Víctor Hugo escribía de pie. Un alto pupitre, al lado de la ventana, en su habitación de la Plaza de los Vosgos, con tintero y pluma de la época, lo atestigua. Desde él, estuviese en París o en el exilio, y entre las pausas de su escritura caudalosa, él miraba un afuera escurridizo de hombres y de olas. Víctor Hugo dormía en una cama que hoy llamaríamos sencilla. Y desde esa alcoba salían pasos que conducían, con la frecuencia de los faunos palpitantes, a los lechos de su esposa, su amante oficial y sus sirvientas. En esta fotografía de museo malograda, con sus bermejos y caobas un poco cursis, y en la que no aparece el pupitre y la cama esenciales, es arduo imaginar algo de la grandeza literaria o los intríngulis íntimos del escritor. Pero hagámoslo y evoquemos tan solo la agitación romántica de las sábanas y los almohadones y unas hojas manuscritas en esos tálamos sostenidos sobre portentosas maderas. Son dos, en realidad, las piezas hugueanas que es aconsejable visitar. La solitaria y luminosa de Guernesey: allí Hugo acostumbraba cerrar los ojos para escuchar la voz de Dios y luego se ponía a enviar sus mensajes solidarios a los miserables del mundo. Y la angosta y sombría de la Plaza de los Vosgos, en la que el escritor se sentía habitar en los núcleos excelsos de la realeza. Entre una habitación y la otra se tejió un itinerario de proyectos artísticos casi todos milagrosamente realizados. Un crecimiento político que partió de loas a la monarquía y culminó en la práctica de un republicanismo utópico. Entre cama y cama, una sucesión de llantos de amor, de templanza ante las persecuciones y las alabanzas y el inmedible espectro de sus coitos prolíficos. Entre sábanas y plumas, por supuesto, la obra, tan vasta como el mar y la tierra, que aún leemos.
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