La aventura del siglo XX
Eduardo Escobar. Ilustraciones: Camila López
Jean Paul Sartre, nacido en 1905, tenía cuarenta años cuando pronunció la conferencia fundacional del existencialismo, que provocó un escándalo en los círculos culturales de Francia y lo convirtió en uno de los hombres esenciales de su época. Ahora, visto con la perspectiva de los años, Sartre se ha convertido en una curiosidad antropológica e incluso en un pensador descalabrado cuyas reflexiones apenas vale la pena considerar, pero aún conserva la distinción de haberse comprometido con energía y tenacidad implacables con los grandes problemas sociales de su tiempo. Lo cual hizo de él el testigo acusador de sus crímenes y hasta su cómplice necesario, pues tardó en reconocer las atrocidades del estalinismo en Rusia ante las cuales hizo la vista gorda. La fidelidad a los sueños lo condujo sin querer a la mala fe, como a muchos intelectuales coetáneos suyos a lo largo y ancho del mundo. García Márquez enterado de la ruida de los derechos humanos en la isla de su amigo Fidel Castro solía decir en la intimidad que no se refería al asunto para no unirse al coro de los enemigos de la revolución cubana. Y el propio Castro para disculpar las miserias de su experimento social afirmó que había un socialismo real y un socialismo para idealistas, pero que solo el fascista aspiraba a la perfección.
Sartre ya había publicado su novela emblemática, La náusea, en 1938, los cuentos El muro, en 1939, y El ser y la nada, en 1943, un trabajo que lo consagró en los medios académicos como un renovador de la fenomenología de Husserl y de las ideas de Martin Heidegger, aunque es un texto que pocos han abordado. Pero fue su conferencia sobre el existencialismo lo que vino a convertirlo en un escritor popular, leído y discutido, y el de más vasta influencia después de la segunda guerra y su posguerra. Todas las guerras tienen en común que a la postre se enfrían y se extinguen sobre un montón de ruinas y polvo dejando espantosos desconciertos y crisis espirituales a veces lindantes con el irracionalismo. Después de la primera surgió en el suizo café Voltaire el movimiento dadá que pretendió transfigurar la locura en un estado noble y hasta deseable, después de la espantosa conflagración, del largo proceso de destrucción mutua al que se entregaron las naciones de Europa durante un cuatrienio dantesco.
El existencialismo, dijo Sartre en su conferencia, estaba destinado estrictamente a los técnicos y los filósofos. Pero pronto se volvió una moda, un modo de escribir y una manera de vestirse: un gesto vacío. Y también justificó una cierta bohemia, la camaradería de los intelectuales y los artistas de la “rive gauche”, reunidos en los cafés de la orilla izquierda del Sena, donde aún se servía el ajenjo después satanizado, y comenzaba a oírse una nueva forma de la tristeza: el jazz norteamericano cuyo aporte a la música contemporánea fue reconocido muchas veces por los críticos, y cuyas técnicas fueron utilizadas por músicos de la vanguardia como Stravinski y el misterioso Eric Satie y hasta por músicos rusos más o menos afines a los comunistas como Shostakovich.
El idilio de Miles Davis con la cantante existencialista Juliette Greco fue un acontecimiento social en el París de la amarga paz que siguió a la derrota de Hitler. Las estrellas negras del jazz disfrutaban de la paz americana de dólares baratos en los cafés de los seguidores de Sartre. Allí no eran discriminados como en su patria que los obligaba a entrar en los hoteles de lujo de sus presentaciones por la puerta de las basuras. Aun si contaban con la protección de Pannonica Rotschild, la multimillonaria inglesa descendiente díscola de la más famosa de las dinastías judías, que hizo con muchos de ellos el papel de una madre sustituta, alcahueta y manirrota.
