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             A las cinco y media de la tarde                 de un miércoles de finales                 de noviembre un                 hombre cruza la puerta                 del patio cuatro de la cárcel                 Bellavista. Viene de                 pasar los últimos diez años de su vida                 en la calle, ahora encuentra una soledad                 similar en el umbral de un pasillo de la                 cárcel. El pasillero, bajo órdenes del patrón                 del patio, le pregunta quién es y si                 tiene con qué pagar dormida –celda, camarote,                 "carretera"–. Como no tiene, se                 acomoda en el pasillo junto a medio centenar                 de presos. Tendrá que esperar a                 que sean las nueve de la noche y la actividad                 se modere para poder dormitar,                 porque allí nadie duerme.                 Custodiado por los guardias debió                 atravesar una puerta de diez metros por                 cinco, y reparar en un letrero entre cínico                 y cordial que reza "Bienvenidos a Bellavista".                 En el lugar conocido como "el                 túnel" ha tenido que esperar la entrevista                 con la junta de patios; luego, en lo                 que se conoce como "el tren", los recién                 llegados se han repartido por los patios                 asignados. Para salir de allí, treinta y                 cinco meses después, no en libertad sino                 en remisión a otro penal, tendrá que                 atravesar catorce puertas.                 Reseñado con el número 277707, residirá                 quince meses en el patio cuarto y                 otros quince en el dieciséis. En el cuarto                 dejará el bazuco y creará para los reclusos                 un periódico y una comunidad                 terapéutica. Será castigado por ello por                 sus compañeros y remitido a la cárcel                 de Puerto Triunfo por un director recién                 llegado, donde pasará sus últimos cinco                 meses de encierro como el preso 888.                 Seis meses después, en un pueblo caliente,                 húmedo y pegajoso, sentado a la mesa                 de una parada de carretera, y sin grandes                 alegorías, el hombre dará su testimonio                 de la vida en el presidio.                 —                 La cárcel Bellavista es el Establecimiento                 Penitenciario y Carcelario de                 Medellín pero queda en Bello. Sobre ella                 dice en la página oficial del Inpec: "con                 orgullo se puede decir que es el Centro                 de Reclusión más pacífico de Latinoamérica".                 Fue abierta hace 35 años para                 dar cabida a 1.700 presos y hoy alberga a                 cerca de 7.300. La imagen del hombre es                 la de un pueblo con dieciséis patios que                 hacen las veces de barrios del "estrato                 uno al nueve". Cuatro de ellos –el dos, el                 cuarto, el ocho y el quinto– se conocen                 como los del "agite", porque "en el momento                 menos sospechado cualquier cosa                 puede pasar": una asonada, un tropel,                 una huelga de hambre, una "volante" –                 que es cuando guardias armados de perros                 y gases entran a requisar cada rincón–.                 En esos patios se juntan delincuentes                 de todo tipo, cerca de 5.500, según el                 hombre.                 "En la cárcel todo es prohibido, pero                 todo se puede". Las reglas de juego son                 estrictas pero están prestas a romperse                 en cualquier momento. "Allá cada cual                 tiene que respetar, sin importar quién                 sea, pero también cada cual, cuando le                 da la gana, le falta el respeto al que sea".                 Todo es un negocio, y los negocios están                 escritos en piedra: se transan semanalmente                 y lo que se debe se paga: "uno                 allá tiene que ser honrado, tiene que                 ser responsable, tiene que ser hombre y                 marchar como hombre y hablar como                 hombre".                 Las visitas son los fines de semana.                 Del preso que visitan durante un tiempo                 y después olvidan se dice que "le cogieron                 la curva", y al que nadie visita le                 dicen "pirata". Los que sí tienen dolientes                 están autorizados a recibir a diez personas,                 tres por visita. Los domingos son                 las visitas conyugales femeninas y los sábados                 las masculinas, porque "también                 hay mucho preso que le llega su esposo,                 su amigo, y es normal y es muy respetable".                 El primer domingo de cada mes es                 la visita de los niños, casi una fiesta, y el                 patio se decora con globos y los internos                 se disfrazan de payasos y reparten torta.                 La autoridad son los reclusos porque                 los guardias son apenas cuatrocientos.                 Al señor que manda le dicen "cacique",                 y hay que pedirle permiso hasta para                 dormir: "lamentablemente en la cárcel                 vos no sos dueño de vos, y como vos en                 la cárcel no valés nada, no podés decir                 nada". El don tiene alrededor suyo una                 cohorte de reclusos que lo protegen y se                 encargan de hacer cumplir sus órdenes:                 los "pasilleros" le rinden cuentas de cada                 pasillo, y a ellos, allí, otros reclusos conocidos                 como "cachorros".                 Cuando hay tropel todos los presos se                 involucran; están curtidos de calle y de                 violencia y cuando no, la cárcel entrena                 en la práctica. Si alguien queda debiendo                 será llamado a cuentas en un rincón                 lejos de los ojos de los guardias, y si la                 vuelta es con chuzo, el otro habrá de tener                 chuzo también. Por eso se dice que                 "uno en la cárcel no tiene amigos", sino                 conocidos que están en la buena, porque                 en la mala se esfuman. "Esa es la vida de                 cárcel, y esa es la cárcel, y eso es real, y                 eso es normal, porque en la cárcel todo                 lo que ocurre es normal". 
