El hermano mayor
Daniel Mella. Ilustración: Verónica Velásquez
Los que se morían antes de tiempo eran siempre los más felices o los más talentosos. Los que se mueren antes de tiempo siempre son los más felices de todos, le disparo a tía Laura ni bien mamá se va.
La tía, en una silla a mi derecha, oyó toda nuestra conversación. Es la única hermana de mi padre. Igual que papá, igual que yo, tiene la columna jodida. Nuestras averías se originan en la parte baja de la espalda. Lo mío fue una vértebra del sacro. Lo que uno ve, en una radiografía del sacro, es una cara de hueso traslúcida, de ojos vacíos, de un ser de otro planeta. Los médicos chinos lo llaman el rostro de Dios. La nariz es ancha y larga y llena de promontorios. La boca, una grieta un poco hendida, recuerda a los labios cerrados de ciertos reptiles.
¿Puede ser?, le pregunto. Los más felices o los más talentosos. Es como una ley, ¿eh, tía? Hay que tener ojo con los que andan muy felices por la vida. Son un peligro, ¿no es cierto? Siempre están a punto de irse a la mierda. Me pasa con Paco (7). Con Juan (5) no tanto, Juan es más seco, más malhumorado. Pero paco es un gurí que se despierta contento, hablando hasta por los codos. Se acuesta contento, se despierta contento. Todo el mundo te menciona qué gurí feliz, qué gurí más amoroso. Ojalá dejaran de hablar así, tía. No sabes cuánto temo por Paco. ¿Querés un mate?
—¿Sabés qué me dijo tu hermano la última vez que lo vi? —me pregunta ella entonces—. Dijo que le tenía fe a esa casilla.
La última vez que vi a Alejandro fue una noche hace dos semanas, en La Paloma. Papá también estaba: había ido a pasar unos días con ella y con el tío, y también acabó siendo la última vez que papá lo viera. Esa noche iban a hacer pizzas en el horno de barro y, sabiendo cuánto le gustaban a Ale, lo llamaron para que se venga. Ale se tomó el ómnibus desde Santa Teresa ni bien salió de la playa. La tía, enterada de que Alejandro acampaba, le había preguntado dónde dormía, con las tormentas que venía habiendo. Él le respondió que se iba para las casas de unos amigos cruzando el cerro Rivero, pero que a veces se iba para la casilla de Playa Grande.
—¿Podés creer? —dice la tía—. Un guardavidas, un surfista, que sabe lo peligrosa que es la playa cuando hay tormenta eléctrica. Él decía que la casilla llevaba no sé cuántos años sin que le pasara nada, que había sobrevivido varios inviernos sin que el viento la tirara ni que le pegara un rayo. “Le tengo fe a esa casilla”, me dijo.
Yo no sabía que Ale había dicho eso. Nunca tenía saldo para llamarlo. Nos mandábamos mensajes o era él que llamaba, y nunca había mencionado que durmiera en la casilla para guarecerse. Ni una vez se me había pasado por la cabeza que él pudiera estar en peligro por lo de las tormentas. Yo tenía otras preocupaciones ese verano.
—No sé si esta vez no se enteró de la tormenta que se venía o qué pasó, pero es horrible, ¿no te parece? —dice ella.
Tenía fe en esa casilla. Dejó el cuerpo en un lugar donde tenía fe. No sé si es tan horrible, le dije.
—Admiro tu capacidad para el dolor —dice la tía después, secándose lágrimas con las uñas de los pulgares.
¿Qué estás diciendo, tía?, le pregunto.
Se toma el mate, asintiendo mientras traga.
—Te admiro de verdad —dice.
No sabe lo que dice, pero no importa.
En el pasto junto a la glicina está Enrique tomando de su propio mate con Guido. Enrique es flaco, la cara chupada por la falta de muelas. Julio es panzón y no le conozco sin bigote. Desde que tengo memoria viven uno al lado del otro en diagonal a lo de mis padres. Guido sigue solo después de quince años de que su mujer se fuera, sigue manejando un taxi nocturno, y al menos exteriormente se encarga de mantener su casa en buen estado. La única diferencia entre su casa de antes y la de ahora es el muro que los separa del criadero de ratas de Enrique, que tiene todo su terreno cubierto por basura. Es un muro de más de tres metros de altura porque Enrique, que dice que trabaja de clasificador, tiene la basura apilada en unas estructuras monstruosas de palo y de lona. Desde la calle no se aprecia orden ni concierto en la basura. Lo que se ve es un tolderío detrás del cual apenas se insinúa la casa de bloque construida al fondo, que ya en mi infancia será una ruina.
