Manuel Mejía Vallejo y los nadaístas
Eduardo Escobar. Ilustraciones Tobías Arboleda
Desde el comienzo de nuestra irrupción en Medellín,
los nadaístas mantuvimos con Manuel Mejía
Vallejo una amistad llena de reticencias. A veces
lindaba con la camaradería, y a veces con el
atentado personal y la vileza. Ahora cuando me
dispongo a hablar sobre su persona y su obra hallo en mí un
montón de sentimientos encontrados. Cavilo si centrarme en
lo que nos unía o enfatizar en lo que nos apartaba. Fue un buen
amigo de quien nos alejaron muchas cosas. Su entendimiento
de lo que debe ser la literatura no compaginaba con lo que
nosotros pensábamos. Sus ídolos literarios eran Tomás Carrasquilla,
entre los colombianos, y Eduardo Mallea entre los latinoamericanos.
Nuestros maestros eran Rimbaud, Lautremont
y Henry Miller y en la literatura nacional apreciábamos a León
de Greiff y a Fernando González y a los integrantes del grupo
de Mito, incluido el aún desconocido García Márquez. Para
ajustar, valga la infidencia, Manuel Mejía y yo nos vimos envueltos
en una historia de amor que me hizo sufrir como un
condenado, cuando sedujo a mi novia de los quince años, que
me abandonó obnubilada por su prestigio, su labia de culebrero
y su corbata de galán. La comprendo. Yo tenía dos camisas.
Una puesta y otra en un platón con detergente esperándome en
algún hotelito proletario. Y había empeñado mi única corbata,
la de la primera comunión, por una cerveza. A mí mis padres
no me soportaban. Los suyos estaban muy orgullosos de su muchacho
con razón: acababa de ganar un concurso de cuento en
El Salvador. Un buen comienzo. Porque después ganó premios
en todas partes: en Cali y Manizales e intermedias, para acceder
más tarde al Nadal y al Rómulo Gallegos.
A Manuel lo atraían las muchachas bonitas, y sobre todo tiernas cuando ya no se cocinaba en dos aguas, más que las mujeres hechas y derechas aunque fueran bellas. Tal vez la afición a las nínfulas revelara una secreta inseguridad. Un miedo al amor adulto.
Manuel Mejía era un hombre querible, tenía eso que los antiguos llamaron bonhomía. Nosotros lo admirábamos por su vida privada que algunos divulgaron, llena de singularidades en una ciudad pragmática que trataba de cogerle el ritmo al siglo con retraso. Decían que pintaba al carboncillo con talento, que practicaba el moldeado en barro, que inventaba juguetes artesanales, lo cual hablaba de su candor pero al mismo tiempo de unas cualidades humanas que nos seducían, las de la sensibilidad para las actividades inútiles, porque los hacía por gusto, sin las intenciones torticeras del comerciante, y ni siquiera para jugar con sus invenciones porque siempre estaba ocupado escribiendo, o bebiendo. O seduciendo las novias de los amigos. Más tarde supe que se preocupaba por las técnicas de la impresión de libros. Y que escribió una carta a la casa Heidelberg con una propuesta para mejorar sus prensas famosas en el mundo.
Aunque estábamos lejos de sus ideales estéticos y su estilo obediente a preceptivas que nosotros habíamos venido a desprestigiar, Mejía Vallejo fue un habitual de nuestras tertulias primerizas, uno de esos contertulios que sin pertenecer de corazón al movimiento, ni adherir a sus propuestas renovadoras, lo veían con curiosidad y simpatía. Había otros, pero nos parecían intratables, como Jorge Robledo Ortiz, poeta de la raza, y como Jorge Montoya Toro, un filisteo que escribía sonetos a Jesucristo y a las impúdicas rosas. Mejía estaba más próximo a nosotros aunque su escritura no concordara con las crisis de un mundo que asistía a las circunvoluciones de los primeros satélites artificiales, con una perra dentro, un mono, o una señora rusa. Y al asco de una nueva guerra, la de Vietnam, que algunos contaban como el primer estallido de una tercera conflagración mundial hecha de conflictos focalizados.
