Esa noche me puse a imaginar que a ella le gustaba la lluvia —entiéndase el deseo de salir en medio de una tormenta—; que siendo el baile una de sus grandes pasiones, su cuerpo se había forrado de músculos incansables; que seguía amando a los colombianos por la devoción a la rumba y a la lectura, como escribió hace años, y que por estas razones llegaría en cualquier momento, contra todo pronóstico, a la casa antigua donde yo la esperaba sin que ella lo supiera. Alma Guillermoprieto me reconocería como la ingenua del día anterior que se quedó al final de la charla sobre caos y periodismo para invitarla a la fiesta del periódico Universo Centro, y, por un impulso natural de su carismática personalidad, me estrecharía la mano, me diría qué gusto verla (se vale soñar) y yo, venciendo mi propensión a quedarme sin palabras, le preguntaría qué se le quedó anotado en la libreta para refutarle a Jean François Fogel sus ideas sobre la prensa sin Gutenberg.
Sigo con la curiosidad de saber qué pensaba cuando negaba con un leve, casi imperceptible movimiento de cabeza, los vaticinios del periodista francés sobre el futuro del periodismo: “Las estadísticas demuestran la predilección de la gente por los videos en lugar de la lectura en Internet” (las estadísticas también aseguran que en Medellín preferimos los libros de autosuperación, pero yo no he leído el primero).
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Estaba en que Alma negaba con su cabeza esas curiosidades digitales, o por lo menos eso parecía, y se veía inquieta en el sofá gris esperando el turno para rebatir a su colega, pero alguien de la organización indicó que el conversatorio se terminaba por cuestiones de tiempo. Lo que Alma iba a decir quedó en los oídos de Jaime Abello, quien es ahora el custodio de su secreto.
Todo esto pasaba por mi cabeza mientras se disminuía lentamente una fila de dos horas para entrar al baño de la casa donde transcurría la fiesta, cuando escuché la voz de alguien que hablaba de la periodista como si la conociera. Era Ricardo Corredor, el moderador, contando con la animosidad que da el vino algunas anécdotas de La Habana en un espejo, –En ese libro narra cómo Cunninghan se acercó y le dijo que se fuera para La Habana, que ella sería una gran profesora de baile… ¡Profesora!, imagínate, a ella que soñaba con ser la siguiente Martha Graham. —Ricardo —interrumpí la confesión del libro— dígame que la convenció de que viniera, usted me dijo que iba a venir con ella —le recordé como si mereciera un informe detallado del tipo vieja amistad. Acomodándose el marco de las gafas sobre su nariz y haciendo un esfuerzo por agacharse hasta mi nivel sin regar el vino me susurró: “Acabamos de dejarla en el hotel, estaba cansada, no podía estar de pie cinco minutos más”.
Agradecí el informe, con desilusión me aparté de la fila, y salí a la puerta para ver cómo la tormenta había adoptado la forma de riachuelo en la calle empinada, arrastrando en su corriente las hojas y chamizos de todos los árboles del barrio Prado. Mirando el caos de agua revuelta recordé una de las pocas frases de su abreviada intervención: “[Periodistas] salgamos a que nos suceda el caos del mundo. Eso hago yo, salir como planeta a que me impacten los meteoritos”. Lástima que precisamente esa noche prefirió la comodidad de una cama blanda del Hotel Intercontinental, y dejó la fiesta sin Alma.
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