Después de ocho semanas de espera una llamada a mi celular (número desconocido) me anuncia que llegó la hora. Me comunican con él. Una voz (su voz) me da las indicaciones. Suena áspera. Tardo cuarenta minutos en llegar. La puerta del ascensor se abre y me reciben cuatro personas. Rezuman vigilancia. Me conducen hasta la puerta del apartamento y me hacen pasar. Estoy en su madriguera. Aguardo en una sala amplia y luminosa desde donde se divisa Bogotá. Siento el latido de la sangre en mis oídos. Un zapateo, una navaja afilada, rasga la malla de curiosidad que me aprisiona. Es él. Víctor Carranza: el polémico zar de las esmeraldas que ha sobrevivido a dos guerras y a un puñado de atentados; dos de ellos con rockets y fusiles en carreteras del Meta.
Fue en 1943, en su Guateque natal, Boyacá, cuando decidió torcerle el pescuezo a su desgraciada vida. En las mañanas recogía maíz y en las tardes asistía a la escuela, a hora y media de camino. Tenía ocho años. No olvida los ramalazos en el estómago provocados por el hambre. Asegura que sus seis hermanos y su madre la pasaron mal. Su padre murió cuando tenía dos años. No recuerda nada de él.
Su baja estatura no corresponde con el tamaño de su leyenda. Parece envuelto en un aire de serenidad, pero debajo de su piel arrugada de abuelo apacible habita un tigre de Bengala. No exhibe esmeraldas. Calza alpargatas y lleva una camisa barata de mangas cortas. Al hombre con más vidas en Colombia no le preocupa vestirse bien.
Para los muzos, primeros habitantes de Boyacá, Fura y Tena son los padres de la humanidad. La leyenda afirma que Fura (mujer) traicionó a Tena con Zarbi; hermoso dios de ojos azules. Tena, abrumado por la infidelidad, se suicidó. Y Fura lloró y sus lágrimas se convirtieron en ríos de esmeraldas.
El eco de esa antigua bonanza viajó desde la mina más cercana y sus esporas llegaron con el viento hasta su parcela. El niño Víctor lo percibió. A doce horas de su finca y de la puritica tierra brotó un manantial de esmeraldas. Preciosas y apetecidas y resplandecientes. De enigmática belleza. El hambre y la codicia se mezclaron y su verde destello encendió la chispa final.
Yo les regresaba el caballo a los mineros hasta donde los alquilaban. También había una cantinita muy cerca de la mina y pues yo era muy acomedido, pues uno de niño campesino le toca hacer el desayuno, pelar las papas, rajar la leña y prender el fogón.
Y llevó caballos y peló papas y rajó leña hasta que se metió a los socavones. Fue a buscar suerte. Y pronto la suerte lo encontraría a él.
¡La segunda vez de ir a la mina encontré algo! Un hermano mío que había trabajado en la mina, el mayor, medio sabía de piedras, entonces como yo no sabía el valor yo guardé la piedrita que me encontré, se la llevé a mi hermano y él la vendió.
La primera de miles que le vendería años después al sultán de Brunei, a la reina Isabel II de Inglaterra o a quien tenga con qué y quiera lucirlas en aretes, gargantillas, pulseras, argollas, anillos, broches, collares, prendedores, relojes o mancuernas. Sesenta y cinco años embrujado por el silbido de las esmeraldas.
En 1957, a sus 22 años, el joven Víctor obtuvo su primera concesión para explotar las piedras. Entendió que tenía que salir del pueblo para hacer más plata y que los mejores precios los encontraba afuera.
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Me ofrece un café y acepto. No chasquea los dedos. A sus 75 años se levanta como un rayo. Escucho ruidos en otro lugar del apartamento. Son susurros, sillas que se mueven, pequeños caprichos domésticos. Que Víctor Carranza haya sobrevivido a tanto plomo me hace preguntar si las esmeraldas poseen algún don especial, un poder sobrenatural. En la década del sesenta salió ileso de lo que en Boyacá se conoce como la guerra verde, que dejó más de 1.000 muertos. Treinta años después, en la época del Cartel de Medellín, esquivó las jaurías de sicarios de Gonzalo Rodríguez Gacha, alias El Mejicano, quien se alió con uno de los bandos que estaban en disputa desde 1984. Según archivos de prensa que encuentro en la biblioteca Luis Ángel Arango descubro que esta confrontación dejó más de 3.000 muertos. La muerte de El Mejicano el 15 de diciembre de 1989 animó a las facciones a detener los ríos de sangre. Seis meses después, en julio de 1990, veinte firmas estampadas en un documento sellaron la paz en el occidente de Boyacá. Víctor Carranza fue el gestor de la tregua. Desde ese día fue coronado como rey de los esmeralderos en un país que controla el 55% de la producción mundial de las gemas. Desde entonces es don Víctor. La sangre de la nueva alianza es casi eterna. Sigue mansa después de 21 años.