Su escritura olía a boñiga y a saúcos en un mundo que se urbanizaba y al que comenzaban a atosigar los vahos de la gasolina. Pero de cualquier modo no era rimbombante como casi todos los poetas del entorno pobrísimo. Era la primera persona de la santísima trinidad literaria de la antioqueñidad. Las otras fueron Carlos Castro Saavedra, un poeta de corte nerudiano dado a las depresiones que cantaba a los carpinteros, y Oscar Hernández, otro magro discípulo de Neruda aunque mezclara a esa influenza la ternura de César Vallejo, y la tristeza que puso de moda el peruano envenenado en París con la solanina de las papas del mercado de los pobres. Los tres se acercaron a nuestra capilla desabrida, surgida en plan de escandalizar la aldea donde el arzobispo importaba más que el alcalde porque había arrendado al diablo. Castro pronto dejó de tratarnos enemistado con Gonzalo Arango por la nimiedad de un epíteto cariñoso. Hernández debía trabajar para sostener una familia. Y jamás entendió que mantuviéramos una discreta distancia, saludable además como después se vio, con la izquierda colombiana, más hecha de sentimientos beatos que de ideas, y de pasión que de marxismo.
La prosa de Mejía Vallejo era clara, tranquila. Más próxima a la verdad de la vida para nuestro criterio, así nos resultara sospechosa por ordenada y racional, y aunque sus relatos estuvieron plagados de diálogos sentenciosos y descripciones convencionales fuera de tono para quienes pretendíamos ser absolutamente modernos según el mandato de Rimbaud. Nosotros amábamos lo descabellado. Nos parecía que la misma sintaxis y hasta la ortografía eran cárceles que justificaban el orden establecido. Y los temas agrestes de sus primeras prosas, La tierra éramos nosotros y Tiempo de sequía, nos sonaban anacrónicos a pesar de la sobriedad. Él se aferraba a la nostalgia del pasado. Nosotros estábamos pendientes de un futuro que temíamos y aferrados al presente existencialista, a la inmediatez de la experiencia. El pensaba que un relato, así nos dijo una vez puesto en el plan magistral que en ocasiones adoptó al hablarnos con el aire de superioridad del escritor laureado, debía comenzar por una panorámica del ambiente, y seguir con la presentación de los personajes, antes de ponerlos en acción. Esas ingenuidades de una preceptiva retrógrada no nos impidieron quererlo. Para nosotros las novelas y los cuentos podían principiar por donde a uno le diera la gana, y carecer de pies y cabeza, y ni siquiera eran necesarias, sino indeseables, las supercherías aristotélicas del conflicto, la trama, la peripecia y la anagnórisis. Pero lo aceptamos distinto como era, vestido de paño, camisa de cuello y corbata, y con la costumbre de visitar al peluquero cada sábado para que le puliera las patillas. Nosotros nos dejábamos crecer el pelo como los piratas que nos sentíamos, vestíamos bluyines, camisas de colores, mocasines, medias de rombos. A él le gustaba hacer el elogio de Asturias, y Rómulo Gallegos, y estaba decidido a continuar la tradición de Tomás Carrasquilla. Nosotros preferíamos a Joyce, a Becket, a Buttor y a los objetalistas franceses, en cuyas obras no pasaba a veces nada distinto del viento de las hojas al volverlas. Y desconfiábamos de los apologistas de lo autóctono. De los nostálgicos de los padres indios y los abuelos criollos empobrecidos por las guerras civiles. De los dolores del campesino que hablaba con los pájaros de sus amores y llevaba una barbera en el carriel por si se veía obligado a cobrar una ofensa de borrachos. El color local nos espantaba, nos declaramos los servidores de una nueva barbarie dispuesta a arrasar los falsos valores de Occidente. Amílcar empezaba a circular entre nosotros los libros de Nietzsche. A Manuel Mejía la filosofía le era indiferente, no tenía problemas metafísicos más allá de los cafés con leche con buñuelo frío que comía con mi exnovia en la Heladería Donald. Y jamás lo vi interesado en nuestras discusiones, las propias de unos muchachos educados en el catolicismo que acababan de descubrir a Bertrand Russell y el existencialismo y a Nicola Abbagnano en los breviarios del Fondo de Cultura Económica.
