Mosaico caraqueño
Santiago Rodas. Fotografías por el autor
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Llevo ocultos 537 dólares en bolsillos falsos. Los cosió mi novia desde ayer debajo de los bolsillos reales de mis jeans. Me advirtieron que debo cuidarme a toda costa de la migración en el aeropuerto, de la policía, de cualquiera. El peligro es inminente. El miedo me lo contagió quien me entregó los dólares: un amigo editor que vive desde hace unos años en Medellín. Me sugirió extremo cuidado de los peligros aeroportuarios, policiales y civiles. Los dólares se los debo entregar a otro amigo editor en Caracas que los necesita para hacer unos pagos de traducción.
Si bien no estoy nervioso, cada tanto toco el relieve cuadrangular de los dólares en mis piernas, para confirmar que todavía están ahí, o si se notan mucho bajo cierta luz, o si pasan desapercibidos de las miradas de los demás.
No tengo problema ni en el aeropuerto José María Córdova, en Medellín, ni en El Dorado, en Bogotá, y paso derecho por migración. Sin embargo, al bajar del avión en Caracas pienso en el discurso que podría soltar si me encuentran esos dólares. Me tranquilizo, imagino que un colombiano que quiere entrar unos cientos de dólares no debe ser una cosa muy extraña bajo las circunstancias actuales.
Llevo, además, un arrume de libros de la editorial de mis amigos que es la mitad de mi equipaje. Soy una mula literaria. En las bandas transportadoras los policías revisan mis cosas, miran los libros y no les dan importancia. Me dejan pasar, sellan mi pasaporte. Camino en busca de mi amigo que quedó de recogerme en el aeropuerto. Él paga el parqueadero con su tarjeta de crédito y caminamos hasta su carro.
La primera imagen al salir del aeropuerto es de un par de adolescentes que piden dinero en las casetas, ahora abandonadas, que sirvieron alguna vez para el control de la salida y el ingreso del aeropuerto. El aire caliente se cuela adentro del carro. Después de un rato mi amigo me cuenta que el salario mínimo está en cuatro dólares. De nuevo pienso en el dinero en los bolsillos falsos y empiezo a entender las medidas de precaución. No sé cuantos salarios mínimos tengo ahora conmigo. Hace un calor poderoso, pegotudo, latinoamericano.
En el camino a Caracas descubro un paisaje semejante al de Colombia, no reconozco los árboles ni los arbustos por sus nombres, pero tengo una sensación de extraña familiaridad que se deprende del paisaje tercermundista por el que pasamos: la naturaleza exuberante al lado de calles chorreadas de manchas de petróleo, líneas del asfalto despintadas y vallas desteñidas por el sol y el agua. La capital está a media hora del aeropuerto. Incluso en medio del movimiento y la vibración que normalmente me aquieta percibo tensión en mi cuerpo, estoy a la defensiva, no consigo tranquilizarme. Los medios colombianos y la anterior campaña presidencial hicieron mella en mi sistema nervioso central.
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Lo primero que hago al llegar al hotel es arrancarme los bolsillos falsos para sacar los dólares y entregárselos a mi amigo editor. El hotel es un edificio alto que queda muy cerca del centro de la ciudad. Alguna vez fue lujoso, ahora está en franca decadencia. Esa es mi primera impresión de Caracas: un contraste entre autopistas enormes, un montón de camionetas y de automóviles, edificios altos, gente en la calle vendiendo sus mercancías y en medio de todo eso una cierta grieta que deja ver que las cosas no andan bien y que están en proceso de abandono. No estoy seguro si es mi prejuicio colombiano, pero algo que sale de esa grieta imaginaria emerge en el aire, algo a lo que no estoy acostumbrado; sin embargo, tenía una imagen fija de algo mucho más catastrófico, solitario y zombi. La vida se filtra, agitada, por todas partes. Pese a la crisis y los problemas económicos la cotidianidad vibra y se revuelca. Veo gente que trota en ropa deportiva, niños con uniformes del colegio, grafitis firmados recientemente. La ciudad sigue en movimiento, cojea, pero no se detiene, sin importar lo que muestren RCN y otros medios en Colombia.
Vamos a dar una vuelta en el carro de mi amigo para familiarizarnos con las calles, la luz, el monte Ávila. Con rumbo a la Fundación Rómulo Gallegos él me comenta que en Caracas perdieron la noche, al menos la de a pie, pues los colectivos, algo así como bandas paramilitares urbanas, se apoderaron de la ciudad (aun con cuatro tipos de policías que custodian las calles por las que transitamos). Los colectivos controlan las zonas, encuentran sustento en el atraco, el secuestro y la trata de personas. Mi amigo me habla del secuestro exprés, que es pan de cada día y que se ha incrementado en la crisis de los últimos años. Me relata la tarde que lo secuestraron y me explica con detalles cómo lo capturaron, le dieron vueltas en un carro y luego lo soltaron en medio de una carretera vacía cuando comprobaron que no traía nada de valor. Venezuela fue el país más violento de América Latina en 2018 con una cifra de 81,4 homicidios por cada cien mil habitantes. Colombia terminó el año con una tasa de 24.
