¿Podrían dejarme solo, por favor?
Daniel Bravo. Ilustración: Hansel Obando
Hay cinco hombres al final del muelle, y se están gritando. “Eh, y tú, ¿por qué crees que te he traído acá?”. Uno está en el borde, de pie, con los ojos clavados en el mar, que se arisca con la entrada de la noche. Su mirada es tierna y apacible, como si esperara —o quisiera— que pase algo. Los otros hablan, parados en círculo unos metros detrás. En el suelo, una losa de cemento sucia, hay cigarrillos a medio terminar y latas de cerveza tumbadas, paradas, que amenazan con caerse al agua. El muelle termina donde toca la punta de su zapato: luego, tres metros en caída libre hasta estrellarse con rocas talladas en forma de cubo. Después está el mar. Sería perfecto, si no fuera por ellos.
Ebrios, algún día sin dormir, con los ojos diminutos de una hiena, manotean y vociferan mientras caminan de un lado a otro. El hombre del borde se da la vuelta y se une a los otros. Corrección: en verdad no estamos en un muelle. Esto es un rompeolas, una estructura artificial que busca reducir la fuerza de las olas antes de que lleguen a la playa. Largo y delgado, entra en el agua como una lanza. O como un bidente, porque al frente tenemos otro igual, que cumple la misma función. Juntos, amansan las aguas del Mediterráneo, pero no son capaces de dejarlos por fuera a ellos. Hablan de fútbol, de política, de un viaje. A ratos se callan y, ahora entre todos, miran el mar: en la distancia, pero todavía descifrable en la marea, hay una forma. Es un balón de fútbol que flota entre las olas.
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Lo único que quiero es estar solo. Ir a la playa, a un mirador, a algún parque y que no haya nadie. Llamémoslo saturación comunicativa, vocación de anacoreta. O simple pendejada. En cualquier caso, es lo único que pido. Sí, podría lograrlo con alguna facilidad en mi casa, así viva con otros dos colombianos, o en la certera soledad de mi cuarto; pero quiero estar solo, no encerrado. Y parece ser que elegí la peor ciudad del mundo para hacerlo, porque Barcelona, aunque tiene poco más de un millón y medio de habitantes, recibe catorce millones de turistas al año. También yo soy uno de ellos: un residente temporal, un híbrido entre turista y estudiante. Es decir, un turista pobre. Y la ciudad se me ofrece como a todos los demás: con su Sagrada Familia y su santísima trinidad cliché de Picasso, Gaudí y Miró; con sus estereotipos de tapas y paella, sus free walking tours y sus “diez lugares imperdibles”; con su rambla, que es como Carabobo tres veces más ancho y con tres veces más carteristas. Yo solo quiero estar solo, pero no conozco esta ciudad, no he aprendido a perderme en sus calles. Y es imposible conjugar soledad y turismo: una guía tipo Lonely Planet que diera los Top 10 places to be alone in Barcelona sería ridícula, los condenaría a la pena de muerte por agorafobia.
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Fuck tourists, go home. El grafiti está en un contenedor de basura del Carrer del Panorama. La calle se extiende hacia arriba y adelante, como un ejercicio de punto de fuga. Al fondo, cuando la pendiente no la deja escalar más, el pavimento serpentea y asciende en zigzag a través de una vegetación exigua y desnuda —rocas, cactus, arbustos; flora de despeñadero—, hasta llegar a los búnkeres. Ubicados en la cima del Turó de la Rovira, uno de los tres cerros que hay en Barcelona, los búnkeres son un grupo de edificaciones que durante la Guerra Civil Española alojaron cuatro cañones antiaéreos y sirvieron de atalaya para proteger la ciudad. Después de la guerra el conjunto militar entró en desuso, y en las décadas siguientes el cerro estuvo en la mira, ya no militar sino administrativa, por barraquismo, que es una forma bonita de nombrar lo que acá llamamos barrios de invasión. Con el paso de los años las familias fueron reubicadas; en los noventas se derribó la última chabola, se trasladaron los cañones, y en el 2011 comenzaron los esfuerzos para recuperar los búnkeres como miradores y lugares patrimoniales, hasta convertirlos en el mejor destino para hacerse selfis panorámicas y tomar fotos 360 grados de la ciudad. No sé por qué se me ocurrió venir acá para estar solo. Habría tenido que ser antes del 2011, antes de que el espacio fuera recuperado, domado, antes de que apareciera en los folletos turísticos que entregan en el aeropuerto. Es un viernes de octubre y son las dos de la tarde. Somos doce personas. Todos, a excepción de una pareja que habla en catalán y de un ejecutivo con un casco de motocicleta bajo el brazo, parecemos turistas. A las tres de la tarde se nos ha unido una excursión de quince adolescentes de Estados Unidos, dos trotamundos con mochilas de treinta litros y un perro. Tal vez, con algún truco de la mirada, pueda convencerme de que no hay nadie más. Busco el techo de una de las construcciones, doy con un ángulo que esconde a las personas de mi campo visual e intento concentrarme en un punto en el horizonte hasta que, por demencia o visión de túnel, alcance la sensación que busco. ¿Qué es lo que busco, en últimas? ¿Soledad o aislamiento? Pasan un segundo... dos... tres... Hasta que los escucho. No sé quién hace más ruido, si los gringos o el perro. A las cuatro de la tarde, con la llegada de más personas, desisto. Mientras bajo los veo ascender en fila, como el desembarco de un crucero: hordas de turistas, una línea sin fin de cámaras, acentos, bolsas para pícnic. El grafiti que prometía mi fracaso me despide. Por lo menos concordamos en las últimas palabras.