A veces lo veíamos salir de matiné después de ver alguna película norteamericana de vaqueros que quizás le ayudaba a redondear sus fábulas de duelos de matones. Una obra suya se llamó El día señalado como una película norteamericana famosa. Lo cual puede no ser casualidad. Y escribió un cuento que tituló, La venganza, como bien hubiera podido nombrarse un western espagueti de Clint Eastwood. A nosotros nos intrigaban más las películas de tesis, el cine de una lentitud infernal de Bergman, el neorrealismo italiano, los dramas patafísicos de la nueva ola francesa con sus romances entre seres atrabiliarios y despistados, y sus parlamentos en el lenguaje del retorcido humanismo sartreano, perfectos para calificar el tedio de vivir, el sentimiento del absurdo y la irrefutable inutilidad de todo. Para Manuel Mejía todo eso no pasaba de ser un capricho de niños burgueses, una impostura que no valía la pena tomar en serio.
No encajábamos por completo a pesar de los esfuerzos por querernos. Manuel Mejía nació en 1923, el día del idioma español: el mayor de los nadaístas había nacido en 1931 bajo el signo de Capricornio que lo hizo sombrío y proclive a inventarse fracasos. Mejía Vallejo disfrutaba los bambucos olorosos a toronjil, los despechos de carrilera y los tangos matreros a la hora de sus tragos. Los nadaístas para nuestros festines de mala fama recurríamos al jazz estridente de New Orleans, a Duke Ellington, a las canciones canallescas de la Piaff y Juliette Grecco. Nos gustaban los tangos, pues eran el folclor urbano de la ciudad industrial de Colombia, pero los escuchábamos de distinto modo.
Los padres de los nadaístas eran todos pequeños funcionarios o comerciantes al menudeo. Con la excepción de Gonzalo Arango, llegado de Andes, y de Amílcar Osorio, que llegó desde Jericó, los demás crecimos junto a las fábricas, en medio de los buses urbanos que reemplazaron los trolleys y los tranvías. Tal vez en esta circunstancia radicaron las desavenencias con el autor de La casa de las dos palmas. Nosotros habíamos conocido de oídas la Violencia. Manuel Mejía sabía mejor de las brutalidades de las guerras entre liberales y conservadores. Pero el peor desacuerdo entre nosotros fue causado por la devoción que él guardaba por Tomás Carrasquilla, un escritor que considerábamos injustamente un autor fallido, un costumbrista, el maestro de un estilo marchito.
Algunos entre nosotros empezábamos a interesarnos en las ciencias de los pulsares y las estrellas enanas que se derriten sobre sí mismas, en el comportamiento secreto de los átomos, imbuidos en la siniestra amenaza del peligro nuclear que fue la espada de Damocles sobre nuestras cabezas despeinadas. Manuel Mejía contra las metafísicas que estas preocupaciones suscitaban en nosotros albergaba una sola certeza mística: que existía una ley de la compensación, semejante al karma, que los nadaístas comenzamos a debatir a partir de la lectura de los textos del budismo, a los que llegamos empujados por los poetas beat, fanáticos del dharma. O camino. No había demasiadas contradicciones interiores en Manuel Mejía. Era un hombre simple como unas tijeras. Y formaba parte del orden parroquial como un adorno. Nosotros éramos la imagen del desconcierto y la desconfianza. Ahora que lo pienso, si seguimos siendo amigos a pesar de todo fue por el sentido del humor que compartíamos. Por la capacidad para reírnos. Aunque él solo les aplicara el cauterio de la risa a los demás. Mientras los nadaístas podíamos reírnos de nosotros mismos con perfecta impudicia. Él se tomaba en serio su vida y su trabajo de escritor. Nosotros éramos más irresponsables y estábamos más confundidos. Él era un escritor del establecimiento. Nosotros estábamos situados al margen. Recuerdo que al principio me impresionó un rasgo de personalidad muy escaso entre los círculos de los escritores: jamás hablaba mal de los ausentes, aunque después aprendió. Pero en general nunca lo vi comprometerse, ni hablar de la política del día, por ejemplo, que es algo que les gusta tanto a los escritores modernos. Era cauto.
