Al son de la matraca nuestro historiador
Rafael Ortiz nos cuenta cómo eran las fiestas
en el Parque de Berrío, allá por los tiempos de Upa.
El Parque de Berrío, primigeniamente conocido como Plaza Mayor, Plaza de Zea y de muchas otras formas, fue el escenario de los más importantes eventos desde la Colonia hasta fines del siglo XX.
Habitualmente era la sede de todas las fiestas del calendario parroquial, tanto religiosas como oficiales. Las oficiales se realizaban en un triángulo formado por la carrera Bolívar, la calle Colombia y la línea imaginaria que unía la esquina de Colombia con Palacé con la esquina de Bolívar con Boyacá. Las religiosas se desarrollaban en el otro triángulo.
En los primeros días de febrero se celebraban las Fiestas de la Patrona, que empezaban con la elección del Alférez. Ser Alférez tenía muchísimas ventajas para quien lo fuera y para su familia, y prácticamente ninguna desventaja, pues era la única elección a la cual tenían acceso quienes no disfrutaban de sangre limpia, es decir, aquellas personas que habían aparecido en la población sin documentos que certificaran su sangre española. Judíos y esclavos por ejemplo. Esas eran marcas vergonzosas, y aun cuando muchos esclavos lograban su manumisión por causas diferentes, la mancha sólo podía borrarse totalmente con muchísimo dinero. Podían acudir al Consejo de Indias, pero en muchas ocasiones se perdía la plata que mandaban. Ser Alférez de las Fiestas de la Candelaria o de otras festividades religiosas, como el día del onomástico del Rey, era también costoso pero garantizaba un seguro lavado de sangre.
Desde mitad del año, con las actividades preparatorias de las fiestas, empezaba la puja entre los ciudadanos por ser Alférez. Ofrecían, de acuerdo con su capacidad económica, desde la renovación de las imágenes religiosas, la traída de predicadores especiales, principalmente de la diócesis de Popayán, y diferentes actos de diversión para el pueblo, hasta el acatamiento de ciertas costumbres como pagarle el viaje a la chirimía de Girardota y los premios para los polvoreros por la elaboración de los juegos pirotécnicos. Los que más ofrecían eran aquellos que tenían hijas e hijos en edad casadera, pues después de ser Alférez sería más sencillo conseguirles consortes de sangre limpia, aunque pobretones.
Una vez conseguido el cargo, el beneficiado empezaba a trabajar en consonancia con lo que había ofrecido. Usualmente se renovaban los cálices y otros objetos de culto, pero lo principal para el Alférez era hacer resaltar su casa entre las de toda la población.
|
|
Entonces entraban en escena los maromeros. Tan pronto empezaban las fiestas, con la novena, se sembraba al frente de la casa un poste enorme que era la base para la actuación y durante el día se ejecutaban diferentes tipos de maromas para aplaudir o silbar, mientras llegaban de Popayán el predicador y los diferentes objetos encargados.
A cada día de la novena le correspondía una serie de juegos pirotécnicos que iban ganando en interés a medida que llegaba el día de la Patrona. Lo que más le gustaba a la gente era la quema de la recámara, las vacalocas y los famosos castillos que reproducían narraciones fantasiosas de mitos coloniales. La chirimía le sacaba sonidos especiales a sus instrumentos de barro y no dejaban de sonar durante toda la fiesta los fotutos y especialmente las matracas. Si a eso le agregamos que generalmente las ceremonias religiosas de la novena terminaban después del anochecer, que la plaza no tenía iluminación y que los que más se divertían eran los muchachos del pueblo, tendríamos lo que se puede denominar un caos en lugar de una celebración.
|