Siempre he pensado en William Faulkner como en una especie de pastor protestante que se dedicaba a escribir para exorcizar los fantasmas pecaminosos que le carcomían la imaginación. Los personajes atormentados y crueles de sus novelas están teñidos de culpa, de desamparo y de una agresividad social nacida del prejuicio y el exceso moral. Esta habitación de monje, con el esquema de su novela Fabula pegado en las paredes acrecienta mis sospechas. Tal vez, detrás del hombre de campo que a veces se convertía en libertino en Hollywood, sí existía un predicador acosado por la vanidad, la lujuria y la violencia. Esa cama escueta, la mesa sencilla y la ausencia de decorado son profundamente religiosas. Solo un lugar tan limpio puede albergar la incesante lucha interior de un hombre contra los deseos que exigen ser saciados. Esas hojas pegadas en los muros podrían ser imágenes de Cristo o frases contundentes para mantener viva una fe. Mirando una y otra vez la foto, me queda más fácil imaginarlo rezando, que retozando con Meta Carpenter Wilde, la hermosa secretaria de un estudio de cine, con la que durante años, le fue infiel a su abnegada mujer.
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