Manuel Mejía fue un detractor injusto del nadaísmo cuando estaba de malas pulgas. Sobre todo le gustaba vapulear al pobre gonzaloarango por lo que decía y lo que dejaba de decir. En ocasiones Mejía se pasaba de crítico acerbo con nosotros. Una vez, él había envejecido, y yo me había casado y separado, y vuelto a casar por aquellas cosas del eterno retorno y el miedo de la soledad, leyó un poema que buscaba, a través de unas cucarachas, celebrar la música humana y la técnica moderna. Y me dijo sonriendo con ironía campechana. “Escribirle poemas a las cucarachas es una bobada, hombre”. Y me miró como quien piensa sin razón que las cucarachas solo necesitan insecticidas y no poemas con reminiscencias de Vivaldi y Schönberg y con pormenores sobre la fabricación de los transistores. No quise decirle que las cucarachas tenían tanto derecho a ser poéticas como los alelíes. Y que había descubierto en un viaje de LSD que son ángeles camuflados. Y un portento biológico. No hubiera comprendido.
Pero al mismo tiempo Manuel Mejía fue muy generoso con los poetas del nadaísmo que comenzaron a transitar por la carrera Junín en los años sesentas y que lo veían salir de las películas de la vespertina con sus eternos cartapacios bajo el brazo en busca de un café tranquilo donde corregir sus obras. No solo participaba en nuestras tertulias con su ingenio cándido, sus recuerdos de la madre Laura con la que guardaba un parecido físico, sus memorias de aventurero por Centroamérica y su colección de refranes y décimas y coplas aprendidos con los peones de las fincas donde creció. A veces fue magnánimo con nosotros de un modo que ahora me permite sospechar de su insinceridad cuando nos quiso y cuando nos desdeñó. Eso no importa. Es preciso honrar la justicia. Cuando lo nombraron director de la imprenta municipal de Medellín publicó allí el primer libro de Gonzalo Arango, HK 111 y Nada bajo el cielorraso, dos obras de teatro que le permitieron al capitán del nadaísmo el sentimiento inenarrable de saborear la gloria de sostener en sus manos su primer libro publicado.
HK 111 alcanzó el honor de las tablas bajo la dirección de Fausto Cabrera, un activista español que después fue guerrillero maoísta y acabó en la China, un ecléctico que recitaba un día Claveles rojos o La casada infiel y cosas de mayor enjundia de García Lorca y al otro montaba una broma de Ionesco. Ignoro si llegó a entenderse con Poeta en Nueva York, el único Lorca soportable para los nadaístas. La obra contó con la actuación de Santiago García y Mónica Silva su mujer entonces. Los tres habían fundado el Teatro Experimental El Búho para la divulgación de las obras de la vanguardia, con la pretensión de fundar un grupo estable que ayudara a la creación de un teatro nacional moderno que superara las comedias políticofolclóricas de Campitos, y las obras del rancio teatro español de Jacinto Benavente y Alejandro Casona, autores predilectos de los grupos de aficionados de Colombia antes de que se pudiera hablar de profesionales de las tablas.
HK 111 fue puesta en escena en el teatro Ópera de Medellín después de una temporada en Bogotá y causó estupor en la parroquia. Una escenografía escueta con seis varillas simulaba la cabina de un avión, el protagonista amenazaba en el clímax de la obra con orinarse en el escenario. Escatología pueril pero inusual para el lugar y los tiempos. Gonzalo Arango les tenía pánico a los aviones. Y pensaba que eran el más terrorífico de los inventos humanos junto con la jeringa hipodérmica.
Yo hice el ridículo al llevar a la gala en aquel calor estival un abrigo inglés de paño que pesaba como el Big Ben y hacía los efectos de un sauna, propiedad de mi padre que lo había recibido de Laureano Gómez por interpuesta persona, un primo suyo postizo, un hombre notable durante la presidencia del Monstruo, y que siguió siéndolo durante la dictablanda de Rojas Pinilla.
