El barrio que se perdió en Medellín
Juan José Hoyos. Ilustraciones: Tobías Arboleda
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Me gustan los barrios con historias. Por eso, desde que escuché su curioso nombre, quise conocer el barrio Guanteros sin saber que cada vez que caminaba por el Centro estaba recorriendo algunas de sus calles hoy desaparecidas.
Se cuentan muchas cosas de sus músicos, sus artesanos, sus cafés. También de sus veladas teatrales, sus poetas, sus tertulias, sus restaurantes y sus bailes de garrote.
Hasta el origen de su nombre es incierto. Algunos creen que tiene que ver con los obreros que fabrican guantes, pero esa industria no ha tenido arraigo en Medellín. El filólogo Marco Fidel Suárez asegura que está emparentado con guantón, un equivalente popular de guantazo o guantada. Según el Diccionario de la Real Academia, es un golpe que se da con la mano abierta. Para Suárez, guantear es dar guantazos y guanteros es lo mismo que guanteadores. Es muy probable, pues, que el nombre esté asociado a la vieja tradición pendenciera del barrio.
Antes, para mí, era un barrio de leyenda. Un barrio tal vez inventado que aparecía en algún cuento del siglo XIX. Solo supe que era real cuando leí el relato “Un baile con carrera”, del escritor Ricardo Restrepo, publicado en 1870 en Antioquia Literaria.
Restrepo es un cachaco de un barrio de ricos invitado por la cocinera de su casa a un baile en Guanteros. Acepta movido por el aliciente que lo desconocido tiene para todas las imaginaciones. Cuando llega a la fiesta, vestido de levita negra y chaleco y pantalón blancos, encuentra bailando a seis u ocho mestizas y a varios artesanos. Su cocinera no puede presentarlo ante los invitados porque está ocupada preparando la cena. Él trata de sortear la situación y unirse al fandango… hasta que empiezan a tomar aguardiente, sirven la cena y se da cuenta de que no es bienvenido por su atuendo y sus maneras. Entonces decide abandonar la fiesta y busca la puerta, con tan mala suerte que en ese momento llegan cinco hombres desgreñados y borrachos, que llevan en sus manos, cada uno, un garrote. Ponzoña, su jefe, manda cerrar la puerta, y mientras sus compinches hacen resonar los garrotes contra las puertas y los muebles, saca un cigarro, se acerca a una vela y hace como si fuera a encenderlo.
“Inmediatamente se apagaron las velas, y en medio de la profunda oscuridad se oyó el ruido amenazador de los garrotes”, cuenta Restrepo. “Entonces la confusión fue horrible: las mujeres corrían desatentadas de un lado para otro dando medrosos aullidos y pidiendo socorro; los platos volaban a estrellarse contra las paredes, impulsados por los poderosos garrotes, y en medio del tumulto se oía la voz de Ponzoña que animaba a los suyos gritándoles:
—¡Arriba, muchachos! Cuiden las puertas para que nadie se escape, y palo con el cachaco”.
El cronista resiste los golpes agazapado debajo de una mesa. Luego, buscando a gatas la cocina, logra llegar al solar de la casa. Allí, después de caer a un lodazal, alcanza a trepar por una tapia y a huir saltando entre muros y entejados, perseguido por los perros del vecindario y los malandrines.
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Hay otra historia antigua del barrio que ha corrido de boca en boca y tiene que ver con las veladas teatrales. Dicen que en Guanteros se fundó la primera compañía dramática de Medellín y se presentó la primera obra de teatro.
Cuenta el cronista don Eladio Gónima, en su libro Vejeces, que en 1830 se reunieron varias personas de mucho mérito y se propusieron fundar una compañía teatral que sacara a la ciudad del marasmo. En 1831 dieron principio a su empresa. Como no tenían un local propio, decidieron solicitar permiso al gobernador de la provincia para levantar el teatro en el patio del edificio que ocupaba el Colegio de Antioquia en la antigua Plazuela de San Francisco, hoy llamada San Ignacio.
El escenario se fabricó en el ala sur del patio. “Un tablado de poco más de ocho varas de frente, con escaleras interiores para comunicar con las piezas del claustro bajo y con el alto, destinado a vestuario de los actores. El decorado de la escena era primitivo: una sábana colorada de telón, y sábanas blancas con más o menos manchas que figuraban ‘Sala’, ‘Jardín’ y ‘Cárcel’. Se creía que en la tragedia clásica no podía haber más decoraciones. El resto del patio se destinaba para la concurrencia de ‘a pie’ y la galería alta con palcos para las señoras”, dice don Eladio. Para el estreno, escogieron una tragedia de Voltaire.