Sartre opinaba que el jazz era como las bananas: para consumirlo donde se producía. Era difícil de contentar. Y se conocen pocos datos sobre la música que prefería. Aunque es posible que haya compuesto por dinero letras de canciones para los traganíqueles. Como hicieron otros escritores de su entorno, entre quienes se destacó Jacques Prévert, autor de las palabras de Las hojas muertas, una canción que pertenece a la lista de las clásicas del siglo, con innumerables versiones a cargo de las figuras más queridas de la crónica musical del siglo XX.
Algunos radicales del existencialismo pensaron que en venganza con un mundo injusto y absurdo era válido el suicidio, y se mataron para refrendar la fe en la libertad sartreana y en su definición del hombre como un ser hecho para la muerte. Sin embargo, en su conferencia Sartre separó el existencialismo de la desesperanza que se le atribuyó. Y dijo que era más bien una doctrina que hacía posible la vida humana.
El existencialismo propició además una jerga plagada de preposiciones que habló del hombre como un ser en sí y para sí y condenado a ser libre. Marx había dicho que la tarea de la filosofía había sido interpretar el mundo pero que era preciso liberarla de su papel de sirvienta de la teología, para ayudarla a poner las cosas patas arriba. Eso no es gracia. Así las ven los borrachos. Y así las vio a veces Sartre con su ojo fosilizado detrás de la pipa pensativa, mientras se apropiaba de las ideas del marxismo y del sicoanálisis, realizando una amalgama que habrían de continuar Marcuse y sus amigos de la escuela de Frankfurt, más tarde los guías de la generación jipi, más próxima sin embargo a las fantasías religiosas del budismo y la simplicidad taoísta que a las construcciones de la filosofía occidental. Su ensayo sobre Baudelaire está en clave sicoanalítica. San Genet, escrito en clave teológica, aspiró a probar que un ladrón, y homosexual declarado, cuando eso no se usaba, puede superar moralmente a Santa Teresa. No es extraño que ocupara un lugar de honor en el índice de los libros prohibidos para todo católico según la lista del Vaticano.
Para acercarse a la crónica del existencialismo la caudalosa autobiografía de Simone de Beauvoir es un recurso inmejorable. En media docena de volúmenes de dimensiones heroicas la mirada femenina alumbra a Sartre y sus camaradas: las discordias políticas, los líos de faldas, los celos profesionales, los libros que leyeron, las obras que escribían, las películas que vieron. Beauvoir dijo de su amigo Aaron que se había convertido en uno con quien ni siquiera se podía ir a cine, cuando este se atrevió a repudiar las fantasías del marxismo de su novio. Y su amante en un rapto de irracionalidad semejante habría de decir que la Renault es el fascismo, que quien no es comunista es un perro y que al mundo le iría mejor sin los hombres. La subjetividad que defendió Sartre en su conferencia paró a veces en un nuevo dogma y en el incierto resentimiento de un escritor burgués que se sentía autorizado para tener siempre la última palabra en la discusión de todas las cosas que inquietaron el siglo XX, dado a la diatriba y la sospecha sobre todo lo razonable después de la masacre espantosa de la segunda guerra.
Las memorias de la señora Beauvoir testimonian sobre el existencialismo más allá de las implicaciones filosóficas. Sartre, fuera de Las palabras, un breve texto autobiográfico de 1964, fue poco dado a hablar de sí mismo, aunque en su intimidad, según se supo después, se sintiera el mejor de los franceses, poco menos que un dios a pesar de su aspecto sombrío, su erotismo desaforado y su egotismo. En cambio, en la autobiografía de su mujer es omnipresente desde cuando se encontraron en la universidad recién salidos de la adolescencia y pactaron una unión en libertad, sin ataduras, una monogamia singular que solo desató la muerte. Y juntos acabaron de crecer y se formaron y recorrieron el mundo entre la China de Mao y la Cuba de Castro a la que Sartre dedicó un libro, Huracán sobre el azúcar, hasta la separación del abrazo postrero en el anfiteatro, que ella relata con un alejamiento lindante con el naturalismo literario, en La ceremonia del adiós, donde describe a su amante con las arterias destrozadas por las drogas que usó para mantenerse despierto y cumplir con la misión a la cual se sentía predestinado, explotado por sus alumnas, y sin control sobre sus esfínteres. Ni siquiera podía escribir. Pero contra la minusvalía Sartre se dedicó a conceder innumerables entrevistas, incapaz de renunciar a un papel en la sociedad moderna como teórico y ejemplar paradigmático de lo que el siglo XX llamó el compromiso de los escritores. Confió a pie juntillas en el poder de las palabras para cambiar el mundo. Aunque a veces era más modesto. Y desconfiaba del poder de los intelectuales. En La ceremonia del adiós, su novia ya vieja, a pesar de su repudio del romanticismo y de la sensiblería, cuenta cómo pidió permiso a los médicos de la morgue para echarse junto al despojo del hombre al que le rindió una fidelidad más honda que la fidelidad de la carne.