Cuando dediqué a mi padre “El anticuario”, un poema que pretende reunir (como nadie lo ha notado lo anoto) las ideas afines a las noción de decadencia, Manuel Mejía me hizo un elogio matizado de sorna: si tu poema de las cucarachas me parece una nadaistada, el que le dedicaste a tu padre debería formar parte de la antología de la poesía colombiana siempre. Se dosificaba. Entre el vituperio y la alabanza. Esa noche celebramos mi poema en la casa de una de mis hermanas. Fue la única vez que lo vi borracho. Siempre fue de un aguante olímpico. Ya se encaminaba a la bancarrota. Y acabó cuan largo era, bocarriba, en la mesa de centro bañado en ron Caldas.
Yo lo quise desde que lo conocí. Y él también me quería y hasta admiraba al osado adolescente que yo era cuando comenzamos a tratarnos como vecinos en el barrio Los Ángeles. Yo era un adolescente con una mala fama merecidísima. Y con la suerte bendecida por una enorme capacidad para la indiferencia, resignado a vegetar sin rencor ni esperanza, sin propósitos, vacío por dentro, sin tuétanos. La falta de pudor me permite reconocer que también me adornaba un cierto éxito entre las muchachas más bellas de la ciudad de mercaderes con vocación industrial, a pesar de mis camisas de pobre, mis zapatos rotos y la melena salvaje que extrañaba el champú. Creo que las muchachas se me acercaban seducidas por mi fama de poeta precoz más que por mi cara de ángel despeñado. Llevadas por algún impulso tanático. Porque fui magnífico como amante a la hora de hacerlas sufrir.
Manuel Mejía me hizo muy desgraciado cuando se quedó con el amorcito de mis primeras experiencias reales de amor, y al fin me arrebató a la sujeta de mis primeros afectos, valido de su aire de Pedro Armendáriz y de su propensión a ganar concursos de literatura. Más tarde, para compensarme, se convirtió en mi primer editor. Pues cuando lo echaron de la imprenta oficial por imprimir las obras de teatro del inventor del nadaísmo fundó con Oscar Hernández una editorial que llamaron Papel Sobrante, pues la alimentaban con los desechos de las prensas de los periódicos municipales donde Oscar Hernández hacía de todero. Uno de los primeros libros de la empresa fue mi libro Invención de la uva. Los otros fueron los cuentos primerizos de Darío Ruiz Gómez y de Oscar Collazos.
Medellín aquellos años vivía el sopor saludable del Frente Nacional después las atrocidades de la violencia que prolongó las guerras religiosas del siglo XIX. Hernández, Mejía Vallejo y Castro Saavedra eran los autores prominentes en la aldea de un millón escaso de habitantes. No había dicho que Oscar Hernández escribía poemas al pan, al trigo y a las amadas, y que fue un montón de cosas, boxeador, futbolista, vendedor ambulante y empresario de una fábrica de refrescos; que Manuel Mejía había viajado por Centroamérica siguiendo los pasos de Porfirio Barba Jacob, y que Carlos Castro pavoneaba los elogios que le hizo Pablo Neruda a su poesía cuando estuvo en Chile. Neruda comenzaba a descollar con su obra desigual y profusa, y por el brillo de su glotonería verbal, llevado de la mano de los comunistas. Y un espaldarazo suyo era consagratorio. En la casa de poesía Silva de Bogotá hay una fotografía conmovedora de un Castro Saavedra, la cara triste y menuda, y con un sombrero hiperbólico que le queda como una casa, junto a León de Greiff que a su lado parece un ogro vikingo con su belfo, la boina y el traje de paño desgalichado de siempre. Sus amigos solían preguntarle dónde mandaba a arrugar los vestidos.
Manuel Mejía Vallejo fue el narrador más reputado de Colombia hasta la aparición de Cien años de soledad. Yo creo que resintió su publicación como un desorden inesperado en su honra. Los escritores suelen tener egos frondosos. Cien años de soledad confundió la literatura colombiana con sus excesos. De modo que muchos novelistas colombianos apelaron a los recursos del realismo mágico en una mimesis cómica y servil, y otros, para corregir el rumbo, apelaron al grotesco, a la recuperación de sus recuerdos familiares o a la novela histórica ideologizada. En el desconcierto probó la novela urbana. Y como había abandonado las temáticas campesinas, inventó a Balandú, que se insinuó en sus escritos tímidamente hasta alcanzar la apoteosis en La casa de las dos palmas, que intenta contar una saga familiar como el piedracielista de Aracataca.
