Estoy solo en el camerino, esperando a la estrella. Hablo por celular con alguien que trata de entrar al auditorio, sin boleta y, mientras le explico que ahora no puedo hacer nada por él, aparece Rubén Blades y me dice: “Termina tranquilo, termina”. Corte. El maestro me da un abrazo de compadre. Su actitud y modales me hacen sentir que estoy al lado de un amigo de la esquina del viejo barrio, de esos compañeros del colegio que se van para Canadá y llegan con visa de residente, veinte años después, tallados por la vida, boyantes pero sin ínfulas.
Blades se sienta en uno de los sofás de tela, mientras un manager peripuesto le destapa una botella de agua Perrier que figura entre las exigencias del contrato. Sin ningún preámbulo empieza a hablar con efusión sobre el militarismo en Guatemala, los asesinatos selectivos de alguna mano negra y la incomprensión del pueblo acerca de los poderes reales de la política y el deber de participar en ella sin oportunismo: “Quieren comer la omelet sin romper el huevo”. Es un torrente de palabras que no mencionan para nada a Jerry Masucci ni a Tito Curet, ni todo aquello que un salsero promedio esperaría escuchar de Blades. Ahí confirmo que él es por encima de todo eso que llamó el griego un animal político, y de los más fieros.
En alguna pausa le comento que tengo un temario demasiado extenso para una hora y cuarto, el tiempo previsto para la entrevista en público. “Yo hablo mucho, me dice, tienes que pararme”. Es muy difícil parar a una estrella, le contesto, mientras imagino a la turbamulta de rumberos que, en contados minutos, rechiflarán a este aparecido que pretende callar a su ídolo.
“La gente entiende y respeta”, apunta Rubén. Y unos segundos después ironiza: “Pero esa misma gente que te aplaude y te aclama, en los escenarios, es la que está piratiando toda tu música” y entonces hace el gesto del parche en un ojo y luego en el otro, para terminar tapándose los dos, como si fuera un niño explicando la metáfora de los copiones. Se pone de pie para recalcar: “Es algo que me enfurece”. Y cuenta un ejemplo de México. Sus productores sacaron al mercado un disco a precio muy popular, pero varios días después se lo plagiaron, con el agregado de las letras de las canciones y otras informaciones que lo hacían ver mejor que el original.
Blades tiene un acento que es una especie de chocoano refinado y ese timbre zumbón que entona su habla como una melodía. Oyéndolo uno se da cuenta de lo cerca que está la selva del Atrato de su país, al que él llama en una canción La Puerta del Mundo. De pronto comenta que las dos naciones comparten la memoria cruenta de una misma guerra, la de los Mil Días. Le comento si ha leído la novela de Juan Gabriel Vázquez que relata pasajes de esa historia. Costaguana, según se menciona en el libro, es el nombre literario que Joseph Conrad le da a Panamá. Y Blades me confiesa lo difícil que fue para él terminar El Corazón en las Tinieblas. “Ya casi no leo ficción”, dice, aunque ahora está detrás de El Sueño del Celta y aprovecha para emprenderla contra otro que también le parece un hueso duro de roer: El Cementerio de Praga, de Umberto Eco.
Habla de los cinco años que estuvo por fuera de giras y de los sets de filmación, dedicado al servicio público en el Ministerio de Turismo de Martín Torrijos. Para hablar de un problema social cuenta algo que ya tiene el tono de una canción “Antes las abuelas eran las que cuidaban a los hijos; pero ahora es distinto porque las abuelas son muy jóvenes y están más buenas que las hijas, y tienen que salir a la calle, ¿Y entonces quien va a cuidar a esos niños?”. Blades nunca tuvo hijos, fue un muchacho enfermizo que pensaba que iba a morir pronto y decidió hacer todo a la vez y muy pronto: Él quería ser cantante, su madre quería que fuera abogado y sus amigos lo volvieron actor. Dice que sólo se dio cuenta de que era pobre cuando salió del barrio. Su padre era detective del ejército y tuvo que huir con toda su familia a Miami, para salvarse de la paranoia de Noriega que sospechaba una conjura contra su vida.
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Mientras se acerca la hora señalada, se escuchan afuera los radios de los guardias que gangosean claves de seguridad, el asesor de imagen me indica que en el proscenio debo sentarme en el sillón de la izquierda. Rubén reanuda el diálogo. Ya me he dado cuenta que es un personaje que tiene demasiada conciencia del valor del tiempo, a la manera neoyorkina, pero que a pesar de eso responde con sorpresa, en su página de internet, inquietudes como “¿es verdad que tenías gripa cuando grabaste Plantación Adentro? Es posible que tuviera gripe (sic) cuando grabé esa canción, ya no me acuerdo. Pero a mí esa clase de preguntas me dejan pensando”.
La presentadora anuncia el inicio del evento. Extraño que nadie diga, como en las viejas grabaciones de los conciertos de la Fania, en el Yankee Stadium: “Señoras y señores, ladies and gentlemen directamente desde Nueva York a Medellín…”. Esto no puede ocurrir porque el sonero esta vez sólo ha venido a conversar en el auditorio Humboldt de la Fiesta del libro.
Y pese a lo anterior, Rubén asoma y la gente se agita en un aplauso estruendoso. Él ha sido como la banda sonora de sus vidas; el papá de Pedro Navaja y Maestra Vida; el que le regaló una canción a Hector Lavoe en su época de vacas flacas; el panameño universal y actor de más de 20 películas; el que hizo duo con Paul Simón en Broadway; después de haber conquistado al mercado latino con Siembra, el álbum más vendido de toda la historia de una música que nació en Cuba, se crio en los guetos de Nueva York y se regó por el sur como un eco de tambores bantú.
Blades habló de sus primeros días de cartero de la Fania, de sus ajetreos de funcionario con las pandillas de Colón, de la petición incesante a los guionistas para que no lo maten en el cine. Sus palabras fueron celebradas hasta con un sorpresivo solo de trompeta. En el ascensor de salida, su séquito cerró filas como una guardia romana para llevarlo lejos de las zarpas de sus fieles que lo querían ver en el escenario otra vez, agitando sus maracas, sin que importara saber ya más si es un cantante que cuenta o un cuentero que canta.
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