El meollo de El existencialismo es un humanismo es el enigma de la libertad. Sartre advierte, puesto contra las viejas filosofías de Kant y Hegel, y alargando las líneas del pensamiento de Marx, que el hombre en un mundo sin dios debe convertirse en su propio proyecto y que al decidir sobre lo que quiere ser decide por todos los demás hombres. Un pensamiento que tiene sus raíces, probablemente, en Feuerbach, cuyos textos sobre el cristianismo eran lectura obligada de los hombres de izquierda.
Mark Lilla en Los pensadores temerarios, un libro dedicado a los intelectuales en la política, repasa la vida de los más notorios escritores comprometidos del siglo XX. Heidegger, Arendt, Schmitt, Foucault, Derrida. Entre todos componen una fábula trágica, unos adictos del marxismo, que Aaron llamó el opio de los intelectuales, los otros desde su adhesión a los nazis. A Lilla le faltó en el inventario el nombre de Sartre. Que a partir de su famosa conferencia derivó hacia un comunismo recalcitrante, como compañero de ruta porque nunca militó en el partido, en una postura que habría de arrastrarlo al fundamentalismo. El fundamentalismo que ocasionó la ruptura con uno de sus mejores amigos, el argelino Albert Camus, porque se negó a pasar por alto las miserias del gulag.
En mi libro de ensayos Cuando nada concuerda establezco un paralelo entre estos dos hombres descollantes del existencialismo francés y descubro que por esos misterios de la vida y de la historia, Camus, que parecía una figura segundona junto al olímpico Sartre, sigue vigente, mientras la relevancia intelectual de Sartre se ve desvanecida. Por una razón. Camus condenó la violencia. Y contra todas las desventuras del siglo conservó la ternura que Sartre reprimía como un lujo burgués, y el amor por la naturaleza, el aire y la luz de las playas africanas, ante las cuales Sartre, un parisino, un ser urbanizado hasta el tuétano, permaneció insensible. Sartre pensaba que el terrorismo es la bomba atómica de los pobres.
Sartre dictó su conferencia el lunes 29 de octubre de 1945 en el club Maintenant. Anunciada con bombos y platillos, dijo Boris Vian, un novelista del círculo sartreano, el acto superó las expectativas. Se esperaba una reunión de amigos y unos pocos adversarios de adorno pero la cita terminó en una manifestación multitudinaria con empujones, destrozos de sillas y damas desmayadas. A partir de entonces Sartre se transformó en el símbolo de una generación y en el juez acucioso de una época conflictiva. Que al final de su vida encabezó las marchas de los maoístas franceses validándolas con su prestigio, para protegerlas de los ataques de la policía. Después del triste, opaco papel que desempeñó la izquierda ortodoxa en el movimiento de mayo del 68, Sartre consideró que su deber era correrse a la extrema izquierda del espectro político. Tal vez por amor al protagonismo de los extremos.
La conferencia de Sartre no estaba destinada a la publicación, y no tuvo el honor de la imprenta hasta que un editor en 1946 se lo concedió, sin permiso de Sartre, según algunos. Aunque es posible que este lo compusiera todo siendo como fue. Es preciso recordar que después de renunciar al Premio Nobel dejó pasar un tiempo y escribió a la academia sueca a ver si era posible reclamar el dinero de todos modos.
