La gripa del fin del mundo
Carlos Dáguer
Primero los pañuelos y las ruanas se llenaron de mocos, luego los hospitales, de enfermos, después las esquinas, de carteles fúnebres, y finalmente, la prensa llenó sus páginas con anuncios apocalípticos.
El Gráfico, 1918.
La secuencia de fotos de la icónica “carreta macabra”, que iba y volvía del cementerio cargada de cadáveres hasta las banderas, obliga a ser indulgente con la prosa del momento. Los muertos fueron ciertos. Y miles. Cualquier cronista engalanaría el verbo si tiene la oportunidad de narrar el fin del mundo, y más aún ante la ausencia de un dato medianamente certero, de un pequeño desliz científico sobre la naturaleza de esa epidemia de gripa que se cebó con particular furia en el altiplano cundiboyacense y dejó a su paso, mal contados, 3500 muertos en un país que en 1918 frisaba los seis millones de habitantes.
No faltó el humor negro: “Cuando esta peste iba a llegar —anotó un cronista de Cromos—, la pública atención estaba pendiente del censo. Nuestra curiosidad consistía en saber cuántos éramos; ahora es la de averiguar cuántos quedamos”.
Bogotá era a la sazón una ciudad que enterraba diez muertos al día, pero el conteo comenzó a variar desde el 21 de octubre que se saldó con 35 defunciones. Al día siguiente fueron 71. Y al siguiente 58. Y luego, cuando la cifra alcanzó los tres dígitos, colapsaron los servicios funerarios de la capital.
El 24 de octubre, medio centenar de cuerpos se amontonaban a la espera de su entierro, y pronto comenzó a circular la “carreta macabra” —bautizada por la revista El Gráfico— recogiendo a los más pobres en las calles para darles sepultura en las grandes fosas comunes que el joven Enrique Tovar, administrador del cementerio, había ordenado cavar para satisfacer la demanda.
La ciudad adquirió un ambiente de toque de queda no decretado. Unos sesenta mil bogotanos, de los ciento cuarenta mil que poblaban la ciudad, se afiebraron, tosieron, moquearon y experimentaron los dolores articulares, musculares y de cabeza propios de la infección. De ellos morirían 1573, según las cuentas oficiales (1075 en octubre y 498 en noviembre).
En ese reino de incapacidades, el capitolio se veía medio vacío; el gabinete ministerial se ausentaba de sus despachos; las compañías teatrales suspendían sus funciones; los bebedores de oficio se abstenían de visitar las chicherías; los telegramas se retrasaban; y los aurigas del tranvía, que hasta entonces parecían inmunes a toda peste, abandonaban sus puestos de trabajo. El novelista José Antonio Osorio Lizarazo, acorde con las tentaciones hiperbólicas del momento, llegó a afirmar que estos últimos “caían desde sus pescantes sobre las ancas de los caballos pacientes y morían entre las ruedas de sus coches”. Y de los escolares se dijo que eran los únicos que celebraban las circunstancias: les cancelaron las clases justo en tiempos de exámenes.
El Gráfico, 1918.
Entonces cundieron los escritos pomposos, era otra de las enfermedades del momento. “Jamás llegó para esta ciudad la fecha de hoy en tan dolorosas circunstancias, ni las campanas de las iglesias gimieron más fúnebremente su plegaria de lágrimas —anotaba la revista El Gráfico en su edición del 4 de noviembre de 1918—. Ni bajo aquellas pestes legendarias de la Colonia, ni cuando en plena lucha emancipadora los maderos ensangrentados del patíbulo pregonaban el terror, ni más tarde, en las convulsiones revolucionarias de la República, cuando hermanos enloquecidos le arrancaban la vida a sus hermanos”.
