Con los fierros encima
Saúl Franco. Ilustración: Sara Serna Trujillo
Peto Petiche, así le pusimos el primer día cuando lo vimos bajar corriendo por la zanja que abre la corriente de agua en la parte alta de Villa Turbay, en la Comuna 8 de Medellín. Él corría por ese mismo barrizal por donde los milicianos del 6 y 7 de noviembre del ELN pasaban en tropa por la noche, acompañados por los ladridos de los perros.
A sus treinta años, Petiche ha sido desplazado tres veces. Es el menor de ocho hermanos y luchó por no seguir los pasos de la mayoría de sus parientes, pero al final cayó. Su esposa y sus dos hijos, que llevan los nombres de uno de sus familiares más queridos y de su mejor amigo, son la fuerza que lo inclina a salir del hampa, pero no ha sido suficiente.
Petiche, de contextura gruesa y rasgos bruscos, creció en un ambiente familiar afable, que acogía a sus vecinos, a los sacerdotes, a las monjas y a los seminaristas en cada fiesta católica que se celebraba en el barrio. La generosidad era un mandato en su casa, pero la violencia parece perseguirlos a donde vayan.
A los ocho años de edad pocas cosas le preocupaban. No entendía por qué tenían que salir de su finca, que contaba con un inmenso solar, cafetales, plátanos y animales. Años después se enteró de que dos de sus hermanos extorsionaban a los pobladores de la vereda La Tolda, en Santa Fe de Antioquia.
Su infancia fue feliz, pero el día que salieron de la finca las preguntas lo invadían: ¿por qué nos vamos y dejamos la casa sola?, ¿por qué dejamos las cosas y salimos con maletas tan pequeñas?, ¿por qué dejamos a los animales?, ¿por qué mi perro no puede venir y lo dejamos allá triste y abandonado?, ¿cuándo volveremos?
De la vereda llegaron a San Javier, un barrio en la Comuna 13 de Medellín. Allí, más de ocho personas se acomodaron en una casa que más parecía una pieza. Dormían calorocitos, casi unos encima de los otros. El piso frío y duro compensaba un poco el calor del arrume. A los meses, un hombre le ofreció al padre de Petiche una casa en el barrio La Sierra para que se acomodaran mejor.
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Sus manos gruesas y sucias se han mantenido activas desde niño, empuñando la madera y el metal para ayudar en su familia. La brusquedad lo ha acompañado desde su infancia trabajadora, lo marcó la fuerza para mover y arrastrar en el campo; también las peleas entre hermanos que, aunque de niños, le exigían mayor valor por ser el menor de la familia.
“Mi papá estaba muy enojado conmigo porque yo traía un palo muy pequeño para el cerco que estábamos haciendo, entonces apenas llegué él jaló el palo y con una punta me hizo esta cicatriz”, dice señalándose el hombro derecho. Pero a él le fue bien, ya que para sus hermanos los castigos eran de otra índole, cercanos a la tortura. Aunque dice que en su familia no les faltó amor por parte de su papá y de su mamá.
Petiche quería ser policía, pero la marihuana lo alejó de esas aspiraciones. A los doce años, luego de sufrir un ataque de epilepsia, un vecino que fumaba en una casa abandonada entre el caserío de Villa Turbay le ofreció fumar a Petiche y a su amigo Ocampo. Después de pensarlo, los dos se decidieron y fumaron. Él sintió vida, tranquilidad y alivio.
Al otro día, para que no le diera ese ataque, fue a buscar al vecino y así lo siguió haciendo por más de diez años. A los doce años sentía que tenía muchos problemas. Iba mal académicamente, peleaba con sus compañeros del colegio y con sus hermanos. La traba le hacía ver todo mejor. “Pues si mi mamá y mi papá tienen que trabajar para darnos comida, pues que trabajen”, se decía a sí mismo bajo la traba.
Con Ocampo lo unió el vicio en una complicidad y una confianza comprobadas desde que él le dijo: “Si usted fuma y no le dice a nadie, yo fumo y tampoco le digo a nadie”, y así fue. Nadie supo por boca de Ocampo que ellos fumaban marihuana. Para Petiche, Ocampo era más serio que él y esa confianza la comprobó cuando en la adolescencia, después de robarse una plata en una guardería, la milicia los sacó de su casa y Ocampo se echó la culpa del robo, asumiendo todos los riesgos: la tortura o la muerte. Una muerte que encontró a los dieciocho años cuando se dedicada a atracar taxistas en compañía de un amigo. La muerte de Ocampo es una de las grandes marcas de Petiche.
Ni en su cuello ni en sus muñecas o talones se ven escapularios, tampoco aretes. Nada de eso le gusta. Tiene un tatuaje con el nombre de sus dos sobrinas, las más cercanas y más estigmatizadas por la misma familia y por la comunidad. Él las quiere como a sus hijas y cada tanto les da consejos que ni siquiera él mismo ha podido aplicar en su vida.
