La encontré en las escalas que conducen al salón Humboldt. Toda de negro, con un paje solícito que cargaba su cartera, el pelo revuelto y el genio turbio a causa de los eternos problemas con su tiquete de regreso. Y a pesar de todo se estaba riendo, una risa silenciosa y minúscula que utiliza para los asuntos de forma y de fondo: como venganza contra los organizadores y como arma liviana contra los contradictores. No en vano escribió un libro sobre la caricatura en Colombia.
Beatriz González es una excepción entre nuestros artistas: puede batirse a duelo con los historiadores, los críticos y los burócratas culturales. Tiene un arsenal de recuerdos, anécdotas, teorías y lecturas para hacerlo. Y la risa como estocada. Me presento con cierta reverencia, con el “Maestra” por delante para no recibir ninguna herida temprana. Le recuerdo que hace más o menos un año le hice una pequeña entrevista sobre los pintores de la Comisión Corográfica, encargados de hacer una especie de enciclopedia nacional a punta de pincel, y me contesta como es debido:
—“Sí, claro que me acuerdo, quedamos de hablar 10 minutos y me hizo preguntas durante más de media hora”.
Las manos de la Maestra son delgadas y temblorosas, tan frágiles que el saludo parece exigir una delicadeza propia del trato con las urnas de los museos. Pero muy pronto sus maneras rápidas, su falta de ceremonia, su disposición al ataque y las acusaciones prenden mis alarmas. Beatriz González parece una anciana venerable, pero es peligrosa. El primer golpe me advierte que debo olvidarme de tantos comedimientos. Ya en la mesa principal muestra su verdadera edad: una Coca Cola normal al frente, los papeles viejos en sus manos, una memoria USB en su computador y el celular tirado en el suelo. Su postura y sus herramientas podrían ser las de un artista que apenas ronda los 30 años.
Tanto la Maestra como el otro contertulio invitado traen presentaciones preparadas, en papel y en imágenes, para un título que daría para tres semestres: Colombia vista desde las artes plásticas. Yo llevo apenas dos hojas con algunas citas, cuatro ideas copiadas y cinco preguntas viejas. Les digo a mis compañeros de mesa que será mejor que ellos hagan su exposición y yo me haga a un lado. Intento saltar del barco que cinco minutos antes de zarpar está hecho un buque. Pero donde manda capitán no manda marinero. Recibo el segundo sablazo de la noche, esta vez en tono de orden perentoria: “Usted tiene que estar”, me dice la Maestra. Inclino la cabeza y tomo el micrófono.
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Beatriz González ha desempolvado las notas de unos cursos preparatorios para guías del Museo Nacional en Bogotá. Lee esos papeles escritos en 1979 con una especie de devoción histórica, sostiene el micrófono con las dos manos y habla de las exigencias rudas para esos jóvenes que pretendían aprender a caminar por el Museo. Resulta que los alumnos de entonces han resultado ser grandes artistas de hoy, incluida Doris Salcedo, nuestra carta de mostrar en las grietas de Tate Modern. La Maestra se precia de haber obligado a los jóvenes artistas de la época a sostener un libro, para desmentir un dicho que se ha repetido con saña en algunos círculos artísticos del país: “Más bruto que un pintor”.
De su lectura se salvaron algunas notas al pie. Su desprecio a la idea del museo actual como parque de diversiones: “No el museo que hoy llaman Mambo y en el que se exhiben carros y licuadoras…”. Su desinterés por las declaraciones de humildad. Beatriz González sabe que es una especie de decana del arte nacional y no se esconde para decirlo con una sonrisa algo malvada: “En los años setenta nadie entendía lo que yo estaba haciendo, no porque no estuviera madura, sino porque llegué antes de tiempo”. También quedó una anécdota que deja ver su fervor por los periódicos: “Los suicidas del Sisga surgen más por la imagen plana, descolorida, de la foto de El Tiempo —que la había copiado de la original de El Espectador—, que por la historia de la tragedia amorosa”. Un periódico mal impreso le entregaba un tema clásico y un fondo inesperado para el arte del momento.
Era hora de mi primera pregunta y quise empezar por esos primeros pintores de la realidad colombiana de que habíamos hablado un año atrás: “Bueno, pues no entiendo qué tiene que ver esa pregunta con el tema de la charla, pero ahí vamos”. Me defendí repitiendo la pregunta y el título de la charla mientras la Maestra comenzaba a responder con su risa como adorno. No me quedó más que anotar la palabra bruja en mis notas preparatorias de esta página. Pero todavía faltaba. Le pregunté por qué la presidencia de Turbay había quedado en su obra como una comedia tranquila y la de Belisario como una tragedia cruenta, a pesar de que el primero era recordado por las torturas de los militares y el segundo por las palomas de la paz. Me dijo como quien empuja al entrevistador a un abismo: “Pues usted ya lo ha dicho, más bruto que un pintor”. Ahora Maestra y público se reían del improvisado entrevistador.
En la despedida, cuando daba los agradecimientos al público, organizadores y Maestra, llegó el último regaño por ignorar la presencia del tercer contertulio. Aquí ya hablaba la tía que reprende al sobrino por sus modales. Pero es imposible no quererla, sobre todo después de que me entregara su firma temblorosa, de niña esforzada, sobre un libro suyo que me atreví a llevar para la ocasión. Al día siguiente me la encontré en el aeropuerto. Me saludó como una vieja amiga, elogió el programa de radio que ocupa mis tardes, me ofreció un artículo para Universo Centro y me pidió que le enviara uno de los datos que mencioné en la conversación de la noche. Era otra. Su vuelo a Bogotá ya estaba confirmado.
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