Paul Bowles fue viajero y escritor, o viceversa. Era gringo, hijo de un dentista acomodado de Nueva York. Desde pequeño mostró vocación por el piano, pero más fuerte resultó el deseo de estarse moviendo. De la música pasó a la crítica musical, y de ahí saltó a los cuentos y novelas. Entendió que su naturaleza de nómada, combinada con el valor del dólar en otros países, podía dar buenos resultados. Y terminó recorriendo Marruecos con una grabadora en la mano, recopilando raros cantos del desierto. Más tarde se compró una casa en Sri Lanka para escribir su más famosa novela, El cielo protector.
África fue la obsesión de Bowles —allí se desarrollan sus mejores historias—, pero los viajes en barco le permitieron tocar muchos puertos. En sus memorias están estas visitas cortas, entre ellas una escala en la costa colombiana. Fueron unas pocas semanas del año 1938 ó 39, en una Colombia donde los soldados todavía andaban con armas blancas. Aunque Bowles pasó enfermo casi toda su estadía, contó con tiempo para tener noticias de un muerto y pasar la frontera con una paca de cigarrillos de marihuana en sus maletas.
Bowles ya venía delicado del estómago en el trasatlántico venezolano Juan Sebastián Elcano, que lo traía de África, pero se agravó en un hotel de Barranquilla. Allí le pusieron una jarra de agua para la noche, cuyo aspecto era tan desagradable que debió preguntarle al camarero si esta era realmente para beber. El muchacho le respondió afirmativamente, agregando que el mismo administrador la hervía. Con ingenuidad de gringo, Bowles sació la sed de una noche húmeda y de tormenta, de fragancias frutales y hojas de plátano que hacían resonar los goterones del violento aguacero. Al día siguiente no se pudo levantar.
El mismo empleado fue quien le subió algo de comer al enfermo, y este le preguntó si en verdad esa agua estaba hervida. El muchacho le dijo que no lo estaba, y ante el reclamo del huésped le respondió que el administrador, de hecho, la hervía, pero para él y su familia, no para los huéspedes. Parece un mal chiste, pero Bowles no ahonda en explicaciones. Sin embargo, se podría sospechar de un malentendido idiomático, mezclado con un afán de cortesía, que no permitió expresarse claramente al colombiano. Esto para hablar en su favor. Bowles tenía idea del español, y de hecho había practicado bastante durante el reciente recorrido marítimo, gracias precisamente a su estadía en la enfermería, donde lo visitaban diariamente miembros de la tripulación venezolana.
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Pero muy probablemente el acento del camarero barranquillero no se prestara para las precisiones que se necesitaban en el asunto del agua. Prueba de ello es que los padeseos al mar de un cachaco generalmente estén salpicados con la anécdota de una diarrea. Y siempre una voz aseguró que el agua estaba hervida, la lechuga lavada y los camarones frescos.
Pero el malentendido de Bowles habría que matizarlo con la buena intención de un empleado que quizá, al ver un agua terriblemente turbia, no se atreviera a advertirle que no la tomara. Algo parecido le había ocurrido al escritor en una pequeña ciudad de Marruecos, donde un mesero le aseguró que al día siguiente saldría de madrugada un bus para el pueblo que él quería visitar. Pero no hubo tal bus y Bowles se devolvió donde el marroquí, quien le confesó que no quería contrariarlo en su deseo de que existiera dicho transporte.
Descompuesto, Bowles terminó en la finca cafetera de un norteamericano en las faldas de la Sierra Nevada. La altura, le dijeron, le haría bien, pero no fue así, debió bajar a Santa Marta a buscar un médico. Ahí averiguó pasaje para Bogotá, pero la idea de tener que hacer un viaje de nueve días sólo hasta Honda, donde tendría que tomar un tren hasta la capital, lo desalentó. No era falta de espíritu aventurero, se disculpa él, sino falta de dinero para pasar en el interior un tiempo que justificara semejante viaje.
Para aprovechar los días que le quedaban, Bowles armó viaje para Riohacha, donde supuestamente hallaría indios con arcos y flechas. Pero no pudo viajar porque el único barco de cabotaje que hacía la ruta desde Santa Marta estaba averiado, sin fecha definida para volver al agua. De vuelta en tren, cerca de Ciénaga, le tocó una de las típicas atracciones locales: ver muerto, o casi. Recuerda que en medio del manglar se escuchó un traquido de la locomotora, antes de que tres soldados con sables aparecieran por el pasillo del vagón persiguiendo a un hombre desnudo. El perseguido saltó al agua y se escabulló entre los mangles, pero los soldados lo tenían demasiado cerca. Minutos después, retornaron enfundado. Así es la vida, dice Bowles en español, replicando seguramente la exclamación de algún pasajero.
Lo del tráfico de marihuana fue una asunto menor, más bien circunstancial. Bowles realmente no fue aficionado a las drogas de ningún tipo. El hachís, bebido en forma de kif, le produjo en Tánger una traba mayor, que lo hizo perder por el barrio antiguo durante horas. Como para no repetir. Y la marihuana en hierba, que probó de un joven venezolano antes de llegar a la costa suramericana, precisamente en el viaje que lo trajo a Colombia, tampoco le hizo gracia. Sin embargo, antes de tocar La Guaira, el muchacho le regaló todos los baretos con la advertencia de que los escondiera bien entre sus cosas. Bowles entró y salió con ellos por nuestro país sin darse cuenta, y los vino a encontrar otra vez cuando iba rumbo a California. Dos marineros gringos, sujetos de tan aromático regalo, lo trataron con el respeto que se le debe a un gran traficante.
Bowles murió en Tánger, Marruecos, en 1999. Vale la pena leer sus cuentos de personajes extraños y alucinados por el desierto, o de millonarios que viajan por el África de espaldas a la Guerra Mundial. Después de estar en contacto con Bowles, es difícil no querer salir a recorrer el mundo, así sea para tocar otra costa o enfermarse en otra parte.
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