Menos se ha escrito sobre lo vivido en Boyacá, aun cuando fue el departamento que llevó la peor carga. El periódico La Linterna reportó el 25 de octubre que la epidemia ya afectaba a cuatro mil de los diez mil habitantes de Tunja y, como un calco del relato bogotano, todo había quedado en suspenso: el batallón no montó guardia, se cancelaron las clases, se aplazaron los matrimonios... Según el director departamental de Higiene, la gripa había sido “introducida a Tunja por peones carreteros que llevaron la infección de Bogotá; pronto se propagó a todo el Departamento, y como era natural, en los climas fríos predominaron las complicaciones pulmonares”.
Los mercaderes de la salud y los milagreros, tan antiguos como la especie, aprovecharon la ocasión para vender el jarabe antitífico que supuestamente había tenido éxito en Panamá, y un tal Eduardo Boada, propietario de un taller de mecánica, se ofreció a suministrar gratuitamente “una magnífica receta para combatir en pocas horas la epidemia de la gripa”. Esfuerzo vano: Boyacá contabilizó al final más de dos mil defunciones por gripa entre octubre y noviembre.
A comienzos de diciembre, la epidemia se había extinguido en el centro del país, pero, después de pasar por Antioquia, Tolima, Bolívar, Valle y Caldas, invadía los dos Santanderes. “Aunque todas las clases sociales sufrieron la enfermedad —anotó Pablo García Medina, presidente de la Junta Central de Higiene—, fue en la clase obrera y en la proletaria en las que más rápidamente se extendió y más alta mortalidad ocasionó, dadas las malas condiciones de las pésimas habitaciones en que viven y la deficiente alimentación y falta de abrigo de los proletarios”.
Nueve décadas después, cuatro investigadores —Fred Manrique, Abel Martínez, Bernardo Meléndez y Juan Ospina— concluyeron que hubo otro factor de riesgo: la cercanía al cielo. La probabilidad de morir por la gripa fue mayor en las regiones más distantes del nivel del mar, anotaron en septiembre de 2009 en la revista Infectio. Las tierras andinas eran, pues, las condenadas a cavar más tumbas.
Ida la gripa, vinieron las reflexiones, los señalamientos y las preguntas. El Estado había hecho su tarea hasta donde pudo, que era poco. El plan de acción, que se había comenzado a elaborar al segundo día de la epidemia, constó de cinco puntos: organizar la atención a los pobres; dividir la ciudad en diez zonas para que cada una fuera atendida por un médico y un ayudante; abrir los hospitales para aquellos casos en que los médicos lo recomendaran; crear una junta de socorros, y autorizar al alcalde para que la nombrara y reglamentara las funciones de los médicos. Al final, fue la Junta de Socorros, una agrupación privada conformada por notables de la ciudad, la que tomó las riendas de la situación, abrió una cuenta en el Banco de Colombia para recibir donaciones y se quedó con la gratitud de la ciudadanía.
El Gráfico, 1918.
Las investigaciones sobre la naturaleza de la epidemia nunca fueron concluyentes. O mejor: llegaban hasta donde lo permitían los lentes de los microscopios, capaces entonces de observar bacterias pero incapaces de identificar virus.
Informaba el presidente de la Junta Central de Higiene: “Los exámenes bacteriológicos que practicaron los doctores Jorge Martínez S. y Bernardo Samper en el Laboratorio de Higiene que ellos dirigen, y por el profesor Federico Lleras A., demostraron la presencia del bacilo de Pfeiffer [erróneamente considerado, hasta 1933, el agente causante de la gripa común], de neumococo, de estreptococo y de estafilococo. La asociación de estos microbios y especialmente la virulencia que adquirió el neumococo explican la intensidad de las complicaciones pulmonares; la toxemia neumocócica dominaba el cuadro clínico y le daba la funesta gravedad que se observó”.
Los insignes padres de la salud pública colombiana acertaban al identificar la causa de las complicaciones (las infecciones bacterianas), pero no atinaban a la causa de esas causas (el entonces desconocido virus de la influenza).