Mejía hizo alguna mención literaria de mi deslustrada persona. Quizás para acallar la mala conciencia del depredador sexual. En La sombra de tu paso, donde la novia que me ganó se llama Claudia, expresa sus celos. Y le pregunta. ¿Lo amaste? Y ella. A quién. Y él le dice: a Eduardo. Y dice que yo entonces me parecía a Jesucristo… cuando lo aporreaban. No sé qué quería decir con eso de mi barba y mis greñas de cobre. Y sin mi novia en aquella Junín donde los nadaístas gastamos la adolescencia en el descubrimiento del amor y la poesía a contramano, cometiendo pequeños delitos viles, fumando marihuana, emborrachándonos y tragando a puñadas barbitúricos de la casa Lilly. Desde niño soñé ser escritor. Pero nunca se me pasó por la cabeza que podía ser un personaje de novela.
Los que no vivieron aquellos días en esa aldea en las faldas de los Andes nunca alcanzarán a imaginar cómo era entonces la ciudad que fundó don Miguel de Aguinaga. Soy un sentimental. No me importa. Medellín es para mí la de antes de la Avenida Oriental que cometió el sacrilegio de comerse la casa de Dora Echavarría, la suegra de Manuel Mejía, la abuela de sus hijos, que lo adoraba. Y sentí mucho el día cuando tumbaron el Hotel Europa que era como un Kremlin en chiquito. Al Medellín de mis recuerdos le lucía ese edificio con cúpulas negras, como le sigue luciendo un palacio egipcio en la calle Miranda o una portada con leones de bronce en la casa de un magnate en el barrio Laureles. En el lugar que dejó el Hotel Europa levantaron la Torre Coltejer, que no sabe a nada, empinando el hocico hacia el cielo empobrecido, aguja ciega, para hacer una metáfora de sastre. Otros la consideran la marca del comienzo de la decadencia de la familia Echavarría, como Babel confundió las lenguas de los israelitas para castigar su arrogancia.
La tragedia del empresariado antioqueño burgués fue su aniquilación por el proletariado chino en la guerra comercial del mundo. En la bendita globalización galopante los discípulos de Mao condujeron a la bancarrota a la ilustre familia paisa, admirada y vilipendiada, que llevó a Medellín a trancazos de tren hasta Puerto Berrío y de allí a lomo de mula los primeros telares mecánicos. Fernando González dijo que Medellín era bueno cuando los Echavarrías estaban chiquitos. Desconfiaba de los retumbos del progreso. Como todos los metafísicos que saben que es imposible conectarse por teléfono con lo esencial.
La calle Junín era un hervidero de chismes. La sombra de tu paso, Y el mundo sigue andando están hechos de eso. De murmuraciones. Cuando Manuel Mejía intentó liberarse de los helechos de La tierra éramos nosotros, los muchachos de entonces estrenábamos el desaliño de los existencialistas franceses que superara el dandismo de gomina de la generación de los cocacolos y sus propias corbatas ya pasando de moda, en una ciudad donde todo el mundo aún saludaba a los policías secretos por sus nombres. Y por sus apodos a los borrachos del Parque de Bolívar, de alcohol antiséptico y pasante de grillo. Mejía Vallejo y sus amigos, Hernández y Castro Saavedra, adecentaron el uso del parque. Se reunían por las noches con sus libros bajo los balsos del de Bolívar frente a la heladería San Francisco. Los hombres de bien solo lo usaban cuando iban a embolarse los zapatos. Y los domingos de la retreta.