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            En Bellavista las deudas siempre se                 pagan, y "a cualquiera lo pueden matar                 por un fósforo". Las cuentas se arreglan                 en el "bongo", como le dicen al lugar                 donde se distribuye el alimento. Cada                 patio desfila por su comida, y es indispensable,                 para evitar trifulcas, que jamás                 se crucen allí los habitantes de dos                 patios distintos. Los "parlantes" –presidiarios                 que hacen las veces de comunicadores–                 anuncian con algún gesto la hora                 de la alimentación; a eso le dicen "sonó                 el bongo". Los reclusos atienden el llamado                 con prisa: todos quieren llegar primero                 a ese inmenso salón y, bien enfilados,                 entrar a alguno de los cuatro túneles                 en que otros reclusos redimen su                 condena llenando cocas con sopa, seco y                 jugo. Aunque en el bongo no hay guardias                 –están apostados en los túneles–,                 durante los 45 minutos que dura el recorrido,                 los reclusos respetan la fila, siempre                 en movimiento.  
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             Cuando hay problemas todos lo saben de antemano, y alrededor de los involucrados se arma un corrillo, "como en una pelea de gallos". Nadie interviene; si alguno lo hace los demás siguen el ejemplo, y cuando eso sucede llegan los guardias con sus gases y "todos llevan del bulto". En el cuarto hubo una vez un hombre                 moreno, "niche", a quien le gustaba cambiar                 de patio con frecuencia y "patinar"                 por todos los pasillos haciendo negocios.                 Pagaba condena por el robo de un celular           y le faltaban dos meses para salir libre. Un par de semanas antes, en el patio                 quinto, le había fiado un bluyín a un señor                 en dos mil pesos. El tiempo pasaba y                 el señor no saldaba su cuenta, entonces                 el "niche" lo citó en el bongo. Mientras                 circulaba la fila, el "niche" apuñaló en el                 cuello al señor, que ante los ojos de los                 reclusos se desangró lentamente hasta                 morir. Los reclusos patinaban en la sangre                 mientras desfilaban por la escena del                 crimen, porque pase lo que pase la fila           del bongo nunca se detiene.  
            El patio cuatro es un edificio de cuatro             pisos, pero solo ocupa tres porque el             último, antes conocido como La Guyana             –lugar de castigo–, fue adaptado para             recibir delincuentes bellanitas. Los pasillos             y celdas no se cierran nunca, porque             en el exterior no caben los presos:             fue construido para aproximadamente             250 y hoy lo habitan cerca de 1.700. La             necesidad lo ha transformado hasta casi             derrumbarlo: está lleno de cambuches y             de agujeros que los reclusos han abierto             para dejar que entre el aire y vigilar lo             que sucede afuera.             Como los demás patios de agite, está             despierto las 24 horas. A las cuatro y media             de la mañana comienza el día, y todos,             excepto los que pagan al cacique un             impuesto para dormir hasta tarde, tienen             que levantarse. Se desayuna a las             cinco y media, se almuerza a las nueve             y media, se come a las dos de la tarde.             En la mañana y la tarde salen del patio             quienes necesitan atención médica             y quienes para reducir su pena validan             la primaria, aprenden ebanistería o hacen             algún curso: tres días de estudio o             de trabajo equivalen a un día menos de             encierro. Luego, entre cinco y seis de la             tarde, los presos regresan a sus celdas y             pasillos, que pueden rondar a su antojo             hasta las ocho. Después, encerrados en             el pasillo, esperan que vuelva el día para             que todo empiece de nuevo.             En los intervalos tediosos los presidiarios             juegan cartas, dominó, ajedrez             y microfútbol. El patio huele siempre a             marihuana y a cigarrillo, y todo el día retumba             la música –vallenato, salsa, guasca–:             "hay partes donde uno no puede ni             hablar, y no se puede decir nada". A veces             toman chámber, un licor artesanal             que los dueños del negocio elaboran con             fruta o jugos podridos, azúcar y levadura,             descomponen con tornillos y hierven             con lo que tengan a mano. Algunos             leen en la biblioteca del patio, los más             acomodados matan el tiempo en sus celdas,             enfrente del televisor y del ventilador,             y los que están afuera eluden la caca             de las palomas "porque si a vos una paloma             te caga, te hacen la bulla más verraca             y te gritan: cagao, cagao, cagao". En los             entreactos, el parlante notifica diligencias,             audiencias y libertades. A veces hay             peleas, a veces hay volantes, y hay que             estar siempre alerta, pero del cuarto nadie             quiere irse pues, de los patios de agite,             es el único donde hay solo un cacique.             —             A veces, aprovechando la abundancia             de presos piratas y sin mujer, una prostituta             ofrece su cuerpo para rifar entre los             reclusos, "porque en la cárcel todo es posible".             La mujer envía fotos en poses provocadoras,             desnuda, o casi, y con toda la             seriedad del caso los dueños del negocio             "patinan" por celdas y pasillos exhibiéndolas             y anotando en una lista a los participantes.             Juega con la lotería de Medellín,             y según la ocasión el premio incluye             también marihuana, almuerzo,             chámber y perico: "Prácticamente el plato             debe ser completo, y es normal, eso es             normal".             A las nueve o diez de la mañana del             día pactado, la mujer entra a la cárcel             como una visita normal, vestida normal,             y a la tarde abandona             la cárcel junto a             novias y esposas, normal.             Como ella, es normal             que otras prostitutas             pidan a algún preso             que las incluya en la             lista de visitantes, para             entrar y hacer su día en             la cárcel, dada la necesidad.             Como con la rifa,             en este sentido la cosa             es seria, pues la visita             es sagrada como pocas             cosas en esa cárcel donde             a las prostitutas, normalmente,             se les dice             taxis.             
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            Los demás patios de             Bellavista son "especiales",             y sus reclusos nunca             se alimentan de la misma comida del             bongo. El once es para empleados del gobierno             y no pasa de 200 internos; no se             roba, no se mata, pero de todas formas             se puede conseguir cualquier cosa. El             diez es el de los viejos, mayores de sesenta             años, y lo habitan menos de un centenar             de reclusos que pasan los días escuchando             radio y jugando cartas o dominó.             El seis, el de la comunidad terapéutica,             es para aquellos reclusos que durante             dos meses han participado en las precomunidades             de los demás patios; si sus             intenciones son sinceras, el interno irá al             patio seis y allí convivirá durante dieciocho             meses con otros cuarenta internos             mientras recibe "tratamiento terapéutico".             El trece es para los presos que trabajan             en el "rancho", como le dicen al lugar             donde procesan los alimentos, y se los ve             siempre de blanco, con mallas y cachuchas.             Hay, además, un anexo para enfermos             mentales en el que conviven una             veintena de reclusos. La enfermera, que           "también debe estar loca", les suministra             drogas y hace las veces de madre.  
              
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             Se sientan, caminan, cantan rancheras, declaman poesía, miran fijamente al visitante para pedirle cigarrillos, y de vez en cuando negocian con carros, fincas, aviones y barcos imaginarios. Viven dopados y, a decir del hombre, "son internos que prácticamente han matado y han comido del muerto". 
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            Por haber creado el periódico y promovido             la rehabilitación al hombre lo             tildaron de sapo, y un día lo hicieron             desfilar por el pasillo para recibir golpes             de todos los internos. Eran las cinco             y media de la tarde. Herido y ofendido,             se acercó a la reja que separa los             guardianes de los presidiarios, conocida             como "rastrillo", y anunció a los gritos             su intención de "enrastrillarse", es decir,             declararse en peligro y exigir cambio             de patio: "Eso es gravísimo, porque llaman             al cacique del patio y le dicen: 'oiga,             qué es lo que pasa con este interno, cómo             así que aquí no puede vivir'". En el rastrillo,             mientras se hacía la investigación             de rigor, el hombre permaneció hasta el             martes, cuando amenazó con huelga de             hambre. Como el periódico lo había hecho             visible afuera, las autoridades carcelarias             temieron un chasco mediático. Los             guardianes le decían que pidiera traslado             al patio dieciséis, "El Poblado de Bellavista",             el "estrato nueve" de la prisión,       y él lo hizo. 
