Sólo un cínico o un tonto podría negar que, a lo largo de la historia, el hombre se la ha pasado zurrando a la mujer. No por casualidad se ha hecho clásica aquella imagen de un Picapiedra del Holoceno arrastrando de los cabellos a su cuitada Vilma, ante la rampante indiferencia de los Pablos Mármol de turno. Por lo mismo, nada más oportuno que pedir igualdad de género en foros y vallas, y nada más necesario que ajustar las clavijas del orden ciudadano para frenar el maltrato a la mujer. Si a esa reivindicación es a lo que se llama feminismo, que tenga larga vida.
Sin embargo, una cosa es el feminismo y otra, muy distinta, la masculinofobia que crece día a día en nuestro país o, por lo menos, en nuestra ciudad. Su primera manifestación se dio en Bogotá, con motivo del affaire Bolillo, y de allí irradió hasta nuestra villa. Porque, más allá del evidente exceso del campechano entrenador, no dejó de ser furibunda su crucifixión, como paradójico el hecho de que, salvo unos testigos quizá tan ebrios como él y de una víctima de rostro tan borroso como las heroínas de los mitos, no hay quien sepa a ciencia cierta cómo fue el hecho que motivó la cruda sentencia. Descenderá el Pereira —porque la destitución de Bolillo tuvo como efecto colateral la salida de Julio Comesaña del banco matecaña—, y no sabremos ni el móvil ni la lógica de la famosa trifulca a la salida del bar El Bembé.
Se dirá que Bolillo cavó su propia tumba, y nada tan cierto. El problema es que el asunto ya se salió de madre, y las lecciones para los sentenciados ya no son la simple salida de un banco de entrenador: ahora se trata de dejar el puesto en la existencia. Pasó no hace mucho en el Metro, y acabó siendo vox populi a pesar del silencio cómplice de las instituciones que administran la moral local: un fabricante de arepas fue asesinado a golpes porque a una jovencita —también sin rostro— le pareció que él la había manoseado. Pudo ser, pero —y he ahí el quid— pudo no ser, y en ningún caso estaba justificado que el desdichado obrero actualizara el título tremebundo de un viejo libro del ecuatoriano Pablo Palacio: Un hombre muerto a puntapiés. Quienes levantaron al arepero (sin suerte) dicen que el líquido cefalorraquídeo le chorreaba por la boca. Pero si al personaje del cuento lo mataron por propasarse con un muchacho cuando Latinoamérica aún no salía del clóset, a él lo mataron, quizá, nada más que por estar parado detrás de una muchacha, hace algunas semanas. Los dos hechos son atroces, pero se advertirán las diferencias.
Cuando cerrábamos esta edición alguien contó un chisme callejero en nuestra mesa de redacción. De acuerdo con el informante, un conocido suyo y su novia, beodos, tropezaron mientras se hacían arrumacos y cayeron sobre algún andén del centro de Medellín (también para ello hay un título: Un tropezón cualquiera da en la vida). Cuando se pusieron en pie, mientras se sacudían el polvo —acaso un feliz preludio de lo que prometía la larga noche—, los rodeó una banda de malandrines justicieros. El jefe sacó una navaja y la hundió en el mentón del Romeo, al mismo tiempo que le endilgaba una advertencia nada literaria: “Las mujeres no se tocan, pirobo”. Se desconoce por qué lo dejaron con vida.
Quién sabe dónde y cuándo se materializará nuevamente el virulento efecto Bolillo. Tampoco sabemos cómo evolucionará esa cepa maligna, si crecerá en ferocidad y alcance y si su historia a nuestro lado va a ser tan larga como la del sida. Si aceptamos que las raíces del mal están en la peor atrofia de la mojigatería hipócrita de la montaña o en un monstruoso y colectivo sentimiento de culpa (acumulado en siglos de golpes contra las mujeres), estamos autorizados para esperar lo peor. Por eso recomendamos al ciudadano XY evitar los autobuses repletos, olvidarse de las tumultuosas promociones del Éxito o Flamingo, desafiliarse de la tumultuosa barra brava a la que acaso pertenezca y pasarse al otro lado de la acera si su paseo coincide con la salida de un colegio femenino. Como van las cosas, cualquiera es candidato al linchamiento.
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