Manuel Mejía estaba recién llegado de Centroamérica y gozaba de un tibio prestigio por sus cuentos agrestes de gallera, haciendas, venganzas de hermanos y parricidas incapaces del sacrilegio. De cuentos de campesinos que más tarde cambió por cuchilleros de barriada en Aire de Tango. En Y el mundo sigue andando se estrena de Joyce andino pero no le lucen los experimentos y los retruécanos se le atoran. Aunque no lo quisiera era sin remedio un representante del machismo latinoamericano en la vertiente andina de la literatura colombiana.
Todo era cándido, liviano y feliz en la calle Junín que transitaba Manuel Mejía Vallejo, tanto que lo único posible era que a alguien se le ocurriera inventar el nadaísmo con su sentido trágico y sus amarguras impostadas que después se tornaron en amarguras y podredumbres auténticas. Mejía acabó por apartarse de nosotros del todo cuando apareció la marihuana en las fiestas. Y comenzó a crear su propio entorno de amigos con Darío Ruiz, Oscar Jaramillo, Elkin Restrepo, Oscar Collazos y Fernando González hijo. Y recuerdo que después del primer manifiesto publicamos un volante supuestamente patrocinado por una inexistente fábrica de papitas Juan XXIII. Y recuerdo, pero puede ser un falso recuerdo, que a Mejía Vallejo, que se había regocijado por nuestra irrupción podrida en el paraíso de popelina, no le gustó el fingido patrocinio. Era un anticlerical respetuoso. No estoy seguro de que no creyera en el diablo. Recorrió los caminos de Barba Jacob por Centroamérica y escribió un libro sin mucha gracia dedicado al vate de Santa Rosa. Pero la marihuana remota de Barba no era un peligro como la nuestra para él.
A mí, digo, para comenzar a terminar, más que su ecuanimidad y sus virtudes evidentes me impresionaron en él sobre todo los rones triples de la madurez que se echaba en ayunas en su casa de la calle Perú, cuando comenzó a deteriorarse y a dudar de su grandeza, después de la aparición apoteósica de Cien años de soledad. Como casi todos los escritores colombianos experimentó un cimbronazo con ese libro monstruoso que devolvió la novela moderna a sus orígenes. Las pretensiones de Manuel Mejía de convertirse en el continuador de la línea narrativa de Tomás Carrasquilla con un toque de José Eustasio Rivera se volvieron obsoletas.
Del nadaísmo se han dicho muchas cosas. Pero bien pudo ser solo una reacción necesaria del alma del mundo en nosotros, en una isla feliz llena de muchachas en flor donde comenzaban a oírse los primeros rocanroles, a ponerse de moda el cubalibre, en un país convulsionado, corrompido y violento, que se había dado una tregua relativa con el Frente Nacional. Algunos le achacan al Frente Nacional nuestras desgracias actuales. No fue tan malo. El país creció en la realidad y en las estadísticas. Recuerdo que en mis tiempos el acceso a la universidad era un privilegio. El Frente Nacional comenzó a democratizar la educación. Y la salud. El país mejoró. Y el nadaísmo fue un síntoma positivo de los tiempos que comenzaban y de sus crisis. La gente comenzó a decir otras cosas en las tertulias de los nadaístas en las cafeterías de nombres ingenuos como Bambi y Donald. A pensar otras cosas. A nosotros nos tocó empatar los últimos totes del diablo parroquial con el estruendo de los cohetes interestelares. Recuerdo el repeluzno que experimenté cuando los periódicos trajeron la noticia de que los rusos habían puesto a dar vueltas a una perra en los espacios exteriores a la biosfera. Yo era un exseminarista que no terminaba de solucionar sus problemas con Dios. Y sentí que se me encrespaba el pelo de la cabeza y los remanentes de la cresta vertebral del anfibio.