Por las calles que pasamos veo un montón de restaurantes abiertos, carros lujosos, valet parking, ruidos de cubiertos, risas. Enchufados, dice mi amigo cuando me ve mirar por la ventana. Gente que trabaja bajo cuerda con el gobierno y tiene sus negocios incluso en medio de la debacle económica o justamente a consecuencia de esta.
Llegamos a la biblioteca Rómulo Gallegos pero está cerrada, un cartelito mal impreso avisa los horarios. Casi todo por aquí cierra a las cinco de la tarde, sin importar si son barrios acomodados o tierra de los colectivos.
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En el libro La magia del Estado, Michael Taussig hace un recorrido por la llamada montaña de los espíritus y la magia que envuelve el Estado desde hace décadas en Venezuela. A través de una reflexión sobre “las tres potencias”: María Lionza, el Negro Felipe y el indio Guaicaipuro, y las santas cortes (entre ellas la Corte Malandra: un grupo de pillos del lumpen que devinieron en santos y que tiene miles de devotos cuyos rezos colman las barriadas de Caracas y otras ciudades de Venezuela) se establece la relación de la magia y la construcción política de la Nación. Incluso Bolívar se transforma en una potencia mágica con su propia oración que termina así:
Por mí y por mi casa
solicito permiso para invocar
al espíritu del Gran Libertador
y suplico humildemente, con todo mi corazón,
que se me conceda en esta hora sagrada la siguiente petición:
Préstame tus ejércitos de liberación para conquistar
a todos mis enemigos.
En la ONG (Organización Nelson Garrido) me encuentro con las pequeñas esculturas que identifican a las santas cortes. Veo las reproducciones de las tres potencias y, además, la representación naif de la Corte Malandra: una serie de esculturas en yeso y madera que exhiben los pillos con gorras, gafas, encima de motos de alto cilindraje, que portan revólveres con la culata por fuera de la pretina. Nelson Garrido las usa para sus exposiciones. Su obra gira en torno a las representaciones populares y la cultura material de las barriadas, a través de una mirada cínica y satírica pone en tensión la relación con los íconos, las imágenes y la historia reciente del devenir político del país. Pienso en los rezos a estas esculturas y las formas descentralizadas de la devoción popular, pienso en lo parecido a lo narrado por Vallejo en La virgen de los sicarios en Medellín. Lo plebeyo latinoamericano, en definitiva, destila una estética parecida: la arquitectura de los barrios, las ropas y el ornamento, las reinas de belleza, el narcotráfico y su afrecho en las prácticas sociales y cotidianas. Al final somos pueblos hermanados, irremediablemente.
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Los bolívares ya no existen. Todo se paga con tarjetas debito y crédito, incluso un café aguado, al que le dicen guayoyo, en alguna tienda de esquina. Todos los lugares tienen datáfonos, a no ser que tengas dólares. Un dólar se balancea entre 19 000 y 22 000 bolívares, en un mismo día el precio puede cambiar varias veces. En la calle una cerveza cuesta un dólar. Un café, si pagas en efectivo, cuesta menos de un dólar, pero como casi nunca te pueden devolver entonces cuesta un dólar. El billete es una especie de comodín, un amuleto de canje. Una comida para un extranjero oscila entre diez y veinte dólares, dependiendo de la zona y del plato. En una de las cenas en Chacao pagamos un millón de bolívares, que representan más o menos sesenta dólares. A pesar de que muy pocos venezolanos pueden pagar la comida por fuera de sus casas los restaurantes siguen abiertos. Muchas personas subsisten con las remesas que les envían sus familiares y se dan un lujo cada tanto, a otros (no pocos) parece no afectarles para nada la economía interna. Si se comparan los precios en medio de la crisis del país, salir a comer cuesta lo mismo que en algunos sectores de Medellín o Bogotá. En un supermercado al que fui a comprar cervezas, cada vez que alguien pasaba los productos por el lector de código de barras hacía una cara de asombro dolorosa, de una resignación nerviosa.
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Caracas es una ciudad plagada de guacamayas bandera. Se escuchan parlar todo el tiempo, se les ven los colores revoloteando entre los edificios y los carros.
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La imagen de Chávez es omnipresente. Los ojos del finado están pintados en todos los edificios estatales y en las obras de infraestructura que realizó en su gobierno. El close up de su mirada se reproduce por toda la urbe, en diferentes tamaños y formatos. Su cara está impresa en vallas publicitarias con los colores patrios y retratada en no pocos grafitis, a veces acompañado de Maduro y de Bolívar, a veces al lado de una frase: “Aquí no se habla mal de Chávez”.
Hay juguetes de pilas para niños con la imagen del comandante, libros con sus historias y su biografía, esculturas, mosaicos, máscaras de plástico y toda una suerte de cachivaches que sirven para perpetuar su legado. Su fantasma puebla la ciudad y su presencia iconográfica se multiplica en algunos municipios más que en otros.