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La soledad no es una búsqueda muy popular, y menos para un turista en Barcelona. Es equivalente de irse a ver fatbergs a las alcantarillas de Londres, a buscar el nirvana en Nueva York. Por lo general, un turista busca agraciar sus sentidos: visitar un lugar bello y fotografiarlo para que se vea bien en redes sociales; conocer una serie de datos históricos que olvidará a los cinco minutos pero de los cuales recordará uno que, fuera de contexto, impresionará a sus amigos; probar algo que le sorprenda el paladar y que fracase al intentar replicarlo de vuelta en casa. En modo turista cualquier atardecer se disfraza de inolvidable, cualquier madrugada se acoge con un bienvenido para el día que despunta. Pero el turista no busca sentirse solo, esa es una experiencia que puede tener en casa. La soledad es una búsqueda antiturística; un afán por encontrar, en tierras extrañas, eso que siempre llevamos a todas partes: nosotros mismos.
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Los búnkeres ya daban una pista. Una de las claves para no encontrar a nadie era el tiempo. Mejor dicho, el destiempo: el antiturismo tenía que hacerse a una antihora. En un extremo de la playa de la Barceloneta, el Hotel W tiene una plazuela desde la que se accede a un parqueadero. Hay algunas bancas, una escultura y, hacia un costado, unas gradas que descienden un par de metros, formando un anfiteatro. Frente a ellas, una baranda hace las veces de balcón al mar. Lunes, doce de la noche. La baranda es fácil de saltar. Caigo en las mismas piedras-cubo del rompeolas que, esta vez sin la caída de tres metros, sirven como plataforma para ver el mar. Están llenas de grafitis, aunque no veo ninguno que me incumba en mi calidad de turista-estudiante-latino. Mi caída (ni ágil ni estrepitosa, un ruido seco de costal golpeando la tierra) asusta a una pareja que, tras una roca, se esconde bajo sacos con capucha. Yo tampoco los había visto. Los maldigo y les ofrezco disculpas en mi cabeza: acabo de dañarles la soledad que precede ciertas buenas cosas en pareja. También ellos, en su escondite, frustraron mi ilusión de un espacio vacío. Comenzamos el pulso incómodo de un ascensor, el que aguante más sin reconocer la presencia del otro. Pasados unos treinta minutos se Navidad es el momento perfecto para disfrutar en familia la gran diversidad de flora y fauna de nuestro país. Por fin estoy solo. Pero es una victoria parcial, agridulce, a costa de otros. Alguna vez leí que una discusión en pareja no se trata de quién tiene la razón, sino de quién siente menos culpa después. Algo similar ocurre en este caso. Al poco tiempo me voy. Mi soledad queda en tablas.
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Percibimos la soledad con los sentidos. En los búnkeres casi pude encontrarla con el engaño de la mirada, pero me traicionó el oído. Si intentamos un ranking de los sentidos, el oído sería el segundo más importante para estar solo. Luego seguirían el tacto (no tener ningún estímulo táctil genera la sensación de aislamiento, como los tanques de flotación), el olfato (no podemos oler la soledad, aunque sí su ausencia) y el gusto (en un poema, El gusto de la nada, Baudelaire me vaticina lo mismo que el grafiti: “Resígnate, corazón mío; duerme tu sueño de bruto”). Exceptuando la sordera, estar solo es casi siempre un requisito para no escuchar nada. Aunque pareciera que a los humanos, como animales sociales, eso también nos estuviera vedado. En 1951 el compositor estadounidense John Cage visitó la cámara anecoica de Harvard, un espacio insonorizado y diseñado especialmente para que las paredes, el suelo y el techo absorban los sonidos en vez de reflejarlos. Cage buscaba componer una pieza musical sobre el silencio. Pero el silencio absoluto fue imposible. Escribió Cage: “Escuchaba dos sonidos, uno alto y uno bajo. Cuando se los describí al ingeniero que estaba a cargo me explicó que el alto era mi sistema nervioso, y el bajo, mi sangre circulando”. La anécdota es el mito fundacional de 4’33’’, la pieza musical (para cualquier cantidad y combinación de instrumentos) que Cage compuso después de la experiencia. Pero es imposible, lo dice la ciencia y una de sus biografías, escuchar nuestra propia circulación y sistema nervioso. Lo más probable es que lo que el compositor escuchara dentro de la cámara fueran tinnitus o acúfenos, sonidos que nacen en la cabeza (un fenómeno auditivo, no psicológico) y que son solo perceptibles por la persona afectada. Es decir, el cuerpo inventándose ruidos, hablándose al oído, resistiéndose a la idea de estar solo. Y 4’33’’ refleja esto: es una pieza donde la orquesta entera está durante cuatro minutos y treinta y tres segundos en silencio, acompañada por la tos de la audiencia, el crujir de las sillas, alguien sonándose los mocos.
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La imposibilidad del silencio y la de los turistas para estar solos. De vuelta al muelle con los cinco hombres. Fragmentos de sus conversaciones me dan a entender que son amigos, que no viven en Barcelona, que vinieron a hacer algo. Entiendo también que uno de ellos pateó el balón de fútbol que a ratos miran en el mar, y entiendo, con una claridad apabullante, que los intrusos no son ellos, sino otro. El que interrumpe su soledad. Su solemnidad. Creo verlos llorar. No estoy seguro, no podría afirmarlo ni para lograr la redondez de la historia. Con el paso de los minutos se van callando, dejan de manotear, se les acaba la cerveza. Están cada vez más ensimismados. Estamos cada uno en silencio, quietos, mirando al mar, por unos minutos. Luego se van. De nuevo el sinsabor. Ellos también querían estar solos.