Los promotores de la compañía eran el futuro presidente de Colombia, Mariano Ospina Rodríguez —quien entonces se hallaba refugiado en Antioquia, después de participar en la conspiración de septiembre contra Simón Bolívar—, Manuel Uribe Restrepo, Rafael Navarro y otros ilustres de la época.
Tal vez fue el primer encuentro feliz de los estudiantes y la gente ilustrada de la Plazuela de San Francisco —sede del Paraninfo de la Universidad de Antioquia— con la gente de Guanteros. La presentación tuvo tal éxito entre el público que luego se presentaron varias obras más, acompañadas por una pequeña banda formada por dos clarinetes, una corneta, un bombo y un redoblante. El escenario era alumbrado con cazuelas de barro con sebo y mechas de lienzo.
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El historiador Agapito Betancur dice que el origen del barrio Guanteros se remonta a la época colonial, cuando el gobernador de la provincia y el Cabildo de Medellín mandaron que los indígenas que tenían sus casas y bohíos alrededor de la plaza principal —hoy Parque de Berrío— los vendieran a los españoles, previo avalúo, y se fueran a habitar la zona de Guanteros.
De este modo, los ejidos que dispusiera el fundador de la ciudad, don Miguel de Aguinaga, en 1675, para que la comunidad compartiera cultivos y pastos, se convirtieron con el paso del tiempo en Guanteros. El lugar empezó a ser habitado por artesanos, esclavos negros libertos, indígenas y mulatos. Desde entonces, las casas del Centro de Medellín y sus alrededores quedaron en manos de familias criollas descendientes de españoles y familias mestizas de mineros y comerciantes adinerados.
En 1843, con la llegada de los sacerdotes de la Compañía de Jesús, el antiguo local del Colegio Académico volvió a abrir sus puertas y allí se fundó un colegio dirigido por los Jesuitas. La Compañía inició una misión en la Iglesia Mayor —hoy conocida como iglesia de San Ignacio— “con tan copioso fruto, que todos los habitantes en edad de hacerlo recibieron los santos sacramentos y cambiaron radicalmente las costumbres de los vecinos, muy en particular las de los barrios de Guanteros y del Llano —hoy, carrera Bolívar—, que eran centros de disipación y de desorden”.
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En 1925, don Tomás Carrasquilla une la historia de Guanteros con el destino del llamado Camellón de La Asomadera. Para ello se remonta al siglo XVIII. La Asomadera era el antiguo nombre de la carrera Niquitao, que iba desde la Plazuela de San Ignacio hasta el antiguo Cementerio de San Lorenzo, también llamado el Cementerio de los Pobres.
“El paseo favorecido por el vecindario para los ejercicios vespertinos y las giras dominicales fue, muy desde el principio, La Asomadera, que conducía a Envigado, a los pueblos y cortijos de ese lado. Hasta de camellón lo graduaron. Por ahí dizque había algunas casas de ricos, muchas de la pobrecía y uno que otro ventorro. En el siglo XVIII la villa se fue cargando, gradualmente, del lado sur por lo que llamaban y llaman Las Barrancas. El camellón se fue empatando con una calle que iban haciendo a la buena de Dios, y me tiene usted el principio de Guanteros, de tétrica historia. A mediados de aquel siglo, principiaron los frailes de San Francisco su convento e iglesia, y, a poco, una dama ilustre principió a levantar a sus expensas en local donado por ella misma, el monasterio de las madres Carmelitas. Levantar convento e iglesia es como tocarle cuerno a la peonada: todos quieren vivir junto a lo grande”, cuenta Carrasquilla en una de sus crónicas. Antes de que los monasterios fueran terminados ya estaban edificadas Palacé, hacia el sur, hasta el Barrio Colón; y Pichincha y Ayacucho —entonces llamada Calle de la Amargura— hacia el occidente.
En su opinión, el barrio Guanteros debió de poblarse, salga como saliere, en la infancia de la villa y tal vez fue el primero que se incorporó a ella.
“Este barrio, así como las barrancas de Ospina y de Caleño, afluentes a esa su gran calle que serpentea falda abajo, era en esos tiempos del catón de San Casiano, el lugar nefando y tenebroso de los bailes de garrote, de los aquelarres inmundos y de la costumbre hórrida. En esos antros se ofendía mucho a mi Dios y se le daba culto al diablo”, dice don Tomás.