Gonzalo Arango que tenía su toque maligno a pesar de su fama de santo, y tenía una vieja deuda por cobrar, en una carta me escribió, después de una noche de tragos que Manuel Mejía gastó en llenar de reproches al pobre profeta de la nueva oscuridad: “…de los hombres espero lo peor; sobre todo de los intelectuales, de los literatos. Son de otra raza. Soy una raza opuesta: y tú, Ed, eres mi mejor alma, mi espejo más transparente. En ti reflejo lo poco que puede ser salvado en mí, no como escritor, sino como ser vivo… La agresión del Premio Nadal… contra el nadaísmo en general… es un fruto tardío de su recóndita amargura. Recuerda la noche en el homenaje a Evtuschenko. Somos tan ajenos a sus dioses y a lo que escribe. No me extraña: él fracasó en sus aspiraciones a Maestro de la juventud. Nuestra generación no lo soportó, era la flor y nata de la Bondad. Como me dijo una vez Fernando González, ‘nunca podrá ser un artista, goza de excelente salud’. Podrá escribir cien novelas, ganar el Premio Nobel, ser laureado o fuera de concurso en los juegos florales de Manizales, pero nunca osará una locura respetable. Tendrá siempre miedo de invertir la lógica, de afirmar que DOS MÁS DOS SON EL PRINCIPIO DE LA MUERTE (no recuerdo si esta frase es de Dostoievski o la acabo de inventar, pero vale)… Eso es él, un linotipo que trabaja, que piensa; una caña pensante pero sin la angustia de Pascal. A Manuel Mejía le tengo afecto precisamente porque está fuera del ring, es campirano, gallero, nostálgico de burdelito de Jericó donde perdió su virginidad por un soneto, amigo íntimo del bobo del pueblo, etc. Porque labora sus novelitas como un herrero, y de tanto hacer y rehacer de pronto salta una chispita en su desierto mental, pero no por culpa de su genio, sino de tanto soplar en la forja. Realmente es un buen hombre, aunque literatoso como escritor. Él defiende su parcela de la plaga nadaísta y es su derecho. Él sabe que su herencia no tiene porvenir en nuestra generación, que será olvidado antes de ser. No puede perdonar que su posteridad esté integrada por una pandilla de bastardos como nosotros, desalmados para esas cosas que él fabrica, pura cacharrería estética para consumo de amas de casa, para entretener una digestión, un desvelo, un idilio parroquial de ventana. Él nos regaña paternalmente y quiere convertirnos a su ‘seriedad’, reformados en su provecho, en provecho de la literatura bonita, lógica, moral y graciosamente filistea en la que trabajó como un minero… Hay que reconocer que lo hace honestamente, que no da más, que no tiene de dónde sacar más. A los 45 años no se puede tomar chocolate en familia impunemente, ni rezar el rosario, ni tocar tiple en reuniones de sociedad intelectual… Eso tara, da un carácter. Su literatura resulta inexorablemente chocolatera, conservadora, de meada en la cama después que la mamá reparte bendiciones. Novelas con susurro de tiple y olor de yerbabuena. Qué esperanza… Tu y yo lo comprendemos, por eso lo admiramos. Porque es un pobre sufridor de sentimientos; porque se apostó todo a la literatura y no dejó nada para reírse de sí mismo. Por eso está jodido, y yo lo estimo suficiente para no tenerle piedad… Olvidemos pues sus ofensas; en ellas se consuela, le dan una vaga razón de ser… Permitámosle que tenga razón, que nos injurie y nos abomine si eso lo desahoga. A los nadaístas no nos disminuye su parroquial grandeza. Apliquémosle los santos óleos y que sea inmortal. Él vive para la gloria literaria”.
La carta resume bien nuestra relación, pero Gonzalo extrae un corolario, y nos invita a estar vigilantes, a no dormirnos sobre nuestros pobres laureles de adormidera, a estar conscientes de nuestros límites, y sobre todo, a la lucidez de no consentir la literatura como el fin de la vida. Y pido perdón por la extensión de la cita y por la crueldad que emana, unida a una inmensa ternura por el amigo lejano, pero amigo a pesar de todo.
Manuel Mejía fue sobre todo un poeta apreciable, un gran poeta, puesto que fue capaz de escribir esta décima:
Llovían cielos nublados
por las selvas del Chocó;
llovía tanto, que yo
tuve los ojos mojados.
En esos tiempos llorados
nunca de llanto se hablaba
aunque la pena sobraba
con tan húmedo rigor,
que no sabía el amor
si llovía o si lloraba.
Eso me basta para querer a Manuel a pesar de lo que encontramos en él reprensible desde nuestra orilla del mundo, y nuestra orilla del tiempo.