Presume de su condición de líder y con disfrazada humildad cuenta cómo calmó las aguas bravas de la guerra.
Sirvió mucho que yo fuera solo, ver llegar a dos personas, donde hay 200, 250 personas y ellos armados eso les dio confianza. Comencé a dialogar con ellos y a explicarles que la situación minera no se podía desarrollar, que para que ellos le pudieran ayudar a su gente lo mejor que podían hacer era una mesa de diálogo.
Trae una bandejita de plata en sus manos. Él me sirve el café. Le pregunto por el atentado que sufrió en julio de 2009 en la vía a Puerto López, en donde los agresores embistieron su caravana con un carrotanque y después, a punta de fusil y granadas, trataron de matarlo.
Pues se nos atravesó la mula y nos accidentamos y al estrellarme yo me di cuenta que era una emboscada y grite: “¡salgan, abrámonos del carro!” Yo llevaba un Colt, llovía bala porque se veían los fogonazos, entonces yo me volteé hacia donde estaba la mula disparándonos y les hice unos disparos. Quedaron ahí dos de mis muchachos muertos, mientras tanto yo me fui a la zanja y me metí por un tubo que había y pude abrirme al otro lado de la vía. Así me salvé.
El viejo que no piensa morir habla lánguido. Sin ornamentos. Como si repeler un comando de hombres con armas largas fuera poca cosa. Nueve meses después, en marzo de 2010, y a pocos kilómetros de allí, se salvaba de un segundo ataque. Esta vez con rockets. Asegura que no sabe quién quiere matarlo. Ni por qué. La principal hipótesis era Pedro Oliveiro Guerrero, alias Cuchillo; abatido por la Policía a finales del 2010 y quien buscaba según las autoridades expandir sus dominios en el Meta, en donde Carranza es amo y señor.
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El escritor Pedro Claver Téllez, el investigador que más se ha adentrado en el laberíntico mundo de la guerra de las esmeraldas, tiene su visión de lo que ocurriría con la muerte de Víctor Carranza.
Reconozco que Carranza ha contribuido a la paz, y que una eventual muerte de él por parte de otro grupo armado desencadenaría una guerra espantosa, quizá peor que las anteriores.
Su vieja costumbre de defenderse cumple cincuenta años. Esmeralderos rivales, capos del narcotráfico, esos han sido sus enemigos. Pero también la Fiscalía. Acusado dos veces de conformación de grupos paramilitares ha sido absuelto en ambas ocasiones. Sin embargo, el elefante de la justicia lo pisoteó en 1997.
Duro 4 años detenido, dura 4 años la investigación y comprueban que es absolutamente cierto lo que yo digo y que todas las sindicaciones que se me hacen son falsas y acomodadas y que hay gente interesada en mandar testigos falsos. Me absuelve la Fiscalía, los jueces, los magistrados y me dan una indemnización por el perjuicio ocasionado.
Al vuelo atrapo el comentario y disparo una pregunta a quemarropa. Y entonces ocurre. Su mano izquierda; la mano campesina que desgranó maíz y la que hoy sopesa esmeraldas y calcula su peso con precisión asombrosa, y la propietaria de unos dedos pequeños y abotagados con que dispara su Colt, manotea con fastidio. No. No habla del monto de la indemnización.
Sale de la cárcel en el 2001 a retomar sus negocios y se encuentra en Boyacá, según él, con los paramilitares de Freddy Rendón, alias El Alemán, quien le envía una razón a través de Yesid Nieto, esmeraldero que después sería asesinado en Guatemala.
Yesid Nieto, un narcotraficante que había de la región, muy amigo de ellos, me dijo que ellos ponían el 50% de los costos de mantenimiento de esa gente y que yo pusiera el otro cincuenta. Eso me ofendió mucho y yo le dije que me respetara, que la plata mía era mía, que yo me la ganaba con el sudor de la frente y que nadie iba a disponer de lo mío.