Aunque pocos lo ven y nadie lo escucha tendido en su cama, que no es más que unas tablas en un segundo piso, la decepción de sí mismo por no lograr sus metas lo arrolla. No fue policía, no estudió, los problemas familiares del pasado no se han solucionado, el hampa cada vez lo compromete más y no sabe sino coger los fierros o los hierros, pero el azadón poco le gusta.
La marihuana lo acercó a otros jóvenes consumidores y a algunos paramilitares que se torcían, para él era bacano andar con ellos y tener con qué drogarse gratis. Ha escapado a la muerte, pero no a la frustración y al fracaso que siente, aunque no acepta.
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La peor guerra que ha azotado a la banda de La Sierra fue entre ellos mismos en el año 2009. Ni los cruentos enfrentamientos que por décadas libraron con Los Pillos, de Villa Liliam, ni con las milicias del Ocho de Marzo iniciando la década del 2000, ni con los Chamizos o los Pacheli los afectaron tanto.
También él perdió en esa guerra, ahí fue cuando se enroló. En esa guerra reclutaron a todo el que veían por ahí medio desocupado, y sobre todo a los muy desocupados como Petiche. Acostumbrado a ver la guerra desde un lugar seguro en la ladera, las explosiones y disparos habían pasado de ser historias de sus hermanos y juego de niños a ser su sobresalto de cada día y noche.
Pasada esa guerra, y a sus veinte años, intentó relajarse y se fue a probar suerte a Apartadó en una finca con algunos familiares. Otra guerra lo hizo regresar a Medellín y sin saber hacer nada se enroló de nuevo en el mismo grupo armado.
La segunda oportunidad que tuvo para dejar el hampa fue por su hijo y su esposa. Con su hijo mayor, cuando tenía cuatro años, vivió un momento que él define como triste: “Mi hermano fue a la casa y dejó la pistola sobre una mesa y mi hijo la cogió y empezó a jugar con ella y a decir: así de potente quiero yo una ¡bam, bam, bam!”. Por eso empezó a soltar toda responsabilidad en el grupo armado y buscó trabajo.
Probó con la construcción. Ganaba un mínimo y sentía que le rendía más que los dos o tres millones que le dejaba la plaza de vicio, además dormía tranquilo toda la noche con su familia. Ese trabajo le pareció muy duro, la obra se acabó y las necesidades lo acosaban.
Aunque llegó a ser el tercero al mando, cuando regresó no le dieron nada: la plaza la cobraba otro, la parabólica y la lavada de las busetas de la ruta las tenían otros, solo le quedaba cobrar deudas, de lo cual le quedaba el cuarenta por ciento de lo recuperado, y pernoctar entre las fronteras invisibles de La Sierra. Gratis. Sin guerra solo hay plata para los que mandan.
Petiche siente que la bacrim es un servicio social al barrio, que le da respeto y autoridad. Considera que la comunidad le tiene cariño, pero no a todos los respetan porque no saben ganárselo, porque “ven a alguien con hambre y no le dan ni un pan, no tratan a la gente seriamente y se pierden en la droga o el alcohol y son muy boletas”, dice.
Peto Petiche es un hombre reservado que dice muchas cosas a medias, las piensa y se asegura de que nadie más lo escuche. Sabe que para ascender tiene que ganarse a la organización, ser solidario con su gente, ser serio e inteligente, sin vicios: juegos, droga, alcohol; tampoco mujeriego, porque según él la mayoría ha caído por las mujeres.
Dice que no le gusta el poder, pero hace bien lo que le pidan. Su código de ética no le permitió vender droga a los menores de quince años ni a consumidores que tenían aguantando hambre a su familia por drogarse. Petiche dice que esos valores nacen de su familia y de sí mismo.
El miedo ha invadido su cuerpo y erizado su piel trigueña cuando ha tenido que cobrar una extorsión o cuidar algún secuestrado. Le teme a la traición, pues ha visto cómo se ha llevado a más de uno; especialmente en las cúpulas. Ir preso es otro temor, pero el día que le toque pagar algo lo hará con toda la cabeza fría. Siente que ha cometido injusticias y por eso mismo sabe que tendrá que pagarlas.
Le gusta y prefiere la vida sencilla, pero en abundancia. Dos o tres arepas en un plato lleno de arroz con huevo y chocolate. ¿Gaseosas? No. Prefiere la aguapanela y los jugos. Sueña con conocer los hermosos lugares de Colombia con su familia.
Por diez años no durmió tranquilo pensando en los suyos, incluso en estos días el sueño lo ha abandonado. No ha sido capaz de irse a dormir temprano, el deseo de salir del hampa lo hace divagar en el barrio, perderse en la noche, paso a paso, minuto a minuto.
Sabe que cada vez será más tarde, pero que justo después de la hora más oscura vendrá la luz y espera que no lo coja dormido, con los fierros encima y las ilusiones perdidas, y menos corriendo por una zanja de agua como cuando lo conocimos.