"No intenten asentar el helicóptero sobre el suelo que el terreno es bastante inclinado… déjenlo a cincuenta centímetros del piso que yo subo sin problema…". Era la voz de Alfonso Cano. Escuchamos su voz por el radio del guerrillero que viajaba a mi lado. Íbamos el piloto, el hombre de las Farc que nos guiaba y un señor venezolano enviado por el presidente Carlos Andrés Pérez para acompañar el operativo. El tipo era joven, rubio, alto, de ojos claros. No le conocí la voz ni el nombre ni el cargo, ni escuché el más leve ruido desde su asiento, del que no se movió a pesar de que volamos durante horas en el mismo aparato. Viajamos sobre la selva amazónica colombiana, recogiendo uno a uno, en lugares diferentes, a miembros de la cúpula de las Farc, para llevarlos hasta Caracas e intentar acordar las paces mediante el diálogo con delegados del gobierno colombiano.
La verdad es que no pregunté, en los trayectos de veinticuatro horas de suspenso, quién era quién, ni qué hacía ni por qué estaba donde estábamos. Casi nunca supe dónde estábamos. La gente aparecía como salida de la nada por donde íbamos pasando, y desaparecía como por arte de magia. En algún momento del día o de la noche, el venezolano se esfumó sin musitar. Igual sucedió con otras personas misteriosas que iban y venían, sin cruzar saludo siquiera: guerrilleros que encontramos en los aterrizajes en la jungla y que parecían parte del paisaje, los pilotos de las naves en las que viajamos y personajes de película vestidos de civil que salían a la escena, hacían lo que tenían que hacer sin pronunciar una sílaba y luego se desvanecían. Yo no preguntaba, no anotaba, no escrutaba, no curioseaba, no registraba, no decía sino lo preciso y necesario. Tenía mi mente y mis fuerzas reconcentradas, los músculos templados, los nervios tensos, la voluntad puesta en llevar vivos a esos hombres y mujeres de la guerra hasta la mesa de diálogo con el gobierno de mi país.
Era la misión que nos había encomendado a Lorenzo Muelas y a mí la Asamblea Nacional Constituyente. Partimos sin titubear una madrugada cuando aún no había salido el sol, sin que supiéramos hacia dónde irían nuestros pasos ni pudiéramos imaginar cómo ni hasta cuándo nos ocuparía aquel sorprendente destino. Todos mis sentidos y suprasentidos permanecieron alertas desde el primer instante y a lo largo del operativo. Permanecí todas las horas en la más absoluta concentración, como si atravesara paso a paso y de lado a lado el continente, caminando en puntillas sobre una cuerda floja y cargado de racimos humanos a los que no podía dejar lastimar.
"Gracias doctor Marulanda por venir hasta aquí por nosotros. Esta es la operación militar más peligrosa que han realizado las Farc en su historia. Estamos tranquilos en su compañía, puede usted disponer. Si nos trepamos en este helicóptero es porque queremos la paz. Nadie quiere pasar su vida metido en esa selva", me dijo Cano cuando nos elevábamos de nuevo desde la manigua y señalaba con el brazo estirado desde el aire la amazonía que se pierde a la vista... en el infinito. "Esta guerra que desangra a Colombia no la vamos a ganar ni la vamos a perder. Es necesario construir caminos de paz".
La odisea había empezado la tarde anterior. Creo que era un día de marzo: no tengo notas al respecto. Estábamos trabajando en la Constituyente cuando, de pronto, uno de los presidentes de la Asamblea dijo sin dramatismo alguno: "Señores delegatarios, vamos a suspender por breves momentos la discusión que nos ocupa con el fin de informarles que acaba de llamarnos el Presidente de la República para decirnos que el gobierno iniciará diálogos el próximo fin de semana con las guerrillas de las Farc y el Eln, en la ciudad de Caracas, y que una de las condiciones del acuerdo consiste en que vayan constituyentes a las selvas por los dirigentes de las guerrillas y los acompañen hasta el sitio de las conversaciones en Venezuela. Se nombra a los señores Iván Marulanda, Lorenzo Muelas y Álvaro Leyva para que cumplan esta misión… Continúa la sesión…".
Quedé estupefacto, desconectado del entorno, pensando enchufado en la nueva tarea. Pocos segundos después sentí a mi lado la presencia mágica del colega Lorenzo Muelas: estaba de pie en silencio, observándome, a la espera de que yo levantara la cabeza y lo mirara a los ojos para hablarme. "Hola Lorenzo", lo saludé como si no nos hubiésemos visto durante el día-. "Doctor Marulanda, ¿qué cree usted que debemos hacer?". "No sé Lorenzo", le contesté. Vi que su rostro, de por sí adusto y como esculpido en piedra milenaria, estaba más circunspecto que de costumbre. Presentí que necesitaba alivio. "Tranquilo Lorenzo, vamos a estar juntos… Esto saldrá bien… Pensemos que es algo trascendental para Colombia. Sigamos trabajando y esperemos que alguien nos diga lo que debemos hacer". Nos abrazamos y nos sentamos de nuevo, cada uno en su escritorio, aunque con la cabeza en otra parte.
A los pocos minutos alguien se recostó en la baranda que acotaba mi pupitre de constituyente y lo separaba del pasillo que conducía al estrado de la presidencia de la Asamblea. Mi puesto estaba en el costado derecho, al límite del hemiciclo. "Doctor Marulanda", me dijo en voz baja un personaje de cachucha, casi al oído, "mañana deben estar a las cinco de la mañana en el hangar número tal por la entrada tal, sobre la vía a El Dorado." Busqué con la mirada a Álvaro Leyva pero no lo encontré en el salón ni lo volví a ver hasta después de la excursión por la selva. Después supe que él se encargó del grupo del Eln. Me levanté de mi silla y fui hasta el puesto de Lorenzo para darle las señas que el hombre misterioso me acababa de dar. "Hasta mañana Lorenzo"… "Hasta mañana doctor Marulanda".
Y hasta mañana, queridos lectores. Esta crónica seguirá si lo permiten el invierno y los directores del periódico.
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