Desde ese momento, ratifica, se convirtió en objetivo militar de Freddy Rendón Herrera; hoy detenido. También Elkin Casarrubia, alias El Cura, autor material de la masacre de Caño Jabón en 1998, en donde murieron 18 personas, lo ha acusado en sus versiones libres de facilitar la llegada de los paras al Meta. Un artículo de El Tiempo, publicado el 20 de agosto de 2011, indica que la Unidad de Justicia y Paz notificó a sus 56 fiscales para que recojan toda mención que los desmovilizados de las Autodefensas hayan hecho sobre él. El crepúsculo de su vida es un cielo ceniciento.
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Cae la tarde. Me ofrece otro café. Su silueta mínima de leyenda grande se esfuma en las tinieblas del corredor. Vuelve con la bandejita.
¿Y ya leyó La guerra verde, el libro de Pedro Claver?
No, pero lo quiero leer.
Yo se lo consigo —le respondo, más por deferencia y por llenar un vacío en la conversación. ¿Seguro? ¿Me da su palabra?
…
Embarcado en la responsabilidad de conseguir un libro que no poseo y después de tres pocillos de café le pregunto por sus gemas. Aguijoneado por mi interés me pide que lo acompañe al comedor. Hay siete personas, hay lupas, hay piedras. Ingresa a un cuarto y sale con tres bolsitas. Es parte de su colección. Cada una contiene un manojo de esmeraldas sumergidas en agua. Las esparce con delicadeza sobre la mesa y una despierta su atención. Tiene el tamaño de una tapa de gaseosa. Es transparente, es verde fluorescente y está tallada a la perfección. Los hombres de saco y corbata estiran sus manos como niños hambrientos. De compradores apáticos a luciérnagas cegadas por su brillo. Él la toma en sus manos. La contempla, la acaricia, la pone a contraluz.
Pasaron cosas tan risibles que estaba yo picando una veta y estaba sacando piedra y de pronto llego un grupo de amigos y me dijo: “déjenos picar, déjenos picar un ratico”, y entonces yo salí y les dije: “bueno, está bien, entren y piquen”. ¡Entraron y se cerró la producción! Salieron cansados, con las manos reventadas y no encontraron nada. Y créame que es cierto y ahí es cuando se formó ese comentario; entré yo, di dos picazos y otra vez: ¡prum!, a producir. Entonces la gente que había ahí dice: “si Víctor Carranza se para en la Plaza de Bolívar, ahí hay esmeraldas”.
Es un brujo frente a su bola de cristal.
¿No es una belleza? — me pregunta.
Sí.
Yo le vendí la melliza a la reina Isabel
— y me la entrega.
¿Y porqué no compró ésta?
No sé, pero dentro de poco viene su gemólogo, a lo mejor se la lleva esta vez.
Con el material suficiente decido marcharme. Pido un taxi por teléfono. Las esmeraldas pasan de mano en mano. Víctor Carranza es un contador de historias y cuando habla todos escuchan. El taxi no llega. Después de treinta minutos de espera me despido y salgo a tomarlo a la calle. Abajo me detiene el portero. Ay, carajo, pienso. Algo pasó. Desde una camioneta del tamaño de una catedral una mano revolotea. Me acerco tímidamente. Son dos de sus escoltas. Me dicen que por seguridad don Víctor ordenó que me lleven. Es hora pico, es viernes y es Bogotá. Suficiente para aceptar. Me subo en la silla trasera y un fusil me estorba. Uno de ellos lo acomoda en la maleta, al lado de una caja enorme color aluminio. Los espaldares de los asientos delanteros están vestidos con chalecos antibalas.
Apremiado por cumplir con mi palabra llamo al día siguiente a casi todas las librerías de Bogotá. No tengo suerte. Por una referencia errónea voy hasta un lugar en el Centro en donde supuestamente estaba la última copia de este libro publicado en 1993 y reeditado en el 2011. El encargado me desalienta y me dice que es imposible que consiga un ejemplar de la primera versión. Llamo al escritor y me dice que tal vez un amigo de él, un viejo librero de Chía, conserve una copia de La guerra verde. Cruzo los dedos. Un día después, antes de ir a Chía, una llamada a mi celular (número desconocido) me dice algo que me deja perplejo. Una voz (su voz) me anuncia que ya consiguió el libro.
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