Sartre en su grandeza fue un monstruo de ambigüedades e inconsecuencias, como su mujer. Ella contemporizó con el gobierno de Vichy después de ser expulsada de la enseñanza por un escándalo sexual con una alumna, trabajó en una emisora colaboracionista y aspiró al premio Goncourt dominado por las autoridades de la ocupación. Ante las cuales él también intrigó para que se le permitiera presentar su teatro. Y no dudó en sustituir a un profesor de filosofía desbancado por su ascendencia semítica en un incidente que recuerda el que manchó la reputación de Heidegger a propósito de Husserl.
A pesar de sus contradicciones, que la muerte hizo transparentes, Sartre fue el dueño de la verdad para muchos intelectuales en todo el mundo, una especie de papa del ateísmo moderno. Muchos, antes de emitir una opinión sobre cualquier evento, la guerra de Vietnam, el fusilamiento de un revolucionario, primero trataban de adivinar lo que Sartre habría pensado del asunto.
Aunque en El existencialismo es un humanismo dijo que el existencialista no confía en la pasión, Sartre hizo de la escritura la pasión de su vida. Y defendió su literatura de quienes pensaban que privilegiaba lo morboso, aunque nunca falta el morbo en sus novelas, sus cuentos y sus dramas de tesis. En últimas, dijo en la legendaria conferencia, el existencialismo es un optimismo, una doctrina de la acción, y solo por mala fe, confundiendo su propia desesperación con la nuestra, los cristianos pueden llamarnos desesperados.
A estas alturas si uno se pregunta por lo que Sartre significa para el hombre de hoy encuentra una respuesta: nada. Sartre dijo al final de su vida, con resignación: se hizo lo que había que hacer, se hizo lo que se pudo. Pero como el marxismo, y el sicoanálisis, es hoy arqueología cultural. Y sus novelas, con la excepción de La náusea, resultan ilegibles y cándidas. Lo mismo que sus dramas sobre Prometeo y sobre el infierno que son los demás.
Después de un funeral multitudinario que algunos comentaristas entendieron como la última manifestación del mayo francés, el caso Sartre es un episodio pintoresco en la crónica de una sociedad que acabó por convertir la entelequia del individuo en eso que los publicistas llaman la clientela y los políticos la masa, en un ente cuyos problemas de conciencia están definidos por el rol social o por la marca de la ropa que usa y que cuando ataca ese estado de ánimo que Heidegger nombró el llamado de la nada, siempre puede acudir al aturdimiento de las discotecas contra el vacío, enviarle a alguien un mensaje de texto por el teléfono de última generación o cambiar de automóvil si tiene cómo.
Hace días el joven redactor de una revista me preguntó cómo había vivido la gran fiesta colectiva de mayo del 68, porque eso fue, una fiesta callejera y multitudinaria. Y me pareció que había sido el broche de cierre de la última esperanza de la utopía y un descalabro en cabeza propia. Y me acordé de Rudi Dutschke, el joven anarquista alemán sobreviviente a un atentado preparado por un contemporáneo ultraderechista en abril de 1968 y muerto en 1979 en su bañera durante un ataque epiléptico. Un mes después del atentado, estallaba París y las paredes se llenaron de consignas extrañas: prohibido prohibir, la imaginación al poder, toma tus deseos por realidades. Y recordé algunas imágenes. La visita de Sartre a Daniel el Rojo en la cárcel. Su encuentro nocturno con el Che Guevara en el banco central de Cuba, cuando los billetes cubanos llevaban la firma del argentino. Sus marchas por las calles de París envuelto en las banderas de los maoístas, repartiendo los periódicos de la extrema izquierda. No se avergonzaba de los desmanes de la revolución cultural, una especie de jipismo de los comunistas chinos, con una diferencia con el jipismo de occidente: que el levantamiento juvenil de los chinos fue estimulado y financiado por un Mao senescente y por la arpía de su mujer, una exbailarina sin escrúpulos que después fue juzgada y condenada.
