Número 112, diciembre 2019

Buscar el momento

Roberto Palacio. Ilustración: Carolina Gámez



Ilustración: Carolina Gámez

Cómo te desgasta la soledad absoluta. Día tras día te sientas en la misma mesa, a ver el mismo programa. Comes lo mismo. Mides los pasos para llegar a tu casa… día tras día. Como el crepúsculo en el poema, pareciera que algo extraordinario va a suceder cada mañana, pero nunca pasa nada. Y tú, sin embargo, vives con esa ilusión porque te enseñaron todas estas cosas… que si no las deseas no te llegarán.

Día tras día andas contigo mismo, con tu libreto deslucido que ya no encanta a nadie. De hecho, nadie te soporta, porque nadie soporta a los payasos. Tus frágiles intentos de ser feliz son tu payasada. El intento cansa a la par con la soledad: tratas y te das cuenta de que la felicidad, como el fin de la soledad, no llega. Y como la muerte, no llega. Y has hecho todo, has trabajado a diario, has llevado las cosas que puedes, sonríes con un niño en el bus, o al menos lo has intentado. Pero estas cosas no constituyen señales y en tu vida no ha pasado nada, y no pasará.

La única ilusión que te queda es que fuiste amado de niño. De niño fuiste tú; podrás al menos reconstruir tu vida como una etapa prolongada de esa infancia, de esa sensación extraña de cuando todo era nuevo, y el mundo era más amplio y deleitable, y queda esa creencia de que entonces eras importante para alguien y querido, de que eras el hombrecito de la casa, o la mujercita de los ojos de papá. La gente tenía algo que ver contigo. O eso has supuesto.

Pero, ¿qué tal que no lo fueras? Imagina descubrir que no lo fueras realmente, que de niño no fuiste único para nadie, que estuviste amarrado a la cama, o al armario o al calentador. Todo toma un tinte absurdo, ¿verdad? Todo, la mesa en la que te sientas, el programa que ves con ilusión, tú eres parte del absurdo; tu cara, tu cuerpo. Eres un ridículo niño de por vida creyendo la mentira de que nada hay más valioso que llevar una sonrisa a la cara de los niños de verdad. Y todo mientras los demás están allá afuera, cogiendo las posibilidades por el culo, o acostándose con celebridades, o llevando una vida que diseñaron y soñaron. Mientras, tú regresas a la misma silla de cuando eras niño, en la noche ves los mismos programas y comes la misma comida. ¿No tendrías derecho a hacer que todo eso arda en llamas? ¿Y al momento de hacerlo te preocuparías si estás siendo discreto? ¿Pondrías la mano en el fuego para salvar a otros que con desdén te verían morir en la acera?

Los ricos. Los ricos han tomado el asunto en sus manos. Pero cuando tú lo haces eres un asesino. El rico tiene su propia redención. En cierta forma, ser rico es haber sido redimido. Los ricos son distintos a todos los demás, se nos dice. El que no ha logrado ese éxito es un payaso: payasos somos los que amamos alguna cosa y no nos sentamos frente a un ordenador catorce horas al día para un balance. Pero a ti no te queda más que tú mismo y a menudo te preguntas si tenerte es una bendición o una desgracia, porque a menudo no sabrás qué hacer: ¿meterte en un asqueroso baño público y bailar? ¿Irte a la mierda a ver si algo te pasa? ¿Soñar impúdicamente, estúpidamente, repetidamente, vergonzosamente con la vecina con quien nunca nada pasará porque le gustan los hombres pero no tú? Tampoco importa porque tu soledad te ha hecho invisible. La saciedad de andar con nosotros es atroz; genera este ardor, este deseo de arañar hasta que se nos caiga la piel a ver qué queda. No podemos ser tan denodadamente miserables y anónimos. No en esta vida. Las cosas no debieron ser así para ti; ahora todo lo sacrificarás por dignidad, todo lo transmutarías por unos segundos de destello. Lo que siempre quisiste es… ¿ya no lo recuerdas con claridad? Más difícil que ser feliz es saber qué te haría feliz. A eso ha llegado tu vida, a ese punto le has perdido el sabor a la felicidad, esa que te hacía saltar de la cama cuando fuiste niño o estuviste enamorado por primera vez.

