Aislarse, del torbellino social, de la solicitación política, de la parranda literaria, es lo que necesita, y lo ha conseguido instalándose en un frondoso y arcaico caserón "propio de una novela de Emily Brönte", en un tranquilo suburbio residencial, San Ángel Inn, donde los amantes de la arquitectura colonial han levantado sus tapias entre los bejucos, rodeándose de vigas, escotillones, verjas de hierro y otros desechos rescatados de propiedades en demolición o de los bazares y anticuarios de la Lagunilla. Es un barrio asoleado en el que se confunden amablemente lo añejo y lo moderno, la fachada patricia y el galpón. Hay calles tortuosas que desembocan en callejones sin salida, y jardines fragantes con piscinas y patios enlosados. Los taxis que llegan del centro por la autopista se pierden en estos parajes remotos donde trinan los pájaros y se enroscan las madreselvas en los árboles dormidos. Al medio día los obreros indios encienden sus fuegos en las veredas, bajo sus toldos, donde se reúne toda la familia para comer, acuclillándose de espaldas a la calle, por donde pasan retumbando los últimos convertibles.
La casa de Fuentes se oculta en un recodo. Hace un fresco agradable, y el dueño de casa nos recibe en el portón, en camisa azul abierta, impecables pantalones blancos y zapatos de tenis. Es locuaz y campechano, con una labia muy mexicana, chispeante, ágil e inmediatamente seductora. Ríe, se alborota y se recompone, se queda pensativo, con los ojos encendidos, se repudia modestamente, sonrojándose como un niño y quema energías nerviosas a grandes trancadas. El bigote, los altos pómulos, la frente despejada, le da un aire de galán –su mujer es Rita Macero, una famosa belleza del cine mexicano-, pero los redime una mirada intensa, inquieta, en la que se concentra toda una dinámica introspectiva.
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"Pregúntenme lo que quieran. Yo soy una maquinita de hablar", nos dice, con la urbanidad del que se roza a diario con micrófonos y reflectores. Lo seguimos a través de un patio oscuro, desde el que vislumbramos un jardín con columpios y macizos de flores, a las sombras de un gabinete rústico, y subiendo al trote por una empinada escalera de caracol llegamos a una espaciosa habitación en la que se destaca una gran chimenea feudal rodeada por estanterías de libros que se elevan hasta un distante cielo raso. Los trechos de pared entre el enmaderamiento están tachonados con estampas de Picasso y pinturas abstractas, y decoran los rincones máscaras de piedra, estatuillas en pedestales y torturadas escultoras de hierro forjado. En un rincón retirado con ventana, una especie de traspuesta, hay un gran escritorio en el que se amontonan los papeles, y en el centro del cuarto, frente a la chimenea, se agrupan divanes y canapés almohadillados en torno a una mesita de café donde se tambalean pilas de revistas, todas al día, y libros recientes de autores norteamericanos: Mailer, Flannery, O´Connor. Charlando sociablemente, con una taza de café, nos acomodamos en los suntuosos almohadones. Fuentes, de buen humor, se sienta en el suelo, estirando las piernas, luego recogiéndolas, para apoyar los codos en las rodillas, mientras fuma un cigarrillo tras otro.
Es un afiebrado para quien la imaginación creadora es una forma de la hipocondría. "Escribo con los nervios del estómago y lo pago con una úlcera duodenal y una colitis crónica." Desde que enfermó supo, como quien se ve oscuramente condenado a la salvación, que el camino del paraíso pasa por el infierno. "Porque intuyo eso escribo novelas", declaró hace un tiempo ante un auditorio absorto, en una conferencia a lo Mailer que se convirtió, según su propia descripción, en una especie de strip-tease público. "Sólo por eso vivo, y vivo como escribo, por exceso y por insuficiencia, por voluntad y por abulia, por amor y por odio." Citó a Mailer, otro poseído, y veterano de muchos atentados públicos: "Se escribe con todo lo que está vivo para uno: el amor, la violencia, el sexo, las drogas, la pérdida, la familia, el trabajo, la derrota. Pero se escribe sobre todo con algo que no le importa a nadie sino al escritor." Lo que eso puede ser, no hace falta nombrarlo. A Fuentes le viene de lejos.
"Yo escribo desde muy niño y tengo cosas publicadas en Chile, por ejemplo, de cuando tenía doce o trece años: cuentos en el Boletín del Instituto Nacional de Chile, en la revista del Grange de cuando yo estudiaba allí, etcétera."
Su vieja pasión recibió el sello oficial en 1954 cuando un escritor mexicano, Juan José Arreola, fundó una editorial para escritores jóvenes llamada Los Presentes. "Entonces", dice Fuentes, "todos los que teníamos fiebre empezamos a escribir como locos para la editorial".
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