            El patio dieciséis es                 de máxima seguridad.                 Fue construido como                 anexo –lejos de los demás                 patios y diferente                 a ellos en todo– para albergar                 a quienes cobijó la                 Ley de Justicia y Paz. Sus                 tres pisos están habitados                 por cerca de cincuenta                 reclusos, entre guerrilleros,                 paramilitares y algunos                 delincuentes comunes.                 Las "celdas", una                 por preso, son "apartaestudios"                 con baño, ducha,                 lavamanos, cocineta, lavadero,                 sala comedor,                 cama y un armario. La                 comida es más abundante                 y mejor, y los presos                 tiene su propia biblioteca,                 sus propios centros de                 atención médica y odontológica,                 sus propios talleres y programas                 de disminución de penas: ningún                 preso del patio dieciséis tiene necesidad                 de mezclarse nunca con los de los demás                 patios y para no perder el privilegio, "todos                 marchan como un relojito, como pisando                 algodón". 
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            Es medio día en el patio dieciséis. El                 hombre está haciendo gallinas de madera                 en su taller cuando escucha a los                 guardias pronunciar sus nombres y apellidos.                 Le dicen que tienen cinco minutos                 para empacar porque sale en remisión                 para otro centro penitenciario. Le dicen                 que es en serio, que se apure. El hombre                 se entera de que será enviado a la prisión                 de máxima seguridad de Puerto Triunfo,                 en predios de la Hacienda Nápoles,                 inaugurada tras la bendición de un cura UC                 en el segundo semestre de 2010: "Puerto                 Triunfo es lo contrario a Bellavista: es lo                 peor, es el infierno".                 Llega al patio dos –de mediana seguridad–                 un miércoles a las nueve de la noche,                 esposado de pies y manos. Lo uniforman                 con un pantalón y una camisa de                 color caqui y raya naranjada en los costados,                 y unas botas que, no se sabe bien                 por qué, en la prisión se conocen como                 "las Ricky Martin". Las botas cierran con                 velcro porque están prohibidos los cordones                 y los cinturones, pues muchos de                 los presidiarios saben que no saldrán vivos                 de allí. Al hombre le asignan una celda                 que debe compartir con otros tres reclusos                 y en la que nunca hay agua.                 Los patios son herméticas moles de                 cemento "al estilo de las cárceles americanas",                 donde día y noche hace cerca de                 35 grados de temperatura. La comida no                 está mal pero el agua llega dos veces al                 día, tibia y turbia, y el servicio médico                 es precario porque ningún profesional                 de la salud se amaña en esas tierras lejanas                 y de aire "malsano". Los programas                 de redención de penas son pocos, como                 pocos son los empleados, pero las solicitudes                 de permisos y libertades condicionales                 se tramitan más pronto que en Bellavista.                 A las seis de la mañana todos los reclusos                 son sacados de sus celdas, y, bajo                 el sol, obligados a permanecer hasta las                 cuatro de la tarde, cuando vuelven al encierro                 de sus celdas. Uniformados, numerados                 y vigilados, los presos matan el                 tiempo en medio del calor: "para el común                 de los presos un día es nada y se la                 pasan sentados por ahí, recibiendo sol o                 durmiendo en un corredor". Las visitas,                 una vez al mes, son la única oportunidad                 que tienen de cambiarse el uniforme por                 su "ropa de civil". Los visitantes son recibidos                 en un patio dispuesto solo para ese                 fin al que no se puede entrar nada, y los                 implementos de aseo deben ser enviados                 al penal por correo certificado. 
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            A la mesa de un restaurante, en un                 pueblo caliente, húmedo y pegajoso, un                 hombre recuerda su vida en el presidio.                 El calor empieza a derretir la entrevista                 en el preciso momento en que recuerda                 la tarde que le notificaron libertad "condicional".                 El hombre no suda una gota,                 pero ahí, en el preciso momento, llora.                 Cuando todo ha terminado ofrece para                 la venta una gallina de las que aprendió                 a hacer en Bellavista, da las gracias,                 dice a la orden. Tras despedirse, tomará                 un bus con dirección al pueblo en que                 vive con su mamá. Se sentará con ella a                 la mesa, trabajará la madera, ofrecerá                 puerta a puerta sus gallinas. Parecerá,                 entonces, como si en verdad su vida hubiera                 regresado a la normalidad.  
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