La otra pregunta que inquietaba a los expertos era por dónde había llegado la infección. Las hipótesis barajadas fueron de diversa índole. Una versión dijo que lo había hecho a bordo del vapor Satrústegui, que zarpó de Barcelona a finales de mayo, cuando la capital catalana vivía el pico de la epidemia, y arribó el 2 de julio a Puerto Colombia. El médico Pedro Sarmiento, pasajero del barco, atestiguó que unas mil personas habían enfermado en altamar, comenzando por los de tercera clase, pero ninguno fue examinado ni sometido a cuarentena al desembarcar.
La hipótesis era plausible, pero dejaba un vacío: ¿por qué la epidemia no se había iniciado a orillas del mar sino en una ciudad enclaustrada en los Andes? Otra hipótesis sorteaba ese inconveniente pero generaba otras dudas: planteaba que la enfermedad había llegado en un paquete de correo procedente de Estados Unidos. No dejaba de ser, en todo caso, mera especulación.
Las investigaciones realizadas noventa años después por Manrique, Martínez, Meléndez y Ospina vuelven a situar al Caribe como puerta de entrada. Al revisar la Gaceta Médica de Cartagena, los investigadores encontraron el registro de veintiún muertes por gripa en noviembre, una en diciembre y una en septiembre. “Este último —anotaron— sería el primer caso reportado en las fuentes primarias consultadas, lo que indica que fue la Costa Caribe el lugar de ingreso de la pandemia de 1918 y no Bogotá, como hasta ahora se ha afirmado”.
Pero más atrás de Colombia, la pregunta que ha inquietado a los científicos en el ámbito internacional es dónde comenzó todo. En los días de la pandemia, se inclinaban por las hipótesis de siempre: había comenzado en Oriente y se había propagado hacia Occidente. Dos sacerdotes misioneros católicos le contaron a la prensa neoyorquina que, en el mes de abril de 1918, esos mismos síntomas que pronto experimentaría buena parte de la humanidad se habían observado en la China, de donde ellos venían. Llamar a aquello “gripa española” sería, pues, una injusticia.
Y sí, parece que lo es. Dado que la ciencia puede resultar tan dinámica como la política, valga aclarar que en 2018, año del centenario de aquella enfermedad que mató a entre cuarenta y cien millones de personas, la denominación de origen es inexacta y, por tanto, injusta. Pero también habría sido injusto llamarla “gripa china”.
Cromos, 1918.
Diversas fuentes coinciden en que comenzó el 4 de febrero de 1918 en un campamento militar en Funston, Kansas, Estados Unidos. Albert Gitchell, cocinero del ejército, sería el primer paciente. Esa oleada no fue tan grave como la segunda, que se inició en Francia. Pero los países involucrados en la Gran Guerra no querían desmoralizar a sus tropas, y guardaron silencio. España, ajena al asunto, publicó las noticias sobre la gripa en su territorio y terminó produciendo la sensación histórica de que había sido la cuna de la peste.
A menos que algún brote genere alarmas en el intervalo, el sistema decimal predice que del tema se seguirá hablando así, por picos noticiosos, cada diez años. Habrá nuevos datos e hipótesis, y volverá la pregunta de siempre: ¿una pandemia similar podría repetirse? La respuesta es, obviamente, sí. Y más aún en un tiempo en que los virus pueden transportarse por el cielo a más de novecientos kilómetros por hora.
Pero lo más probable es que encuentre a una humanidad mejor preparada. Las comunicaciones aún viajan más rápido que los aviones. Existe una Organización Mundial de la Salud con capacidades para encender alarmas. Existen entidades de salud mejor preparadas para hacer campañas preventivas. Existe un sistema de vigilancia en salud pública que podría rastrear el paso a paso de los primeros casos y hacer cercos epidemiológicos. Existen los microscopios electrónicos y mejor tecnología para producir vacunas. Y existe el recuerdo de la tal “gripa española” que, como una cantaleta periódica, obliga a no bajar la guardia.
“Para muchos días dará tema de conversación esta epidemia, la más caprichosa que hayamos conocido”, predijo la revista Cromos hace un siglo. En medio de tantas florituras que parecían ocultar la falta de datos y certezas, ha sido la única conclusión que no se ha modificado luego de cien años.