El sueño de los niños de las flores comenzó a frustrarse esa primavera de París. El idealismo de los baladistas anglosajones que contagió el mundo con sus rimas y guitarras se unió al pragmatismo marxista formando una sopa inesperada. Y el repudio de la violencia siguiendo los mandatos de la inacción creadora de Lao Tse y la caridad de Jesús y la no resistencia de Gandhi se contaminó con la noción de una ira legítima que levantó los adoquines de la ciudad luz y confrontó a la policía francesa en las universidades. El intento tuvo la belleza del fracaso. Un fracaso que redondeó la matanza de la plaza mejicana de Tlatelolco, en octubre del mismo año.
Como en los días de la Comuna Marx esperó en vano que los campesinos apoyaran el levantamiento obrero, los líderes estudiantiles del mayo francés se quedaron aguardando que los trabajadores industriales participaran en la sublevación. El partido comunista se alineó contra la efervescencia juvenil que acompañaba más bien simbólica que efectivamente el más reputado de los escritores de Francia, que odiaba a De Gaulle. Aunque este había dicho en rechazo de las insinuaciones de su jefe de policía, que Francia no podía detener a Voltaire. Sartre sobrevivió doce años más. De Gaulle murió dos años después de la revuelta.
El movimiento coincidió también con la muerte infeliz, en Bolivia, del Che Guevara, que la insurgencia juvenil había cristificado. Y con los crímenes de la pandilla del nombrado por un poeta nadaísta el genocida de Cielo Drive. Un hombrecito insignificante llamado Manson, que se asumió como nuevo Hijo del Hombre, el vástago desadaptado de una prostituta, que había pasado casi toda su vida en los reformatorios, y aspiraba a fomentar por el desorden gratuito, una gran revuelta de los negros contra los blancos ricos de los Estados Unidos.
Por raro que parezca, aquellos años calificados de maravillosos por los cronistas fueron los más violentos del siglo XX según la estadística. Detrás de las guitarras y las diademas de margaritas bullía el malestar de la cultura, en medio de una prosperidad como no había conocido la historia de la humanidad. Por alguna razón poética poco más tarde los norteamericanos pisaron la superficie lunar, iniciando la fuga hacia las estrellas del porvenir. Y sellando la superioridad de la técnica sobre las ruindades de la política y de la cháchara filosófica.
En la feliz confusión de aquel mayo el comisario máximo del partido comunista francés dijo despectivamente que Daniel Cohn-Bendit era un simple judío alemán. Olvidando que Marx también lo era. Y los estudiantes alzados le respondieron que en ese caso todos eran judíos alemanes de ocasión. Francois Truffaut, icono de la cinematografía de aquellos años, dudó si ponerse del lado de los policías franceses, proletarios, o de los estudiantes, burgueses acomodados, en una burda simplificación. Pero estos, que tuvieron a flor de labios una respuesta para todo, declararon que no se podía confiar en nadie que tuviera más de treinta años. Con una afirmación que hizo suya Andrés Caicedo, un muchacho caleño que terminó suicidándose con barbitúricos después de escribir un grupo de relatos emblemáticos de una generación en la literatura colombiana. Aunque nadie ha hecho la tarea de averiguar si valen algo más allá de su valor testimonial. Truffaut, valga la alusión, fue un devoto rendido del símbolo sexual de esa generación de los existencialistas, la hermosa Brigitte Bardot, una de las mujeres más bellas de la época, que después, retirada de las cámaras, se dedicó a proteger a las focas de la depredación de los peleteros, lo que no le impidió castrar un burro que se atrevió a profanar las rosas de su jardín. Y a quien el poeta nadaísta Amilcar Osorio dedicó una oración.
