Proust describió sus habitaciones como arcas, nidos, jaulas, urnas. Cada nuevo cuarto le imponía los esfuerzos propios de adaptarse a un nuevo país: "Sé lo que puede sufrirse las primeras noches mientras nuestra alma está sola y debe aceptar el color del sillón, el tictac del péndulo, el olor del cubrepiés…" El asma lo obligó muchas veces al encierro, a la introspección, a la memoria y la neurosis. Alcanzó a compararse con Noé, viendo el mundo desde su arca, "a pesar de que estaba cerrada y de que la noche reinaba sobre la tierra". Llegó al extremo de forrar con corcho las cuatro paredes de su apartamento en el bulevard Haussmann. No a la manera de un pájaro armando su nido, sino de un insecto receloso cubriendo su cueva. Tenía ocupaciones distintas a la simple visita al espejo o la distracción con el fuego de la chimenea. Sus libretas se estaban convirtiendo en un armazón de papeles superpuestos que darían para siete tomos. Había descubierto un mundo fascinante de las ventanas para dentro: "Mi pequeña Louisa, llevo una vida fantástica. Ya no salgo nunca, y me levanto a eso de las once de la noche, cuando me levanto. Lo que me consuela de que usted no esté en París es que si estuviera no la vería nunca; siempre merced a un ataque imprevisto, ya no me atrevo a concertar una cita. En fin, una vida encantadora".
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