misión que buscaba erradicar una enfermedad tropical, el polypapilloma tropicum, más conocido como pian. La expedición debía remontar las aguas del Pacífico y luego navegar por el delta del río a bordo del Tamaná hasta Puerto España. Una vez atracaran en ese sitio, se repartirían las chalupas en grupos de tres para disgregarse luego por la espesura, con el fin de vacunar hasta el último nativo infectado por el mal.

El álbum de Andagoya

Durante esas décadas, vastas regiones del planeta, en las zonas ecuatoriales, estaban afectadas por el pian. La enfermedad, producida por una bacteria de la familia de las espiroquetas, empieza como una mancha de hongo color frambuesa que tiende a ulcerarse y luego provoca malformaciones similares a las de la lepra. Una sola inyección de penicilina es suficiente para combatirla. Sin embargo, el equipo que andaba con mi padre encontraba fuerte resistencia a dejarse vacunar, sobre todo en los tambos indígenas de la comunidad Waunana.

Después del desembarco en Puerto España, Mora, López y Trujillo navegaron en una chalupa con rumbo noroeste, en dirección a Andagoya. La visión de los manglares, esos laberintos de agua con islas de raíces colgantes, fue el inicio de un largo recorrido por el delta conocido como Siete Bocas. Los equipos de salud estaban conformados por tres hombres y un bote: el enfermero jefe, el asistente y el boga, que hacía las veces de cocinero. Apenas ponían pies en tierra, cerca de un tambo, preguntaban si había entre ellos alguno con manchas raras debajo de los pies. Si la respuesta era afirmativa debían inyectar la medicina a todos los habitantes en dos kilómetros a la redonda. Establecían un campamento provisional o se alojaban en algún bohío mientras cumplían con su trabajo. Dormían en colchones inflables, los mismos que utilizaban, por si acaso, en el agua, como salvavidas.

“Apenas llegábamos a un tambo de cholos –dice mi padre– toda la familia huía despavorida a esconderse en la selva. En el mismo rancho vivían el padre, la madre y los hijos casados, con sus esposas. Era increíble como, después de que pisábamos su espacio, en segundos ya no había nadie allí dentro”. El boga, que sabía algo de la lengua emberá, se internaba en la maleza y los convencía de que la medicina blanca los iba a aliviar. En alguna ocasión les dijo que en cada ampolleta nadaba un espíritu bueno que los ayudaba a acabar con el espíritu maligno que les había producido aquellas malformaciones. Toda la familia iba regresando en silencio a su morada y accedía a dejar que los buenos espíritus entraran a sus cuerpos por medio de una aguja. Así, el equipo podía tardar más tiempo convenciendo a los hombres de las riberas que aplicando la dosis para acabar con la bacteria.

Cuando llegaron a Andagoya se maravillaron de la prosperidad inusual de ese pueblo en medio de la manigua. Se debía a que los gringos de la compañía del oro, la Chocó-Pacífico, habían sentado sus reales justamente en ese sitio, donde el río San Juan se cruza con el Condoto. Los bungalows de los extranjeros estaban acondicionados con todas las comodidades de aquel entonces, incluida la luz eléctrica que compartían con cicatería con los raizales. Al frente del pueblo de Andagoya, como se sabe, había un caserío todo lo contrario del anterior, deprimido y miserable, pero lleno de atractivos femeninos para los colonos, e incluso para los nativos de la zona; se llama aún Andagoyita. Papá recuerda que en las calles de aquella aldea había niños de todos los colores. Esos dos pueblos eran conocidos como Sodoma y Gomorra. Los extranjeros eran como los seres del cielo que en la Biblia bajan a esas ciudades a aparearse con los naturales.

El álbum de Andagoya

Por las noches, ya que había bailes en Andagoyita, mi padre y su amigo Manuel cruzaban el río en una canoa, y regresaban muy tarde a dormir otra vez en Andagoya. Imagino las proezas de estos enfermeros para sostenerse en pie, como Malcolm Lowry cuando cruzaba el Canal de Panamá, jincho de la perra. No recuerdo que él haya sido muy afecto al licor, pero me cuenta que en Andagoyita corría el Platino a chorros, se refiere al aguardiente chocoano que lleva ese nombre. Los nativos también bebían un trago de alambique casero conocido como viche, hecho con caña de azúcar verde, que le otorga un sabor privilegiado, muy distinto al de los demás aguardientes. En las vicherías donde se vendía era común ver a muchos nativos contando sus historias en un ambiente de jovialidad y picardía. Cuando regresaban al campamento de Andagoya recibían la reprimenda de Trujillo, el otro compañero de la expedición. Para este hombre, cruzar a bailar con las negras de Andagoyita era una especie de viaje a los infiernos, que manchaba la reputación de unos funcionarios oficiales en servicio y ponía en entredicho su moral y sus buenas costumbres. Como una ironía, los hados terminarían por jugarle la más pesada broma.

Según mi padre, las costumbres de Andagoyita causaban impresión en las gentes que venían de otros lados del país. Las casas no tenían paredes hasta arriba, de modo que cualquiera podía ver lo que estaba ocurriendo de puertas para dentro. Era frecuente, según dice, que un nativo descubriera a su mujer en coyunda con otro del pueblo. Pero en lugar de armar alboroto o reaccionar con la ira del macho celoso, el marido ofendido iba a la casa de la mujer del adúltero, le contaba lo sucedido y terminaban arreglando el desaire, a todo dar, en la cama. Las mujeres daban a luz año tras año, y empezó a suceder en aquel caserío que ya nadie sabía con certeza quién era su padre.