Y encima están todos los que te han jodido, toda la mediocridad que se ha acumulado en tu vida, comenzando por la tuya. A eso súmale la de los que te han mandado de un lado para otro sin saber nada, que han llegado a su cargo porque ellos sí son especiales, porque se mueven de manera increíble en círculos increíbles. Porque saben callar y seguir la regla, porque Gámezsaben vengarse en silencio y hacer que todo sea una gran y jodida tarea en equipo. Porque poseen esa nobleza que da el que nunca se tienen que molestar ni hacer respetar ni salirse de sí. Y tú de vez en cuando bailas en un baño, a solas. Ellos están en la política y mandan sobre instituciones que guardan tus más íntimos secretos, unos que ni siquiera puedes saber porque resulta que no te pertenecen. “Tómalos y corre”, dice algo dentro de ti; “jódelos tú también”, dice algo dentro de ti. Todo lo que tienen es tuyo. Sus malditas ondas de radio pasan por tu cuerpo, tu vientre es su depósito de comida, tu teléfono, su propia memoriam de bytes. ¿No te dan ganas de joderlos tú también?

Descubres entonces que llevas toda tu vida puesta detrás de ti, a la espera de algo que no pasará; la redención, tu redención. Has soñado con ese, tu momento en el que te tocará por fin a ti. Pero con los años se hace más elusivo y parece que lo pudieras casi tocar, casi saborear. Entonces ya nada importa. Lo que se está volviendo difícil de contener es la forma en que buscamos nuestro momento. Lo que se está volviendo difícil es sembrar esperanzas viables, no porque nos cueste creerlas, sino porque nos cuesta cumplirlas. Sin duda la capacidad de redefinirse de algunos, cada tanto, postula una forma de navegar y sobrevivir en este mundo. Tu redención sin embargo es una que no admite reinicio o reintento o retroceso. Lo has pensado por años, has imaginado ese momento pero no logras pararte en él. ¿Cuántos de nosotros renunciaríamos al crimen si supiéramos que no solo no nos cogerían sino que saldríamos recompensados? Y es por ello que a menudo ese deseo de redención, de que algo extraordinario suceda, tiene una consecuencia irreversible y catastrófica. Porque, claro, siempre queda esa otra cosa, el drama personal y privado que ya a nadie importa: ¿qué carajos nos dan por una crisis que solo es propia, por la muerte como un melodrama cristiano en una cama en la que simplemente te pudres tú?

Las ideologías, las que cogiste por ahí como una infección, son un aderezo insignificante en toda la ecuación. Y no hacía falta nada más; la perfección de la maldad era al fin y al cabo la apelación a la vida real. El trabajo simple y honesto no podía cambiar tu mundo. El trabajo puro y simple te llevaría al despido por cualquier indelicadeza, cualquier error, cualquier queja irresponsable, o haría que te tomaran en el piso a las patadas. ¿Qué condenada diferencia hará tomar el asunto en tus manos? ¿No tienes derecho a tomar el asunto en tus manos?

Nada concuerda con la visión de lo que la vida debería ser. La soledad absoluta se parece a la pobreza absoluta, una que hace mucho ya no es la carencia de cosas sino el cerrarse de un horizonte. Hagas lo que hagas no podrás dejar de ser pobre, hagas lo que hagas estás condenado a tu soledad. Aunque el mayor problema para el mediocre que te manda es retraerse a su mundo de fantasía porque está agotado de tener tanto poder sobre ti. Allá afuera están esos mediocres, recreándolo todo, haciendo que todo sea unos pasos más difícil, porque así tiene que ser, porque así hacemos las cosas acá. Y quizás un día se te caiga la insignia o decidas no votar o te tomen por un payaso y te asalten. Y tendrás que restituirlo todo, hasta lo que no se ha perdido, y lo que te quitaron te lo cobrarán y en un jodido y extraño rito harán que se te meta hasta en tus culpas: “¿Cómo pude haber perdido ese trabajo?”. Tú, que llevabas un equilibrio apenas incipiente.

¿Esta es tu vida? ¿En casi todo lo que he dicho es tu vida? ¿Pervive en ti esa sensación de ira y docilidad?

¿Te asombra saber que esa también es la vida de Arthur Fleck?UC