Luego de unos días en Caracas me acostumbré a la mirada que cada tanto aparecía de manera inesperada. Me vigilaba, me recordaba en el lugar en el que estaba. No me podía tranquilizar, los ojos, así no los estuviera viendo, acechaban. En su alto contraste me decían: ojo, aquí estoy alerta, vigilante. Incluso escuché que una alcaldesa quería estamparlos en el escudo de Caracas, para que ahora sí y de manera definitiva ocupara el lugar del panóptico.
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Me recibe una guacamaya encerrada en una jaula, un par de perros que no paran de ladrar y un tipo enorme que camina rengueando, sin camisa, con una toalla terciada en el cuello. Es Miguel Von Dangel y estoy es su casa-taller en el barrio Petare, un barrio popular a las afueras de Caracas. Von Dangel es uno de los artistas vivos más importantes de Latinoamérica. Su obra escultórica y sus pinturas son una leyenda en todo el país. La casa es un laberinto: habitaciones oscuras y empolvadas, cientos, mejor, miles de obras suyas están desperdigadas por todas partes. Pinturas, pedazos de esculturas, alambres, huesos de animales, retazos de madera, la cabeza de un caballo disecado y papeles desordenados por todas partes. Miro un letrero estampado en una lata que dice: “Todo decapitado irá al cielo”. Su padre fue taxidermista y de él aprendió el oficio; una de sus primeras obras expuestas consistió en recoger un perro que habían atropellado frente a su casa, aplicarle el proceso de taxidermia y exhibirlo crucificado en un museo. La crítica religiosa no se hizo esperar y causó cierto revuelo, corrían los primeros años de la década del setenta y Caracas era una ciudad progresista pero sumamente religiosa, hasta lo acusaron de tener problemas siquiátricos. Salió adelante con sus animales despedazados y su pintura frenética. Sus obras se han expuesto alrededor del mundo, fue premio nacional de artes plásticas por su trayectoria y participó en la Bienal de Venecia en 1992.
Con un cuarto de su corazón funcionando a tope se sienta en la mesa a hablar de su obra, de su convicción místico- religiosa y de la influencia bizantina en su obra. Por momentos tose y parece que le sonaran hasta las costillas, que se removieran por dentro de sus líquidos. Los perros no paran de ladrar, él los calma diciéndoles sus nombres con suavidad. Con una lucidez terrible acerca de su contexto y su propia situación me resume el devenir de la política de la región en tres o cuatro estocadas, la conoce al dedillo pese a no salir desde hace años de su casa. Advierte que si se cansa no puede hablar más, pero resiste una hora y media, entre risas, toses, insultos sutiles a los cubanos y al gobierno local y luego a él mismo. Estoy en banca rota, enfermo y sin dónde caerme muerto, dice. La crisis económica lo afecta de manera directa. No tiene compradores locales y si existieran no tendrían cómo pagar el precio de sus obras. Los artistas jóvenes que viven en el exilio se llevan la atención de los coleccionistas de arte latinoamericano porque tocan, quizá de manera más directa, los problemas de la Venezuela actual. Von Dangel se hunde con su barco en Petare y lo sabe, su destino trágico está en la casa-taller-laberinto que le heredaron sus padres. Al despedirnos nos regala una de sus obras y con una especie de estoicismo ácido no acepta los dólares que intentamos dejarle.
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Camino al aeropuerto de regreso a Colombia veo la ciudad en la noche. El efecto del desplazamiento y la vibración adentro del carro me hacen sentir una calma sedosa. A esta hora pocos carros siguen la ruta de la autopista. Comprimo en imágenes toda esta semana. Una de las personas que conocí me confesó que no se iba de esta ciudad por la luz. Igor Barreto me explicó que no se iba porque quería ver la crisis de cerca. Las crisis son una oportunidad para la poesía, dijo. De nuevo miro los árboles, la oscuridad en el fondo del monte Ávila, la luz en la noche, los rascacielos con las bombillas intermitentes. La vida en medio de la crisis se vuelve difícil, hay que resolver el día a día: el agua que se va hasta una semana igual que la electricidad, la comida que se encarece por la inflación y que a veces escasea, la gente que se va de la ciudad y que es probable que nunca regrese. El hambre, la sed, la desesperación y la impotencia, la corrupción, la desigualdad. Y a pesar de todo la vida sigue.
Fui a un toque de rockabilly con unos punkeros en una tienda de ropa de moda femenina, a una obra de teatro, a un concierto del legendario grupo Madera. Las crisis, contrario a paralizar la vida, la sacuden, la tensan, le sacan un filo secreto que sirve para propia defensa. Parto de una ciudad viva, arrecha, con un presente enrevesado, un pasado luminoso y un futuro bastante incierto, a la que me gustaría regresar para ver su luz, de nuevo, con mis propios ojos.