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Hoy salgo a recorrer esas calles guiado por un mapa donde aparece la nomenclatura antigua y en el que solo figuran los nombres de las calles. Ninguna tiene números. Para hallar las equivalencias de números y nombres busco un teléfono celular con GPS, pero el aparato no da pie con bola y solo sirve para confundirme más.
Cuando llego a una esquina, busco en los muros las placas que identifican el lugar. La mayoría son ilegibles. Están cubiertas por el aire sucio, el moho y la humedad. En muy pocas aparece el nombre de la calle. Casi todas las casas viejas han desaparecido o han sido reformadas para convertirlas en pequeños negocios: tiendas de abarrotes, litografías, restaurantes populares, ferreterías, talleres, pequeños bares o ebanisterías.
Por encima de los tejados viejos solo se distinguen uno que otro edificio: la torre del Paraninfo de la Universidad de Antioquia; la sede de la Caja de Compensación Familiar de Antioquia (Comfama); los apartamentos de las Torres de Bomboná; algunos hoteles.
Por momentos siento que Guanteros es un barrio invisible. Desde el siglo XVIII ha estado aquí y la ciudad se lo ha tragado hasta borrarlo casi por completo. La gente ha olvidado los nombres de sus calles. Solo algunos viejos los recuerdan.
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Busco la vieja casa donde nació Pelón Santamarta, el músico mayor del barrio, y no la encuentro. Pelón nació en Guanteros en 1867. Su verdadero nombre era Pedro León Franco Rave. Hijo de un sastre aficionado a la música nacido en Santa Marta, llamado Pedro León, y de Rita, una muchacha de Medellín.
Pelón no fue un sastre más: terminó el bachillerato y empezó a estudiar medicina en la Universidad de Antioquia. La guerra civil de 1885 lo obligó a interrumpir su carrera y a enrolarse en las filas del ejército del Estado de Antioquia. En 1897, poco antes de la Guerra de los Mil Días, formó un dueto con su padre y se fue a Bogotá. Luego viajó a Cali y Popayán a buscar trabajo como sastre y compró una guitarra. Después de la guerra volvió a Medellín y formó el dueto que lo hizo famoso con Adolfo Marín, otro sastre de Guanteros. A partir de 1905, Pelón y Marín viajaron por Antioquia, Chocó y la costa Atlántica. Más tarde, con su tiple y su guitarra, recorrieron Panamá, Costa Rica, Jamaica y Cuba. Cantaban y cosían.
Estando en La Habana, el poeta Porfirio Barba Jacob los presentó a un empresario mexicano que los contrató para viajar a Mérida, la capital de Yucatán. Un cronista los recuerda en su debut, “elegantemente vestidos y luciendo en el enclavijado de sus instrumentos un moño con los colores de la bandera colombiana”. Apenas salieron al escenario, rompieron a cantar: Enterraron por la tarde / la hija de Juan Simón / y era Simón en el pueblo / el único enterrador…
Cuando acabaron la canción, parecía que el teatro se iba a caer. “Tal fue la atronadora ovación y los gritos de entusiasmo con que fueron recibidos”, dice el cronista. Así es como el bambuco de Antioquia fue adoptado como propio por los yucatecos y acabó formando parte de su música popular. Después viajaron a Ciudad de México, donde se dedicaron a cantar en las fiestas de las familias acaudaladas. Su fama les abrió las puertas de los teatros más importantes. En 1908, la Casa Columbia los contrató para grabar cuarenta canciones usando la nueva tecnología del disco de acetato de 78 revoluciones, recién patentada por la RCA Victor. Pelón y Marín se convirtieron en los primeros artistas colombianos que difundieron nuestra música por el mundo a través de los discos y el gramófono, antecesor de los tocadiscos modernos.
Luego estalló la revolución. Pelón se enroló en el ejército insurgente como conductor de presos. Marín volvió a su oficio de sastre y se casó con una mexicana. Pelón regresó a Medellín en 1916 y se rebuscaba administrando una cantina. Fue la época en que compuso su famoso bambuco Antioqueñita.
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Ahora busco El Blumen, el viejo café situado en Niquitao donde se reunían a conversar, a tomar aguardiente y a escuchar bambucos, pasillos y danzas, hasta el amanecer, los estudiantes de la Universidad de Antioquia y los escritores, poetas y músicos de la primera mitad del siglo XX: Tomás Carrasquilla, Tartarín Moreira, León Zafir, el vate González, Ciro Mendía, Efe Gómez y Manuel Ruiz Mejía —el célebre Manuel Blumen, un hijo de tenderos del barrio que se volvió famoso con su dueto Blumen y Trespalacios—. Nadie puede ayudarme a encontrar el sitio.