Los jipis huyeron de la prosperidad de sus hogares a la incomodidad de los suburbios donde instalaron sus carpas, sembraron lechugas y leyeron a Blake y Rimbaud. Algunos han visto en la época la tiranía de la adolescencia. Cuando los adolescentes de las ciudades capitalistas descubrieron al mismo tiempo el poder de comprar y el hastío de las sociedades de consumo. La época presentaba todos los síntomas de esa edad conflictiva y cándida en sus propósitos y sus métodos. Y los universitarios de los países desarrollados amasaron en el mismo bollo increíble el pensamiento económico de Marx y la filosofía disidente de Marcuse con las fantasías de cocainómano de Freud. Liberación fue la palabra de moda. El rechazo a los padres, la crítica de la autoridad, el derecho a soñar. Todo lleno de inocencia en medio de un gran desgreño. Los jipis alrededor de las hogueras de las comunas de la familia abierta proclamaban una nueva sensibilidad. Contra el matrimonio el amor libre, contra el trabajo el ocio creativo, contra la guerra la ternura. Toda Tierra es Tierra Santa, proclamó Timothy Leary, el profeta del ácido lisérgico, que primero quiso convertir el LSD en la eucaristía de una nueva iglesia del hedonismo hasta que se vio obligado a esconderse en México de las autoridades norteamericanas.
Nada era nuevo aunque todo parecía novedoso. Visto en perspectiva, sin nostalgia, mayo del 68 reeditó por alguna razón oscura, en el siglo XX, las experiencias de los valdenses medievales, y los seguidores de Joaquín de Fiore, espantados por la hipótesis de un apocalipsis quimérico. Con una diferencia: los niños de las flores de los años sesentas, entre quienes me conté, sobrevivimos al espanto de la amenaza real de la guerra atómica, y si también estábamos llenos de esperanza no era la esperanza en el cielo prometido por la metafísica, sino en la de la tierra edenizada por la desnudez y una nueva pureza que aspiraba a devolverle a la vida un sentido, más allá de los sortilegios de la sociedad de consumo.
El poder de los adolescentes se manifestó con frenesí en San Francisco, Nueva York, en las temibles guardias rojas de Mao que revolcaron China, en los primeros héroes de la resistencia a la policía estalinista en Europa Oriental, en los motines universitarios en Estados Unidos, las asonadas del Poder Negro y las brigadas rojas italianas y alemanas de un idealismo asesino. Y en Colombia, claro, hicimos la caricatura de todo, en los suburbios de la civilización. Y los poetas nos dedicamos a producir una cantidad aterradora de poemas militantes que no hicieron más que maltratar la poesía sin beneficiar el porvenir.
El jolgorio degeneró en pánico. En homicidas seriales como Charles Manson, o como la banda alemana de Baader Meinhof. Pero a pesar de las miserias quedaron sentadas unas cosas. Los pobres dejaron de ser una fatalidad teológica para ser un problema moral de la sociedad entera y cambiaron las relaciones entre los hombres y las mujeres y entre los padres y los hijos. A pesar del sentimiento de frustración muchas cosas no volverán al estado anterior. El mundo enfrenta hoy otros peligros: el empobrecimiento ambiental, el envilecimiento creciente de las masas consumistas de las megaciudades, la crisis energética, el terrorismo religioso, las corrupciones de las gerentocracias, los contratistas y los políticos en todas partes. Y la mezquindad de una sociedad estragada por la insensibilidad del mercado y la brutalidad financiera. Incapaz de desesperar. Sumida en la inconciencia de los artilugios electrónicos. Mayo del 68 es hoy una fábula que contaremos a nuestros nietos sin remordimiento. Con el orgullo de haber aspirado a lo imposible. De haber participado en una gran aventura que culminó con el funeral multitudinario de un anciano alcohólico, como último acto del drama de una generación que quiso cambiar el mundo, que siguió su marcha dejando un montón de mártires, literaturas, películas y canciones. Nadie puede culparnos. Ni existe razón para envanecernos. Después de todo, las cosas nos sucedieron, mientras nosotros creíamos ejercer la libertad soberana, el arcano que Sartre no fue capaz de desvelar con su obra. Y que para los neurólogos de hoy sigue siendo apenas una hipótesis nada más.