El álbum de Andagoya

La campaña antipiánica se prolongó durante dos largos años por las orillas del Río San Juan y sus afluentes. Como viajaban en chalupas a contracorriente, debían navegar con precaución para no chocar contra los árboles gigantes que las tormentas habían descuajado y que bajaban con la velocidad de bólidos. El impacto de uno de ellos podía ser fatal. A veces los bogas piloteaban con la resaca todavía a cuestas, en una actitud adormilada y a la vez confiada, que provocaba en el personal médico un terror parecido al vértigo de una montaña rusa. El sopor de la selva, la humedad y las altas temperaturas, entreveradas con tormentas y lluvias sin fin, no eran el ambiente más propicio para quienes no eran oriundos de esas tierras. En vez de tomar tiamina para alejar a los mosquitos de la fiebre amarilla, muchos enfermeros se aficionaron al viche como el mejor antídoto contra los efectos malsanos del trópico. No había que consultar el vademécum para aplicarse la dosis.

A pesar de esto último, veo las fotos del equipo, sobre las tablas del muelle, y me sorprendo con los atuendos impecables de papá y sus compañeros. Lucen camisas de algodón claro, pantalones de dril caqui y zapatos de calle bien lustrosos. De cuclillas, la escuadra posa junto a un barco enorme, el Nóvita, como si se tratara de una tribu de mormones en plena cruzada.

A veces, en los intermedios de las faenas por la selva, estos apóstoles de la penicilina tenían sus momentos de contemplación. Papá cuenta que han llegado a Condoto a abastecerse de víveres y combustible, antes de viajar a Tadó. Está de cuclillas en la orilla, tirando con desgano piedras al río, cuando descubre a una muchacha sentada en otra piedra; se llama Yolanda Rumié. Es una bella siria, hija de un comerciante de Damasco que tiene un almacén de telas en el pueblo. Invita a José Iván a conocer el pequeño imperio de su familia, pero él debe volver al campamento esa misma tarde, subir al bote con las medicinas y enfilar la proa hacia Tadó. Desde allá le envía cartas a la mujer con un boga amigo, pero estas nunca obtienen respuesta. Capear las insolaciones, los mosquitos y las ásperas caricias de la selva, es una rutina fácil de soportar cuando se tiene fiebre de oro, o acaso otra fiebre como la del deseo. Juzgo que varios de ellos debieron sentirse plenos al desviar la mala suerte de un infectado, solo por la gracia de un pinchazo en la piel.

José Iván, su amigo Manuel López y Elías Trujillo regresan a Condoto. Aún con la fatiga del viaje, mi padre va a en busca de Yolanda Rumié, pero se encuentra con todas las cartas atadas por una cinta de ras en el almacén de telas que ya no es de los Rumié. La familia había abandonado el pueblo justo unos días después de que mi padre conociera a la chica de la piedra, de modo que esta nunca pudo leer ni jota de aquellos delirios juveniles.

Expulsados por los turcos de sus tierras, los sirios y palestinos llegaron al Chocó, se dedicaron a la explotación artesanal del oro y a los servicios de transporte a vapor, pero luego fueron desplazados por el monopolio comercial de la Chocó - Pacífico, única empresa autorizada para la minería de aluvión. Es posible que en la época en que mi padre conoció a la Rumié, esta colonia, que había puesto a lucir trajes de sastre, en plena canícula, a los nativos de Istmina, Condoto y Andagoya, se encontrara venida a menos, de modo que varias familias se mudaron a Cartagena. La marcha de los colonos de Oriente no impidió que su sangre se mezclara con la de los negros, así como lo hicieran después los gringos; tanto es así, que existe una palabra, chombo, para designar a los chocoanos de habla inglesa.

El álbum de Andagoya

Una canción popular de Condoto, Maquerule, recuerda la historia de un chombo que comerciaba con panadería, míster McDuller. De acuerdo con el relato, eran tantos los viajes que hacía para vender su parva, que en una de esas regresó al pueblo y no encontró a su mujer. El habla chocoana deformó el apellido original por Maquerule. La tonada repite de modo obsesivo y pícaro los infortunios del hombre.

Maquerule era un chombo
Panadero en Andagoya
Lo llamaban Maquerule
Se arruinó fiando mogolla.

Póngale la mano al pan, Maquerule,
Póngale la mano al pan, pa que sude.
Pin, pon, pan, Maquerule,
Pin, pan, pun, pa que sude.

Maquerule no está aquí,
Maquerule está en Condoto,
Cuando vuelva Maquerule
Su mujer se fue con otro.

Esta era la música que se bailaba en los quilombos de Andagoyita por la época de la campaña antipiánica. Manuel y José Iván tuvieron tiempo de zapatear otro rato antes de regresar al buque Tamaná, que los llevaría otra vez al Pacífico. En Buenaventura, el jefe de la expedición, Alfonso Sierro, repartió los nuevos frentes de trabajo. Los dos primeros irían a La Guajira, pero Elías Trujillo debía regresar en unos días a Andagoya. El hombre suplicó que no lo mandaran otra vez, no porque repudiara el jolgorio de los lupanares sino porque temía ahogarse cualquier día en alguno de los torrentosos ríos de la zona. Todo ese tiempo había servido al Ministerio en la campaña sin saber nadar. “Eso no lo decido yo –dijo el jefe– su nombramiento viene por decreto del Ministerio”. En verdad, la orden parecía venir de un tribunal más alto, el que parece ordenar el destino de los hombres, porque Trujillo se perdió en el delta del San Juan sin haber cruzado todavía la región de Siete Bocas, donde las aguas se tragaron la chalupa. El boga y el asistente salieron a flote, pero el enfermero jefe nunca fue encontrado. 

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