Sigo caminando por las calles llenas de ruido por donde hoy transitan cientos de buses. Entonces pienso que hace tiempos la bulla que por aquí se escuchaba no era la de los motores diésel. Era la de la música de los célebres carnavales decembrinos, que también nacieron en Guanteros.
Ahora subo por la calle Bomboná. Aquí tampoco quedan restos de los bares y los restaurantes que fueron escenario de esa vida bohemia que juntó bajo los aleros de estos techos a fabricantes de vihuelas, guitarras y tiples como Raimundo Arango, o a diestros ejecutantes de la vihuela como Cesáreo Mesa y Francisco Ortega, o a compositores como Juan Yepes, el primero en musicalizar las estrofas de El canto del antioqueño, de Epifanio Mejía, que después se convirtió en el himno de Antioquia.
Creo que todo empezó a cambiar desde 1970, cuando fueron demolidas las primeras casas viejas de la carrera Junín y de las calles Pichincha y Amador. La nueva Avenida Oriental, que cruzó de sur a norte el Centro de la ciudad, partió en dos la parte baja del barrio. Hoy en ese lugar están el almacén Éxito y el Parque San Antonio. A unos doscientos metros, sobre la Avenida Bolívar, está la estación San Antonio del metro.
Cae la tarde. Por fin llego a la casa de las Ramírez. Es una casa de fachada antigua y de puertas y ventanas rojas, situada en la calle Bomboná, cerca del cruce con la carrera Girardot. Hace unos años, esta era una edificación de piezas grandes, con una bodega abandonada y un largo callejón lateral. La bodega era la caballeriza, y el callejón, la puerta por donde entraban los caballos. Una más de esas casas viejas del Centro que se resisten a ser demolidas.
Hoy este viejo y hermoso caserón es la sede del grupo Matacandelas. Cristóbal Peláez, su director, me abre la puerta. Por dentro, la casa ha sido reformada. Ahora tiene una moderna sala de teatro dotada con excelentes equipos de iluminación y sonido, una sala de ensayos y hasta un “cantadero”: una sala de música donde se han presentado bandas nacionales e internacionales de todas las corrientes del rock contemporáneo.
Desde su creación, en 1979, el Colectivo Teatral Matacandelas navegó por la ciudad como un barco sin puerto durante más de diez años. En 1991, el barco echó sus anclas en esta calle y empezó a reconquistar para el teatro el barrio Guanteros.
El Matacandelas es un digno heredero de la vocación errante de Pelón Santamarta y de los teatreros que montaron la tragedia de Voltaire en este mismo barrio en 1831. En sus más de 32 años de vida, el grupo ha tenido diecinueve giras internacionales en países como Portugal, España, Francia, Bélgica, Guatemala, Cuba, República Dominicana, Venezuela y Perú; ha participado en 79 festivales internacionales de teatro y 69 nacionales. A lo largo de estos años, por las puertas de esta casa han desfilado más de un millón cuatrocientos mil espectadores.
Sigo caminando por la calle Bomboná. Una cuadra más arriba, en la carrera Pascasio Uribe, en dos viejos caserones construidos a fines del siglo XIX, también han abierto sus puertas al público La Pascasia y Elemental Teatro.
La Pascasia es la sede cultural de un grupo de músicos, artistas plásticos y realizadores audiovisuales que se unieron hace dos años para crear un lugar donde coexisten un sello de discos —Música Corriente—, dos orquestas, una galería de arte, una librería y un café.
La casa tiene un patio central con un totumo grande, rodeado de cuernos, helechos y bifloras. En la que era la cocina del viejo caserón está el café. En la parte de atrás, donde antes había un solar y después una bodega, ahora hay un auditorio. El escenario donde se presentan cada semana las dos orquestas de planta de la casa, formadas por músicos jóvenes y veteranos que aman el tango, el jazz, el rock… Ellos también son dignos herederos de los viejos músicos que nacieron y vivieron en estas calles.
Sentado junto a un jardín de enredaderas, viendo a los muchachos que toman cerveza o café o se comen una empanada mientras esperan que empiece el concierto de la noche, pienso: Guanteros se perdió en Medellín. La ciudad se lo tragó. Casi todas sus viejas casas fueron demolidas. Pero el alma de sus músicos, sus teatreros y sus poetas sigue viva. Ahora ellos están volviendo a sus calles… Y ya no hay más bailes de garrote.