—¿Esos dos no se odian? —dice tía Laura—. Se ve que hoy vale todo.
La mañana del 9 de febrero me agarró en casa de mis padres. Estaban mis hijos también. El día anterior, el lunes 8, yo los había traído a ver a sus abuelos, y como estaba su prima Catalina (16), la hija de Mariela (39), terminamos acampando en el living.
Lo primero que oigo al traspasar el ventanal y entrar a la cocina es a Mariela y a los nenes diciendo qué película poner a una pared de distancia, en mi pieza, ahora el estudio de mi padre. Mamá, todavía de lentes de sol, ocupa el sillón frente a la tele sin sonido. Por momentos mira la pantalla y por momentos se mira las manos sobre la falda. Ni bien me ve, levanta la derecha mostrándome su celular en un gesto extraño, como de saludo, mientras con la otra mano se prende al control remoto.
—¿Te animás a mandarle un mensaje a Alejandro? —me dice—. Vengo tratando, pero no distingo las teclas.
Alejandro no está, le digo yo. ¿Cómo le voy a mandar un mensaje?
—Ponele: Ale, decime que no sos tú, mamá — dice. Capaz que no es él. Capaz que se confundieron.
De pronto estoy en cuclillas sacándole el teléfono de la mano, nuestras cabezas prácticamente a la misma altura. Le explico, hablándole como a los sordos, viéndome en sus cristales oscuros, que llamaron los amigos de Ale. El que lo encontró muerto fue el Enano, que trabajaba con él, que lo ve todos los días.
—Si le pegó un rayo, capaz que estaba irreconocible —dice ella.
En ese momento surge Mariela del pasillo con el teléfono de línea al oído. Se da cuenta de que ocurre algo raro y le pide un momento a su interlocutor, tapa el micrófono y me clava sus ojos amarillos.
Mamá quiere que le mande un mensaje a Alejandro, le explico.
Mariela reflexiona por un segundo, luego me dice que mande un mensaje.
¿Que le mande el mensaje? ¿Que le mande un mensaje de texto a Alejandro?
—Se lo mandás y listo —dice Mariela, y regresa por donde venía. La oímos encerrarse en el dormitorio matrimonial. En el porche nadie parece estar pendiente de nosotros. Algunos bajaron al pasto, al sol. Entonces se me ocurre que lo puedo llamar. Puedo llamar a mi hermano y ver quién atiende. Cometo el error de decirlo en voz alta. Mamá se desespera.
—¡No! —dice—. ¡No lo llames, no lo llames!
¿Por qué no? Ahorramos tiempo si lo llamo.
—Vos mandale un mensaje y dame el teléfono y te olvidás, si tanto te molesta.
Pero no me voy a poder olvidar. Voy a estar como ella, esperando a que alguien responda el mensaje y que el que lo haga sea mi hermano, que ya no ve ni oye, ni tiene una voz, ni tiene dedos para manejar su iPhone.
—Mandale el mensaje y dame el teléfono, por favor —dice mamá.
Ni bien mando el mensaje, mamá me saca el celular de las manos. Dice:
—No le pusiste lo que te pedí.
Te quiero chupaverga, le había escrito.
—¿Esto es lindo para vos? —dice mamá después de leerlo.
Sin previo aviso, siento las lágrimas del día. Con su silencio, en el que prácticamente me puedo apoyar, mamá sondea mi dolor, pero mi dolor no es mío.
Como vaticinara, sin que lo pueda evitar, en mi mente se forma la imagen de Alejandro vivo todavía. No hay chance, pero lo veo volviendo de la casa de alguna mina, llegando tarde al trabajo cansado y medio en pedo. Mamá parece aliviada ahora que abrevamos del mismo charquito miserable.
—Cuando estábamos afuera —dice entonces, delicadamente—, no quise decir que prefería que fueses vos en vez de Alejandro. Jamás diría algo así. Me interpretaste mal.
No tiene de qué preocuparse. Si hay un día para volverse loco, es hoy.
Ella dice que va a aprovechar para acostarse un rato.